Alberto Fernández se parece más, cada día que pasa, a un billete de treinta pesos. Las festicholas con Fabiola y sus frívolos amiguetes en Olivos son solo la frutilla de un postre que se viene cocinando desde hace tiempo, y también hace tiempo horada la autoridad presidencial y reduce su credibilidad hasta niveles ya alarmantes.
Es que Alberto no sólo ha violado la ley. Se ha burlado de sus más caras iniciativas de Gobierno. Para empezar, de la cuarentena y el “cuidado de la salud ante todo”. Y hace todo esto mientras encima se empecina en hablarnos de él mismo como si fuera un ejemplo a seguir, y tuviéramos que creerle cualquier barrabasada que se le ocurre.
Le habló hace unos días a los jóvenes, que desconfían cada vez más de sus intenciones y se alejan del kirchnerismo tras años y años de votarlo masivamente, presentándose como alguien que, “a pesar de haber madurado” (sic) lleva en algún lugarcito de su corazón los ideales de un joven romántico y “revolucionario” (recontra sic). Como si alguna vez lo hubiera sido: que se sepa, Alberto se inició en la política en el Partido Nacionalista Constitucional, un grupo con pasado procesista, nada menos.
Y sigue presentándose cada vez que puede, al mismo tiempo, como el más razonable y moderado de los aliados de Cristina y su troupe. Es más: en estos días ofrece réplicas de sí mismo, como son los dos candidatos que encabezan las listas oficiales de provincia y ciudad, para que tomen la posta en esa función y nos hagan creer que sigue viva la promesa de 2019, de hacer un gobierno civilizado y no destructivo. Lástima que también a ellos se les escapan sus creencias e intenciones: le pasó esta semana a la falsa moderada pero auténtica cheta de La Plata Victoria Tolosa Paz, cuando se puso a hablar sobre impuestos, y generó pánico en los empresarios. Como si hiciera falta algo más para asustarlos.
Aunque nadie podrá superar a Alberto en la tarea de camelear y meter la pata, porque no es que él simula una cosa para disfrazar lo que en el fondo es: “en el fondo” no hay nada, no existe más que un pavoroso vacío, porque no cree ni una cosa ni la otra, y no puede evitar que se le termine notando. El raid de mentiras, desmentidas y patéticos papelones que protagonizó alrededor de las fiestas en Olivos lo pinta de cuerpo entero, y batiendo sus propios récords.
Después de mentirnos durante meses con que se tomaba muy en serio la prioridad del cuidado de la salud y la cuarentena, y por eso nos las administraba aunque la economía se derrumbara y nuestra vida se fuera al diablo, e iba a imponerlas “por las buenas o por las malas”, a lo macho, nos mintió sobre sus actividades y reuniones en Olivos: dijo reiteradas veces, la última el domingo pasado, con todas las letras, “esas reuniones no existieron”. Luego mintió sobre las fotos: hizo circular la versión de que eran truchas, de que algún malintencionado le había hecho Photoshop. Y no satisfecho con todo eso, para completar su raid camelero, mintió unas disculpas inconcebibles, vergonzosas: “Yo solo pasé para el brindis”. La culpa es de ‘mi queridísima’ Fabiola, a quien en este acto entrego a las fieras a ver si logro salvar la ropa, ya sin ningún resto de dignidad que salvar. ¿En serio alguien puede creer que “Fabiola convocó a Olivos” a sus amiguetes sin que del presidente para abajo toda una larga lista de funcionarios hayan sabido, avalado la idea y hecho un montón de cosas para que se concretara, violando unas cuantas leyes en el camino?
Según Alberto, el surfista que rompió la cuarentena al comienzo de la pandemia eterna era un “idiota”. Esto lo dijo el 25 de marzo de 2020, cuando volaba en las encuestas y estaba enamorándose de su rol de déspota del encierro. Pero no pensaba cumplir con lo que imponía a los demás, ya estaban entrando a Olivos estilistas y entrenadores de perros y humanos, amigos de todo pelaje y condición. ¿Y entonces él qué era, si el surfer calificaba como idiota?, ¿o nos tomaba por idiotas a todos los demás?
“Querían salir a correr, ahí tienen las consecuencias”, lanzó contra los runners, los porteños en general, y Rodríguez Larreta en particular, porque les daba calce, el 10 de junio de 2020, señalando a todos ellos como responsables de conductas antisociales e irresponsables. Mientras él ya estaba disfrutando los preparativos de la festichola con Fabiola.
Despotricó también, a mediados de agosto, contra quienes objetaron la cuarentena eterna, en caravanas de autos en las que, recordemos, en general se usaba barbijo, se guardaban las distancias y nadie andaba sacándose fotos pegaditos unos con otros, como había sucedido unos días antes en Olivos. Los acusó de ser “anticuarentena”, “una suerte de terraplanistas”, “que promueven la muerte” o “que luego aparecen muertos”. Terrorismo puro, estigmatización fascistoide, que muchos periodistas replicaron por afinidad o mal entendido entusiasmo sanitario.
Unos días antes la Prefectura había retenido y multado a un remero por salir a entrenar en el Tigre, pese a que lo separaban cientos de metros de distancia de cualquier otra persona, persiguiéndolo con un helicóptero como si se tratara del Chapo Guzmán. Un caso más entre los de 30.000 argentinos que durante ese año fueron procesados y/o multados por violar las reglas que Alberto dispusiera, pero él no respetaba. ¿Alcanza con una disculpa, o debería al menos pagar también la multa?
Y días después, el 20 de agosto, murió en Córdoba una niña cuyo padre no pudo ir a despedirla, de nuevo, por la cuarentena eterna de Alberto. El caso tuvo enorme repercusión y sucedió solo unas semanas después de que el propio presidente se solazara con su novia en una fiesta a todo trapo, con un grupo de modelitos y actorcitos de poca monta que estuvieron a los abrazos y besos sin ningún cuidado. ¿A alguno le hicieron el PCR, antes o después de la festichola? No. Recordemos también que poco después de ese incidente el propio mandatario contrajo la enfermedad y dijo “no tener la menor idea” de cómo le había sucedido. Otra mentira más: Alberto, ¡te la pescaste en alguna de esas jodas con abrazos y besos!, ¿al menos le avisaste a tus “contactos estrechos” para que se hisoparan?
En cualquier caso, el trato que estos recibieron fue mucho mejor que el que le dedicó la policía de Santiago del Estero a la niña con cáncer que en noviembre se fue a hacer su tratamiento a Tucumán y su padre tuvo que llevarla en andas porque no le permitieron regresar en auto a su casa. Los autos de los amigos de Fabiola entraban y salían de Olivos como si nada, y no en una sola ocasión, como ahora dice Santiago Cafiero, sino muchas veces, a reuniones de lo más divertidas.
Todavía en abril de este año, más de 12 meses después de haber cerrado todas las escuelas del país, Alberto y insistía en que la culpa de los contagios la tenían “las madres que se agolpaban en la puerta de los colegios de la ciudad, los chicos que se intercambian los barbijos”, “los padres que insisten en tener a esos chicos en las aulas” y a los que Larreta daba la razón. Así hablaba el gran farsante que se la había pasado violando la cuarentena, brindándole hasta a su perro clases presenciales que negaba a millones de niños y jóvenes, tirano de pacotilla irresponsable y cínico.
Aunque hay que reconocer su oficio: mantener meses y meses una falsedad que afectó tan profundamente la vida de tanta gente, sino la de todos la de casi todos los habitantes de este país, y mentir sobre tantos asuntos a la vez, casi le permite desmentir la máxima que reza que “no se puede engañar a todos todo el tiempo”. Bueno, si de algo puede estar orgulloso Alberto es que logró ir más lejos que nadie por ese camino. Pero el problema es que el truco, aunque haya durado más de la cuenta, inevitablemente termina quedando expuesto, e imponiendo sus costos.
En esa está ahora Alberto: es un gran simulador, al que se le empezaron a caer las cartas de la manga, se le escapan los conejos y le saltan los resortes con pañuelos en todas direcciones.
El tipo se vuelve entonces una carga, un papelón andante con el que no saben muy bien qué hacer los dueños del circo. Y van a tener que tomar una decisión: o lo sostienen como sea en el escenario, entornándolo para minimizar su inclinación a hacer el ridículo, y en esa está Cristina desde hace tiempo, porque sabe que al menos hasta dentro de dos años no puede prescindir de él (no por nada Oscar Parrilli se descargó contra los que “rodean al presidente”: son ellos los que van a caer primero en desgracia); o buscan un nuevo espectáculo en el que invertir, con menos riesgo y algo más de futuro. Y es posible que veamos pronto cómo más y más sectores del resto del peronismo se van preparando para esta otra salida, toman distancia silbando bajito, a la espera de que se abra el libro de pases.
Los opositores hacen bien en proponer un juicio político contra el ilusionista en desgracia. Porque el tipo violó la ley en forma manifiesta y reiterada. Pero sería bueno que aclaren que su prioridad al plantearlo no es llevarlo a la práctica, sino invitarlo a intentar otra salida. Que no son funcionales ni al asedio hasta la asfixia que propone Cristina, ni tampoco a la pasividad resignada del resto del peronismo: pueden y deben ofrecer una mano tendida que estimule alguna actitud de auténtica autocrítica y corrección, que permita minimizar los graves daños que un presidente y una gestión tan patéticos como los que soportamos de otro modo van a seguir haciéndole al país. Pese a saber que las posibilidades de que Alberto se los reconozca y se abrace a esa posibilidad última de cooperación son escasísimas.