El peor escenario imaginable para el oficialismo, en este comienzo del año electoral, era uno en que las curvas de la pandemia y la economía evolucionaran al revés que en el verano: apenas empezara el frio, los contagios se aceleraran hasta un nivel semejante al del peor momento del 2020, y la economía entrara en una meseta de estancamiento y alta inflación, sin chances ya de que, emitiendo y gastando más, se pudiera reanimarla.
Y hay indicios de que es justamente esa combinación la que se está dando. La curva de contagios se fue para arriba, creció a una tasa de 50% en los últimos quince días, más de 80% respecto a fines de febrero. Mientras, la curva de actividad y consumo se aplanó, fruto de la falta de inversiones y la suba de precios. Porque la inflación no cede (en marzo se habría ubicado incluso un poco por encima del 4%), y sectores que venían a buen ritmo, como la construcción, el comercio y algunas ramas industriales de bienes de consumo masivo, parecen haber llegado al tope de sus posibilidades en las actuales circunstancias y desaceleran.
Alberto Fernández quedó así atrapado entre dos opciones malas: o le hace caso a Kicillof y su gente, que quieren volver a las prohibiciones y cierres, con el consecuente efecto negativo extra sobre la economía; o se pliega a la postura de Larreta, que no oculta su preferencia por mantener la economía lo más a salvo que se pueda, y tratar de acelerar el ritmo de vacunación a la vez que se mejoran las estrategias de prevención.
Si nos atenemos a lo que ha estado diciendo en los últimos tiempos, y a su interés en mantener, aun contagiado él mismo del virus, una charla de coordinación con el jefe de la ciudad de la que no participó el gobernador bonaerense, podemos concluir que el presidente ha cambiado en algo su actitud del año pasado. Tal vez porque advirtió, aunque algo tarde, el costo que ella tuvo para el país y para él mismo, y prefiere ahora no repetir eso de “la economía va a tener que esperar”. Pero para seguir esa tesitura, y que la situación sanitaria no estalle, existen ciertas limitaciones objetivas y políticas, sobre todo más allá de los límites de la ciudad.
Aún si llegaran más vacunas en las próximas semanas, solo se puede asegurar su administración a la velocidad necesaria en CABA y algunos pocos distritos más. En la provincia de Kicillof, en cambio, no existen muchas chances de lograrlo. El distrito ni siquiera es capaz de gestionar el nivel de testeos que hace falta para, no digamos anticiparse al virus y cortar las cadenas de contagio, por lo menos seguirle los pasos.
Hace unos días su ministro de salud reconoció que por la velocidad de los contagios estaban ya desbordados: llegaron a recibir 23.000 hisopados diarios y no pueden procesar ni la mitad. Los mismos déficits que afectaron la estrategia oficial el año pasado, y que a la espera de la vacuna, no se hizo nada por corregir. A lo que se suma ahora el factor agotamiento.
Es agotamiento lo que se observa en la red de clínicas y hospitales: no pocos centros privados de salud están esperando que los auxilien, intervengan o estaticen para no ir a la quiebra, y la mayoría ha planteado que sus recursos no les alcanzan para atender a la misma cantidad de gente que recibieron durante el pico de 2020.
¿Qué pasa si, encima, debido a que han empezado a circular cepas que son tienen una velocidad de propagación que más que duplica la de la cepa original, y a la acotada inmunidad que ofrece la inoculación de una sola dosis de las vacunas disponibles, que están lejos de ser infalibles, como acaba de comprobar en carne propia el presidente, los contagios no bajan pese a que la vacunación avanza?
La economía no va a ser inmune a esos problemas, porque ya desde el vamos no lo está siendo. La precariedad del rebote se había empezado a sentir durante el verano: el empleo no repunta, las empresas, incluso las que han recuperado ventas y rentabilidad, no reincorporaron al personal del que se desprendieron, ni tampoco invirtieron más que lo mínimo necesario para operar.
Es decir, trataron de aprovechar el momento sin apostar un peso a que se pudiera volver algo más que un fenómeno pasajero. La desconfianza sobre el futuro volvió, así, a actuar como el principal limitante que el actual gobierno se impone a sí mismo para tener mínimo éxito en la gestión de esta crisis.
Que se trata de una desgracia autoimpuesta se puede constatar con lo que sucede en un sector decisivo para la recuperación del empleo, y que quiso ser estimulado con alicientes a la inversión: la construcción.
Esta actividad se recuperó respecto a la fenomenal caída del 2020, pero solo hasta cierto punto. Porque los inversores potenciales encontraron que los estímulos que recibían por un lado se compensaban con desestímulos que otras ventanillas oficiales se ocupaban de imponerles, sin mayor interés por los efectos: con la nueva ley de alquileres no hay mayores motivos para hacerse de una propiedad y ofrecerla en el mercado con ese destino, y con las restricciones que impone el cepo cambiario es razonable prever dificultades para vender. Sumemos a eso la presión desbocada que ejerce la AFIP sobre bienes personales, y la previsión de que los precios de las propiedades no tocaron aún un piso, porque la situación macroeconómica y cambiaria todavía puede empeorar y mucho, y se entenderá por qué poca gente está dispuesta a desprenderse de sus dólares para hacerse de ladrillos, y la mayoría prefiere esperar. Por lo menos hasta ver qué pasa después de las elecciones de octubre, si se produce entonces un cambio de política, o al menos un nuevo salto devaluatorio. En cualquier caso, cambios que permitan comprar aún más barato lo que hoy el mercado inmobiliario ofrece como gangas, pero no lucen tan atractivas.
Lo esencial del problema es que la crisis actual, aunque se parece a la de 2001 en cuanto a la dimensión de la caída, difiere de ella en un punto decisivo: ya desde antes carecíamos de reglas de juego mínimas para estimular la inversión, y a medida que la crisis avanzó, las reglas vigentes se fueron volviendo aún más problemáticas para lograrlo.
Por lo cual en vez de un episodio crítico, seguido de una rápida y sólida recuperación, lo que tenemos delante es una sucesión de golpes, que no terminarán hasta que lleguemos al fondo donde arranca la escalera. La pandemia agrega dramatismo a esta situación y obliga al gobierno a caminar por un desfiladero que se ha vuelto más y más estrecho en los últimos tiempos.
Ojalá Alberto aproveche su convalecencia para pensar con detenimiento el problema que enfrenta, y deje de confiar en que el tiempo juega a su favor y con eso alcanza.