Anteayer, ambas cámaras del Congreso de los Estados Unidos debían reunirse en una sesión presidida por el vicepresidente Mike Pence para contar oficialmente los votos emitidos por el Colegio Electoral. Es el último paso formal en el proceso de ratificación del resultado que colocará a Joe Biden en la Casa Blanca a partir del 20 de enero. Sin embargo, los violentos incidentes protagonizados por los seguidores de Trump en las inmediaciones y en el interior mismo del Capitolio obligaron a suspender el debate que se estaba realizando en el Senado.
Las imágenes dramáticas, y por momentos caricaturescas, de los manifestantes invadiendo el reciento conmocionaron a los Estados Unidos y asombraron al mundo entero.
El presidente Trump sigue sin reconocer la derrota y venía presionando para que su partido convalidase la hipótesis del fraude en esta instancia critica que pone un cierre definitivo al proceso electoral. Esto implicaba que el líder de los republicanos en el Senado, Mitch McConnell, y el vicepresidente Pence debían prestarse al juego de Trump. El lunes durante un mitin en Georgia, el presidente arengó a las masas: “No van a tomar la Casa Blanca. Vamos a luchar hasta el final”. En este contexto de tensión es que sus seguidores se acercaron al Capitolio para manifestarse.
Se trata de sectores que responden con una fidelidad sorprendente al liderazgo de Trump, en lo que implica toda una novedad para la política norteamericana. En los Estados Unidos estamos acostumbrados a ver manifestaciones masivas, pero convocadas en función de determinados temas (violencia racial, igualdad de derechos, reclamos laborales), y que no giran en torno a la centralidad de las personas. Es un país en el que por lo general los liderazgos están subordinados a los partidos políticos o a los movimientos sociales a los cuales representan.
En este caso, el liderazgo de Trump es distinto: él no se ve a sí mismo como un líder circunstancial del electorado republicano, sino como un líder permanente que llegó para quedarse; tampoco se percibe como un inquilino en la Casa Blanca, sino que se cree su dueño. A esto se le suma la visión que tiene del sistema político y del rol que ejerce, como un gran transformador que viene a limpiar el pantano de Washington.
La irrupción y el éxito de este tipo de liderazgo es fruto una serie de elementos que se combinaron de una manera muy especial durante los últimos años: el ataque a las torres gemelas de 2001, la crisis financiera de 2008, la reacción anti-elite (que no es solo un fenómeno norteamericano), la cuestión medioambiental y los cambios en las formas de producción, el rechazo de la población de clase media blanca (sobre todo del interior de Estados Unidos) a los cambios que impone la globalización y a la nueva demografía.
En un contexto de shocks recurrentes y crisis acumuladas se crearon las condiciones para la aparición de este núcleo de seguidores diversos, muy fieles a Trump, que ensalzan su liderazgo y creen con firmeza en la hipótesis del fraude, a pesar de que no existe evidencia contundente y que la Corte Suprema, con mayoría conservadora, ha desestimado las denuncias presentadas.
La pregunta central de cara al futuro es qué queda de lo sucedido y cuál es el balance para la política norteamericana. Resulta más sencillo distinguir los aspectos negativos de lo ocurrido, sin embargo, también se puede destacar un elemento positivo: considerado como un test de resiliencia, en el que las instituciones y los liderazgos fueron sometidos a una prueba de estrés máximo, la Democracia norteamericana aparece haberlo superado, y sobrevivió a un intento de insurrección (tal como lo definió el presidente electo Biden) que no tiene precedentes en su historia.
El aspecto negativo es como queda dañada la sociedad norteamericana, notoriamente dividida y con una minoría enfervorizada y fanática de Trump que considera que su reclamo es legítimo. Aproximadamente dos tercios del electorado republicano sostiene que hubo fraude, por lo que desconoce la legitimidad de origen que posee Biden. Una vez en la Casa Blanca, el nuevo presidente podría convocar a una comisión especial independiente integrada por miembros del de ambos partidos o de otras organizaciones prestigiosas, o designar a un fiscal especial que sea aceptado de forma amplia, para que haya un dictamen final respecto a lo ocurrido en las elecciones.
Ante semejante desconfianza, lo peor que podría ocurrir es negar la polémica y la mejor opción es abrir una investigación plural e integra que descarte las sospechas. Sin embargo, esto difícilmente sea suficiente para zanjar la fuerte división que existe en la sociedad y no resolverá el hecho de que el sistema político tiene ahora a un expresidente que luego de haber sido derrotado quiere seguir influyendo en la política, que tiene un vínculo especial con sus seguidores y que no es alguien del sistema, que participa y luego se va, sino que considera como la encarnación de un nuevo sistema que viene a remplazar a lo anterior.