“Él sortea su sueldo, él podría ser el próximo presidente de la Argentina”, afirmó esta semana en un artículo el Washington Post. Se refería a Javier Milei. Para el prestigioso diario norteamericano el dirigente ultraliberal “lidera las encuestas de candidatos para las próximas elecciones presidenciales, con apoyo de votantes de todo el espectro político”. En realidad, no existe encuesta que lo muestre primero en las preferencias. Lo que sí detectan los sondeos es un crecimiento notable en la intención de voto. El último estudio realizado por la empresa de Ricardo Rouvier, sobre un universo de 1400 encuestados entre el 4 y el 15 de abril, lo ubica sólo por detrás de Horacio Rodríguez Larreta (44,7 por ciento) con un 37,7 por ciento de las preferencias (un 16, 9% dijo que lo votaría y un 20,8 que “tal vez lo votaría”).
Y como bien apunta el Washington Post, el 13 de abril pasado, Milei volvió a sortear su sueldo de diputado. Fue la cuarta dieta que termina en manos de algún afortunado. Se trata de un acto demagógico de gran impacto mediático y notable aceptación popular. El gesto revela el perfil del dirigente libertario, tanto como el deterioro de la dirigencia política tradicional. Sortear un sueldo, en lugar de donarlo en silencio, en un país donde la percepción popular de los políticos fuese positiva no tendría ningún beneficio electoral. Todo lo contrario.
La falta de empatía con el sufrimiento de millones de argentinos (cuatro de cada diez están en la pobreza), la pérdida de contacto con las necesidades básicas de la población más postergada, la utilización del Estado en beneficio propio (haciendo utilización indebida de sus recursos, designando amigos y parientes), la falta de austeridad, la incapacidad de gestionar en forma eficiente y de acordar políticas a largo plazo que incentiven la producción y el empleo, el internismo feroz y delirante, la falta de coraje para luchar contra la desigualdad en base a acuerdos programáticos, explican “el fenómeno Milei”.
Hay que buscar en el vaciamiento del discurso progresista, pero también en la falta de ejemplaridad, la base del crecimiento de una figura que, sin ningún argumento concreto ni propuesta realizable, más allá de sus críticas ramplonas a “la casta política”, no para de crecer en las encuestas. Está claro que el aval de los grandes medios colabora con su popularidad creciente, pero su histrionismo amplificado sería insuficiente sin tanto descontento con el sistema democrático.
El entusiasmo que despierta en jóvenes y adolescentes es abonado todos los días por aquellos que se plantean como la antítesis de su vacuidad, pero se olvidaron que la política es militancia por los demás y no un camino para mejorar la economía personal.
Si la dirigencia de los partidos populares no emprende la tarea de transformar el Estado -literalmente secuestrado por las corporaciones empresarias (proveedores), sindicales y políticas- y lo convierte en una herramienta eficaz que contribuya a mejorar las condiciones de vida de la población; si no vuelve a entender a la política como una actividad noble y austera destinada a combatir la desigualdad y contribuir al bienestar general, Milei -o quien sea que se proponga como supuesta opción antipolítica- tendrá su oportunidad de arrasar hasta con lo poco que está bien en el sistema.