El domingo, cuando “al kirchnerismo le fue bien donde al país le va mal” (Sergio Berensztein), nos dejó el mejor resultado posible porque alejó la probabilidad de un colapso institucional, puso un fuerte dique a la deriva hacia un socialismo del siglo XXI, mostró que el proyecto de impunidad y autocracia encontrará un límite a partir de diciembre y también, aunque sea raro decirlo, porque el innegable triunfo de la oposición no tuvo la magnitud necesaria como para permitirle más triunfalismo ni incurrir en graves errores políticos, como aquél que proponía quitar al Frente de Todos la Presidencia de la Cámara de Diputados y hacerse así corresponsable del desastre que la gestión de los Fernández² ha provocado.
Aún están en revisión las cifras finales del escrutinio oficial y, en algunos casos, la escasa diferencia obtenida en algunas provincias puede modificar la composición de las cámaras, como ya ha sucedido con bancas nacionales por La Rioja y Río Negro; el escaso lapso que media hasta el recambio de legisladores (10 de diciembre), habilita sospechar de las razones del oficialismo para entronizar como Juez electoral de la Provincia de Buenos Aires a Alejo Ramos Padilla y mantener en su cargo a su multi-procesado colega de Mendoza, Walter Bento; ¿se vinculará a las raras celebraciones del perdedor kirchnerismo?
La reacción del Gobierno ante la indiscutible derrota electoral (42,38% vs 32,93%), psicóticamente desconocida, fue convocar a un acto en Plaza de Mayo, pensado para que el MemePresidente adquiriera músculo para independizarse de su mandante, resultó en otro dislate: Alberto Fernández, mientras mentía con denuedo y cargaba contra la oposición, a la cual necesitará con desesperación para evitar una gran catástrofe, la invitaba a un diálogo que nadie sabe sobre qué versaría y, para colmo, ratificó su comunión con las demenciales ideas de Cristina Fernández. Continuó con el envío al Congreso, en un manifiesto atropello institucional, de nada menos que 116 DNU’s para su aprobación antes del recambio legislativo, y con la prórroga por decreto, por otros cuatro años, de la prohibición de desalojar las ocupaciones de tierras ejecutadas por los terroristas pseudo-mapuches.
Lamentablemente esta nave de locos que es la democracia argentina que, como todas, debiera caracterizarse por la negociación permanente y cierta confianza entre las fuerzas políticas, aún tiene frente a si un iceberg que puede hundirla y que tiene nombre y apellido: Cristina Fernández. Mientras siga allí, mientras conserve alguna capacidad de mando frente al peronismo y, sea con cartas o ausencias, imponga su voluntad, es imposible llegar a ningún acuerdo; es razonable que así sea, toda vez que el aparato territorial, quizás a disgusto, le permitió conservar el núcleo duro de su clientela –los más pobres y famélicos, capturados con dádivas estatales y amedrentados con quitarles sus estipendios- del Conurbano bonaerense. ¿Aprobará ella un acuerdo con el FMI, que nos evite el default pero nos exija arreglar nuestra economía, a costa de ese capital simbólico?
Esto nos lleva, sin escalas, al enorme problema que convertirá en impracticable, tal vez por varias generaciones, nuestra transición desde el defectuoso consorcio (tenemos territorio, administrador y reglamento de copropiedad, que nadie respeta) que hoy somos hasta la nación que decimos soñar, con un cambio profundo en la mentalidad social: 70% de nuestros jóvenes preferirían trabajar en el Estado o emigrar. Todos somos conscientes de la imperiosa necesidad de reducir el gasto público y modificar los regímenes laboral e impositivo, bajar drásticamente la inflación, reconstruir la confianza en las instituciones, recuperar la seguridad jurídica, terminar con la generalizada corrupción, transformar el enorme universo asistencialista en trabajo genuino y bien remunerado, dejar de subsidiar tarifas energéticas y transporte, excluir de las decisiones escolares a los politizados “trabajadores de la educación”, etc..
Pero quien intente esas duras correcciones deberá hacerlo en un escenario con 50% de pobreza y miseria, con “organizaciones sociales” que lucran con ellas, con caciques sindicales enriquecidos y lógicamente reacios a ceder sus privilegios, con gobernadores feudales e intendentes eternos, con los mafiosos cristicamporistas enquistados en el aparato estatal y con una ciudadanía individualista y egoísta, colonizada por la ignorancia y el populismo. Ponerle un cascabel a ese gato requerirá de un enorme consenso político que reúna, al menos, un 80% de la representación; o sea, necesariamente acordar con el peronismo republicano y democrático que, además, se está comportando espléndidamente en la preparación de planes para la Argentina y al que ya no se puede, ni se debe, dejar de lado.
Está claro que esas dolorosas reformas son indispensables para salir del pozo en el que estamos hundidos desde hace muchas décadas y en cuyo fondo irracionalmente insistimos en seguir cavando, pero también lo es que, para que sean aceptadas por una sociedad tan enferma, se requerirá de mucha educación y, sobre todo de mucho, mucho tiempo. Pero, si queremos esa Argentina que todos soñamos, debemos comenzar ya mismo a trabajar en ese sentido y olvidar, al menos por un año, la campaña electoral permanente que deriva de los absurdas normas de la Constitución de 1994. Las urgencias socio-económicas son tales que deberían forzar a toda la dirigencia política –y así lo debemos exigir- a dejar de lado sus aspiraciones personales y sus consecuentes -y tan prematuras- rencillas internas para arremangarse y ponerse al hombro la enorme y trascendente tarea de la anhelada reconstrucción nacional.