Cuando, por el vehículo entonces considerado rapidísimo, de los transatlánticos, llegó a Buenos Aires el texto completo de “Yo acuso”, la sensacional carta de Emilio Zola al presidente de Francia, Félix Faure, que sería reproducida por gran parte de la prensa argentina, ya que se conocía en nuestro país la síntesis del documento.
El telégrafo, tan parco hasta entonces en informaciones, había vibrado para anunciar al mundo que el famoso proceso Dreyfus se reabría con nuevas perspectivas, que volvía a conmover a la opinión francesa, despertada, de pronto, por la enérgica palabra de un novelista.
La carta apareció el 13 de enero de 1898 en “L´Aurore”, diario de Georges Clemenceau, que se editaba en París, y arribaba precedida del conocimiento de que el órgano periodístico del que tres lustros después se agigantaría hasta figurar como el salvador de su patria, habría alcanzado en aquella fecha una tirada de 300.000 ejemplares, cifra hasta entonces no totalizada en una sola jornada por ningún cotidiano de Europa.
Buenos Aires, que ya había dejado en el recuerdo sus propias conmociones de ocho años antes y que vivía las últimas etapas del siglo XIX, sin otra sensación angustiosa que la del reciente suicidio de Leandro N. Alem, leyó ávidamente, en traducciones de una corrección y una belleza admirables, pese a la premura con que fueron hechas, el mensaje que cambiaría definitivamente el curso de la causa seguida al oficial francés a quien se había acusado de traición y que agonizaba moralmente en el presidio de la Isla del Diablo.
La prensa de nuestro país, que ya daba señaladas muestras de su potencialidad al contratar eminentes corresponsales extranjeros, había mantenido al día a sus lectores acerca de las alternativas del asunto iniciado a fines de 1894, cuando un papel sin firma, en el que se ofrecían al agregado militar de Alemania en París, documentos secretos del ejército de Francia, fue atribuido por el coronel Paty de Clam al capitán Dreyfus.
En tres mese de interrogatorios, pruebas y deliberaciones, la culpabilidad del acusado quedó probada. Dos años después, comenzaron las dudas acerca de la verdad de cuanto se había actuado.
El senado y la cámara de diputados de Francia, vinculada su sensibilidad con el clamor que empezaba a levantarse en las calles, tomaron cartas en el asunto.
Otro acusado fue absuelto. Absuelto por orden superior, según Zola, a quien esa afirmación le costo una condena.
Francia estaba dividida en dreyfusistas y antidreyfusistas. Toda la política del país se movía entre esos dos términos, que no tenían un contenido puramente nacional sino que trascendían esa condición para vincularse con corrientes que existían en todos los países. De ahí que en el nuestro, donde a las informaciones se añadieron muy pronto los comentarios de la prensa y los artículos de hombres públicos, como así también de reconocidos juristas, se formaran asimismo las dos tendencias, que, sin el apasionamiento que cobraban en la realidad francesa, chocaban, sin embargo, en las tertulias de los clubes, en el comité, en la confitería de moda y hasta en el café de barrio.
En todas partes se esperaban con vivo interés las novedades y así el suicidio de Henry, autor de una carta fraguada para reforzar las apariencias de culpabilidad de Dreyfus; la revisión del proceso, con la nota escandalosa de la desaparición de documentos favorables al condenado; la vuelta de éste a París, para comparecer ante un tribunal militar; el rechazo de su familia a la declaración de inocencia por la justicia ordinaria; el ataque al presidente Loubet por el conde Cristiani, en el hipódromo de Auteuil, el atentado contra el defensor de Dreyfus; la declaración del embajador de Alemania en Francia de que el ex capitán nunca había estado en contacto con ningún organismo germano; el indulto que en 1899 procedió a la amplia rehabilitación de 1906 y las horas dramáticas que pusieron en peligro las instituciones republicanas de los franceses, preocuparon a toda una época argentina.
Luego, las numerosas ediciones de “Yo acuso” y más de una película actualizaron periódicamente aquella etapa en que una oscura red de corrupción y poder fagocitaba todo lo que necesitaba para seguir adelante y destruir aquello que se interponía en su camino.
Pero, la verdad y la Justicia triunfaron una vez más… En definitiva, la verdadera justicia es el arte de dar lo justo o hacer dar lo justo a un individuo, basándose en los principios del arte del derecho, sin tener ningún tipo de discriminación o preferencia hacia ninguna persona; de lo contrario se estaría dando una justicia falsa y ello no sería «dar a cada uno lo suyo», sino «dar a él lo que le toque», dependiendo de su clase social, cargo o raza…
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Una carta lapidaria al poder politico,y militar discriminatorio de la Francia del siglo XIX