Quiso el destino que, en paralelo a la difusión del video (filmado por la AFI macrista en junio de 2017) donde el "Reichsführer" Marcelo Villegas expresa su anhelo de tener “una Gestapo para acabar con los gremios”, la exgobernadora María Eugenia Vidal sumaba otro problemita: la aparición de dos audios que la colocan –junto al ex ministro de Seguridad, Cristian Ritondo, al ex jefe de Gabinete, Federico Salvai, y al (aún) procurador general Julio Conte Grand– en la cima de la mesa judicial del territorio que tuvo a su cargo.
Aquellos registros fueron grabados, con tono de arrepentimiento, por el subcomisario de La Bonaerense, Hernán Casassa, quien fuera el brazo policial de semejante gavilla persecutoria. Y los acaba de aportar una de sus víctimas, el antiguo jefe de Gabinete sciolista, Alberto Pérez, a la causa que al respecto tramita el juez federal Ernesto Kreplak.
Porque Daniel Scioli y sus principales funcionarios también engrosaron la lista de hostigados por el régimen de la alianza Cambiemos. De modo que se los “empapeló” por lavado de activos y defraudaciones a la administración pública, entre otros delitos imaginarios. A tal efecto hubo desde seguimientos y “capachas” (tal como se le dice al fisgoneo de casas por agentes encubiertos) hasta espionaje económico –con reportes de los Nosis, de la AFIP, de la AFI, de la Unidad de Información Financiera (UIF) y Migraciones– pasando por escuchas telefónicas y alrededor de cien allanamientos a domicilios, oficinas, e, incluso, al club La Ñata, donde el exgobernador suele jugar a futsal. Y no sin los tradicionales escraches mediáticos.
En lo jurídico, el ejecutor del asunto fue uno de los esbirros predilectos de Conte Grand: el fiscal platense Álvaro Garganta.
Por cierto, su protagonismo en dicha trama está ligado a una recurrencia –diríase– genética. Para entenderla es necesario retroceder casi seis décadas.
De tal astilla, tal palo
Corría la primavera de 1963. Y Pedro Vecchio, un comerciante de 47 años que poseía una zapatería junto a la estación de Florencio Varela, transitaba por una vicisitud que jamás imagino para sí.
El tipo estaba como hundido en una silla de la que no se caía por tener las muñecas amarrocadas detrás del respaldo. Su rostro exhibía las huellas del maltrato: un ojo morado y desde le boca le corría un hilo de sangre.
La escena transcurría en una oficina de la División Homicidios. Frente a él, con la camisa arremangada, un sujeto inmensamente alto le ofrecía una mirada inquietante. Era el comisario Jorge Silvio Colotto.
De pronto extendió una hoja hacia él. Y con voz cavernosa, dijo:
–Con una firma se te acaba la pesadilla.
Era una confesión apócrifa redactada por el propio Colotto, Pretendía que ese pobre desgraciado se hiciera cargo nada menos que del asesinato de Norma Mirta Penjerek, una adolescente de 16 años que había desaparecido el 29 de mayo del año anterior.
¿Era Norma Mirta? Lo cierto es que la autopsia precisó que se trataba de una mujer cuatro años mayor y con diez centímetros más de estatura. Pero el juez de la causa dio por hecho que era de ella. Y fue sepultada bajo una lápida con su nombre en el cementerio israelita de La Tablada.
El caso sacudía a la opinión pública. Y como suele suceder, había varias hipótesis en danza. Las que esgrimía la prensa –siempre basadas en “fuentes oficiales”– oscilaban entre el móvil sexual y una venganza hacia el padre de la chica, un empleado municipal al cual le arrogaban –sin sustento real– una participación indirecta en la captura del criminal de guerra Adolf Eichmann.
Colotto se inclinaba por la primera posibilidad; el juez, por la segunda. Aún así, coincidían en un punto: la resolución del enigma los catapultaría a la gloria. Pero no tenían medios para avanzar en la investigación. De manera que el caso quedó estancado en un punto muerto.
Eso duró 16 meses. Hasta que, súbitamente, se coló en la trama Marta Sisti, una prostituta de 23 años con parada en una esquina de Constitución, al sufrir uno de sus habituales arrestos por ejercer el oficio.
–Yo sé quién mató a la chica Penjerek – dijo a la policía sin que nadie le hubiera preguntado sobre el tema.
Entonces lo apuntó a Vecchio, al sindicarlo como integrante de una red abocada a la “trata de blancas” –como se decía entonces– que proporcionaba “carne fresca” a hombres adinerados para sus orgías. Y afirmaba una y otra vez haber visto a Norma Mirta en uno de esos “jubileos”.
Aunque la versión de Sisti estaba llena de puntos flojos, su testimonio permitiría “fabricar” el esclarecimiento del caso. Aquello lo comprendió tanto el pesquisante policial como el magistrado instructor.
–¡Firmá, carajo! –insistió Colotto, durante aquella noche primaveral.
Minutos después, el juez atendió una llamada al teléfono de su hogar. La voz de Colotto sonaba más cavernosa que nunca:
–¡El zapatero puso el gancho, doctor!
El nombre del doctor era Alberto Garganta. Quizás en aquella comunicación se haya filtrado el berrido que, desde su cuna, profería Alvarito, el primogénito del juez, nacido seis meses antes.
Por la mañana, Garganta ordenó la prisión preventiva de Vecchio, quien fue alojado de inmediato en la cárcel de Villa Devoto. El magistrado, a los 33 años, tocaba el cielo con las manos. Y Colotto se había convertido en el héroe del momento.
Pero nada es duradero.
El verdadero cariz de aquella investigación saltó a la luz al año y medio debido a otra infidencia de Sisti, esta vez al oído del defensor de Vecchio.
Resulta que un tal Luis Fernández, fotógrafo de profesión y vecino del hombre encarcelado, le había dado a ella unos pesos para lo acusara. Según parece, poco beneplácito le habría causado que Vecchio acogiera a su hija en su casa tras una fuerte pelea con él. Simplemente eso bastó para desatar su ira revanchista.
De manera que la Cámara del Crimen supo sobreseer definitivamente a Vecchio, quien recuperó la libertad el 5 de abril de 1965.
El asesinato de Norma Mirta Penjerek quedó definitivamente impune.
El comisario Colotto, tras ser acusado de apremios ilegales, fue puesto en disponibilidad. Hasta el fin de sus días juró que Vecchio era el culpable.
A su vez, en una entrevista efectuada en mayo de 2012 por el periodista Héctor Gambini para el diario Clarín, Garganta, a los 83 años, se atribuyó –falsamente– la excarcelación de Vecchio “al comprobar su inocencia”. “Al final se demostró que él no tuvo nada que ver”, fue su síntesis.
La ley del “garrón”
Mientras el anciano ex juez Garganta se prestaba en su residencia de La Plata a las preguntas de Clarín, no lejos de allí, en la Alcaidía “Roberto Pettinato”, ubicada sobre la ruta 36 y la calle 47 de esa ciudad, un preso era sorprendido limando los barrotes de su celda. Era Osvaldo “Karateca” Martínez. Motivos no le faltaban para querer fugarse.
Al tiempo se sabría que estaba allí por un cuádruple femicidio que él no cometió. El artífice de su desgracia no era otro que el fiscal Álvaro Garganta.
Fue durante la noche del 27 de noviembre de 2010 cuando las víctimas –Bárbara Santos; su madre, Susana Bárttole; su hija, Micaela, y una amiga de la familia, Marisol Pereyra– murieron a golpes y cuchillazos en una casa del barrio La Loma. Fue notable la obstinación de los instructores, el hijo de don Alberto y el juez de Garantías, Guillermo Atencio, por involucrar a Martínez, quien fuera novio Bárbara.
Sin pruebas, estuvo preso seis meses. Fue liberado el 26 de septiembre del año siguiente por orden de la Cámara platense. Un golpe para el juez y el propio Garganta, cuya labor fue descripta de manera lapidaria en el fallo de la apelación. Quizás en tales circunstancias, el fiscal haya evocado a su colega Marcelo Tavolaro, a quien el caso que tuvo como víctima a la niña Candela Sol Rodríguez, asesinada poco antes en la localidad de Villa Tesei, lo llevó a la cornisa.
Para la crónica roja, ambos fueron los hechos más taquilleros de ese año y sus refucilos todavía encandilaban al público. La pesquisa por el secuestro y muerte de la niña –acuñada con datos ficticios, pruebas plantadas, testigos no identificados y el arresto de personas inocentes– no tuvo otro propósito que el de encubrir, en los arrabales de aquel crimen, los negocios de los uniformados con el hampa. La investigación por la muerte de las cuatro mujeres –cuyo accidentado zigzagueo fue alimentado con una hipótesis antojadiza, pericias contradictorias, declarantes dudosos y la detención de un inocente– mostraba motivaciones más difusas: la perseverancia del juez y el fiscal por confundir sus corazonadas con la realidad.
Al tiempo fue detenido el verdadero culpable: Javier Quiroga (a) “La Hiena”, un albañil que mantenía un lazo sentimental con la señora Susana. Actualmente cumple una condena a perpetuidad.
¿Hasta dónde una ensoñación obsesiva puede lanzar a individuos con formación universitaria y entrenamiento en la administración de la Justicia hacia el ejercicio del delito? Porque –al menos en el plano teórico– el arresto arbitrario de personas inocentes es un delito. Y si con tal fin además se incurre en el ocultamiento de pruebas cruciales, el delito se agrava.
Según el fallo de la Cámara, el dúo Atencio-Garganta habría cometido tales disfunciones, entre otras. Extraño, puesto que en el cuádruple crimen no subyacía ningún negocio oscuro. Pero el armado de causas para forzar el falso esclarecimiento de un crimen suele tener motivos concretas o, como en este caso, ser simplemente el fruto de la ineptitud.
Lo cierto es que, bajo el régimen macrista, la del fiscal Garganta ha sido capitalizada para el sagrado ejercicio del lawfare.
OBVIAMENTE, durante la presidencia de MM, La AFI, no le respondía a MM. Y yo no tengo la menor duda de que el peronismo no tiene escrúpulos y el ala kirchnerista menos, y dijera la yarará, hay que apretar jueces. Y van a apretar a quién sea para que ella quede como blanca palomita (que no va a quedar porque no hay persona en el país que no sepa que es una HDMP, y mientras tanto yo personalmente, me movería con pies de plomo.
Estimado Cristian Sanz: Veo que sigues afanando artículos de mi autoría que no escribí para tu horrible portal. Ten por lo menos el decoro de citar el medio en el cual fueron publicados. Cordiales saludos.