Lula Da Silva acaba de dar un giro notable en su estrategia para volver al poder en Brasil. Un giro que tendrá enorme impacto en su país, y también en la región: se entrevistó con Fernando Henrique Cardoso y abrió la posibilidad de acordar con él tanto criterios para asegurarse que no vuelva a ganar Bolsonaro, como incluso para gobernar.
¿Es acaso comparable a lo que hizo Cristina con Alberto? No tiene ni punto de comparación: de lo que se trata allá es de habilitar una auténtica cooperación entre moderados para excluir del poder a los extremistas, y de la posibilidad efectiva, por tanto, de que se gobierne desde el centro político, reeditando, con variaciones, una larga convivencia, que se perdió en la década de 2010, pero que por casi 20 años le permitió a Brasil crecer con reglas de mercado y mínimos stándares democráticos.
En la Argentina en 2019, se hizo lo opuesto: se simuló un giro al centro para permitir el regreso al poder de un grupo radicalizado, que pretende no sólo destruir lo que queda de economía de mercado en el país, sino también el centro político y las mismas bases de la democracia pluralista.
Recordemos que Lula, ya antes de llegar al poder en 2002, había ido acercándose a esa posición centrista, aceptando implícita o explícitamente muchas de las reformas que impulsara FHC en los años noventa. Fue lo que le permitió a Brasil seguir creciendo, con una economía estable y un sistema político bastante ordenado y consensualista, en los dos mil. Algo muy distinto a lo que hicieron los Kirchner desde 2003, que usufructuaron la economía de mercado que se había forjado en los años noventa, y perfeccionado luego de la crisis de 2001, pero paso a paso la fueron destruyendo, y quisieron hacer lo mismo con el sistema de partidos y las reglas republicanas.
La radicalización lulista fue un fenómeno muy posterior y, ahora vemos, afortunadamente episódico y superficial. Resultado de los problemas judiciales del líder petista, algunos de los cuales tuvo bien merecidos, hay que decirlo.
A consecuencia de ellos, él tendió a aislarse, abroquelando en torno suyo a los más fieles de sus seguidores. Pero ahora que los tribunales se inclinan a disculparlo, sin andar sacando jueces y fiscales del medio, aclaremos, y tiene chances de volver a ganar las elecciones, no ratifica ese rumbo radicalizado, sino que vuelve a sus fuentes, a lo que siempre hizo Lula cuando tuvo oportunidad de optar entre cursos de acción alternativos.
En parte, esto es posible gracias a que sus problemas judiciales nunca fueron tan serios como los que enfrentaron otros dirigentes políticos de su país. O del nuestro.
Lula no es un sultán patagónico
Lula fue acusado de recibir prebendas, y tal vez lo haya hecho con un departamento en la playa, algo que para lo que aquí estamos habituados destapen los escándalos de corrupción oficial suena hasta ridículo. Y también se lo acusó de organizar un sistema de distribución de dinero negro para manejar el parlamento. Sistema que efectivamente funcionó desde mucho antes de que él llegara al poder, y no cabe duda de que el PT perfeccionó.
Pero ni Lula ni su familia tienen decenas de propiedades u hoteles a su nombre, ni millones desparramados en cajas de seguridad y en sótanos de sus testaferros. Su relación con el dinero no guarda ninguna semejanza con la de nuestros sultanes patagónicos: nunca pretendió convertirse en un empresario, no se hacía llevar bolsos con millones de dólares a su domicilio, ni corrompió a la judicatura, las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia para ocultar los rastros de sus delitos. Es un político que tomó decisiones en muchos casos erradas sobre cómo formar y sostener una mayoría legislativa, en un sistema político que se gobernó por décadas con dinero sucio. El mismo sistema en el que actuaron FHC, y también Bolsonaro, aclaremos. Y FHC lo sabe muy bien, por eso jamás se cebó con los problemas judiciales de su sucesor.
¿Qué nos puede enseñar a los argentinos este proceso que ahora se inicia para restablecer la cooperación de los moderados en la política brasileña? Que incluso en las peores condiciones políticas y económicas, como las que vive en estos días el país vecino, suele convenir buscar acuerdos antes que radicalizar los conflictos. Y que es posible que los políticos más duramente enfrentados se reconcilien, si prima el interés en construir un gobierno sustentable, dentro de las reglas de la democracia y la economía abierta.
Afortunadamente, no estamos tan lejos como se suele pensar de lograr algo parecido aquí. Solo que el esfuerzo que hace falta para que prospere será mucho más grande, pues nuestros antecedentes y el punto de partida son bastante más desfavorables.
No hay entre peronistas y no peronistas la misma experiencia de cooperación y convivencia que existe entre tucanos y petistas. No tenemos ni un FHC ni un Lula. Y la economía no necesita solo algunas reformas, necesita un plan de estabilización y una vuelta de campana en casi todo lo hecho en los últimos veinte años.
También hay que anotar que tenemos partidos aún más débiles que los brasileños. Aunque no tan débiles como en otros tiempos. Y que nuestra sociedad está agotada por más de una década de estanflación. Pero nuestros actores sociales, por suerte, no están tan enfrentados como lo estuvieron en otros tiempos, o lo han estado en los últimos años los brasileños, y ahora lo están los chilenos, y los colombianos, y los ecuatorianos. Tal vez porque lo que predomina es la frustración, antes que el rencor.
Esto a veces se pasa por alto pero es un punto de partida a valorar. Nuestra sociedad está exhausta, harta de frustraciones, pero es de las más pacíficas de la región. Y, gracias a eso, de las más propensas a la moderación política.
Solo falta que los actores de la política se alineen en consecuencia. Hace tiempo con algunos amigos politólogos venimos impulsando una vía para hacer posible esa “cooperación entre los moderados”. Consiste en promover un entendimiento para que JxC y el peronismo disidente se alternen en la presidencia compartiendo la gestión de un plan de estabilización y reformas, que se volvería de este modo mucho más viable y perdurable que los intentos que en años pasados fracasaron.
Podría sonar iluso, porque, como se suele decir, “los argentinos no somos capaces de cumplir acuerdos”, y “no nos interesa cooperar sino especular y sacar ventajas circunstanciales del esfuerzo ajeno”.
Pero aunque eso sea parcialmente cierto, no obedece a una maldición nacional, ni a una tara incorregible de nuestra cultura, ni a nada por el estilo. Es fruto de los incentivos mal colocados con que funciona nuestro sistema político. De lo que se trata simplemente, aunque es cierto que no es tan simple, es de cambiar esos incentivos, introduciendo reglas de juego que alienten la cooperación y el comportamiento responsable de los dirigentes. Si no es con las reglas propuestas, con otras semejantes.
Tenemos que resolver un problema práctico. Que, por su propia definición, debe tener una solución práctica. Nada del otro mundo. Solo se trata de entenderlo bien y ponerse a trabajar para resolverlo. Con algunos gestos y pasos valientes que algunos se animen a dar, como los que nos enseñan Lula y Cardoso que son posibles aún en las más duras circunstancias, basta para empezar.