Julieta González, periodista formoseña que se atrevió a documentar la violencia de la policía de su provincia contra los manifestantes que desafiaron a Insfrán, incluso cuando ya varios de ellos estaban detenidos, y que debido a eso fue también detenida y golpeada, no se debe haber sentido muy a gusto con las muestras de sultánica deferencia hacia su género que ensayó el gobernador en ocasión de este 8 de marzo.
Que incluyeron varias fotos en que se lo ve, imitando no se sabe si a una simpática estrella de rock o a Kim Jong-un, abrazado con decenas de jóvenes sonrientes. Así como una presencia estelar en el acto organizado por su amigo y admirador, Alberto Fernández, en el Museo del Bicentenario.
Tampoco a Marcela Losardo se la vió muy contenta durante este acto. Tal vez porque lo animaron, entre otras, la ya calcinada Victoria Donda. Y debió alarmarla imaginarse condenada a seguir sus pasos: atrapada en un cargo en el que ya no puede hacer nada útil, pero que no puede abandonar sin sufrir ella y su entorno aún más daño.
Detrás de la cara de póker con que encaró el mal trago, debía estar preguntándose hasta cuándo tendrá que mantener las apariencias de que sigue siendo ministra, simplemente porque Alberto, tras haber sido incapaz de defender su línea más o menos moderada hacia el Poder Judicial, ahora se revela incapaz también de encontrarle un reemplazo que no signifique su total rendición ante Cristina.
Los avatares que padecen en estos días Julieta y Marcela nos invitan a preguntar: ¿pueden los derechos de las mujeres servir para disimular tantos dislates?, ¿alcanzarán para lavar los abusos en Formosa y las locuras que animan cada vez más abiertamente la política judicial de Alberto?
Al menos el presidente ha venido haciendo mérito para que así sea, y no sólo por la legalización del aborto: desde el principio su gobierno adoptó el lenguaje y las reivindicaciones de género como medios para recubrirse de una legitimidad progresista. Lo hizo porque advirtió, con perspicacia, que el resto de la agenda y los referentes de los llamados “organismos de derechos humanos” estaban ya muy desprestigiados y gastados, por haber sido usados hasta el agotamiento durante los quince años previos por el kirchnerismo para todo tipo de menesteres, desde lavarle la cara a César Milani hasta inventarle un desaparecido a Macri.
El feminismo venía bien al intento de “volver mejores”, porque no había sufrido aún tanto desgaste. Y porque, además, tanto a nivel local como internacional venía ganando peso y ofrecía una agenda muy amplia y bastante renovada de reclamos a atender. Y también a manipular, de modo de convertirla en el “marketing progre” de un gobierno, en esencia, reaccionario.
Alberto creó un nuevo ministerio para ese fin, que se dedica a emitir gestos supuestamente “reivindicatorios” de la mujer. Muchos bastante ridículos y hasta contraproducentes, como los orientados a convertir a Milagro Sala en una suerte de Juana Azurduy del siglo XXI, aunque le cuadre mejor el rol de Maléfica o de epígono local de La Reina del Sur. O impulsar que la IGJ exija que toda nueva empresa tenga a partir de ahora en su directorio paridad de hombres y mujeres. Como muchas empresas no se crean no ha habido hasta ahora mayores problemas. Y el asunto se puede arreglar, llegado el caso, con prestanombres. Algo en lo que la kirchnerburguesía es ya ducha desde hace años. La diferencia es que las jubiladas de bajos ingresos van a ser ahora más requeridas que sus colegas varones. ¿No es eso acaso progresismo del bueno?
También se le impusieron cambios revolucionarios al Banco Central: mientras imprime billetes a toda velocidad debe hacerse del tiempo necesario para que las mujeres de su plantilla se sientan plenamente reivindicadas, para lo cual sus autoridades deben, desde ahora, según el cargo que ocupen, mencionarlas como “choferesa”, “mayordoma” y, si realmente quisieran sorprendernos y la igualdad en la institución llegara a romper los techos de cristal preexistentes, “gerenta” o “directora”, que tan mal no suenan. Ha sido sin duda un gran cambio que el Ministerio del ramo se ocupe de asuntos como este. Y mantenga a raya a funcionarios remanentes de épocas oscuras, en que el Central se ocupaba de temas menores como evitar que el peso desaparezca, respecto a lo cual igual no venían haciendo un buen trabajo.
Alberto también quiere que se diga de su gobierno, como del de Cristina, que “dio derechos”, no que los anduvo recortando. Pero, ¿no habrá sentido alguna tensión al respecto cuando palmeó amistosamente y luego sentó a su lado, este 8 de marzo, al gobernador Gildo Insfrán, que si algo no está haciendo estos días es “dar derechos” a sus gobernados?
Tal vez el presidente entiende, como entendieron en su momento Néstor y Cristina, que una vez hechos ciertos méritos al respecto, como en el caso de estos fue impulsar la derogación de leyes restrictivas de los juicios sobre la represión ilegal de los años setenta y la reapertura de los mismos, y en el de Alberto es haber logrado la ley sobre el aborto, ya no se les podrá reprochar nada en ese terreno. Por lo que tienen una especie de “licencia para atropellar”, con la que podrán lavar cualquier responsabilidad al respecto, volviendo a enarbolar las banderas conquistadas.
Pero sucede que en este terreno, igual que en otros, intentar replicar los “logros” de Néstor y Cristina está quedando fuera de su alcance.
No hay figuras de recambio de las ya muy gastadas Hebe Bonafini y Estela Carlotto. Entre otras cosas porque, en su declive, Bonafini y Carlotto arrastran a las que venían detrás, como Elizabeth Gómez Alcorta, Victoria Donda y cía.
Y no hay enemigos de papel que combatir y denostar, y que estén impedidos de defenderse y responder, como fue el caso con los militares y represores.
La pretensión de Alberto de ubicar en ese lugar al Poder Judicial, al que acusó de estar fomentando los femicidios, cosa que repitieron también Wado de Pedro y otros funcionarios, es demasiado burda para funcionar, porque los jueces y fiscales tienen comportamientos muy distintos sobre el tema como para descalificarlos en bloque. Y es además bastante temeraria, porque si algo no son los jueces y fiscales es figuras de papel, impedidas de reaccionar y defenderse. Si insisten, lo más probable es que el presidente y su gente se pongan al Poder Judicial en pleno en su contra, como ha sucedido ya con los miembros de la Corte, incluidos sus miembros en principio más afines. Y de poco les van a servir en ese caso las credenciales ganadas con el aborto, el lenguaje inclusivo y otros recursos por el estilo. Cuando las corporaciones se defienden, para bien o para mal, no hay cuestión de género, ni siquiera de identidad partidaria, que valga.