Entre el cúmulo de disparates, falsedades, tergiversaciones y rotundas mentiras que contuvo la perorata con la que Cristina Fernández nos volvió a azotar el lunes pasado, hubo una frase que, creo, pasó injustamente desapercibida. Me refiero a su sibilina referencia a Manuel Belgrano y al éxodo jujeño, es decir, a la retirada que, en 1812, el General ordenó sobre Tucumán, dejando atrás tierra arrasada para que los realistas no pudieran abastecerse en su avance. ¿Habrá sido una sugerencia a su títere, al cual cedió la lapicera pero no la tinta, para que haga lo mismo?
Sin duda, está desesperada por la inminencia de la sentencia en el juicio por el direccionamiento de la obra pública a las empresas del testaferro de su marido muerto, Lázaro Báez, destrabado el martes por la batería de fallos con los que la Corte Suprema rechazó sus múltiples e improcedentes recursos. Y no es para menos, ya que en el Instituto Patria, más allá de las declamaciones, nadie cree que ella pueda ser una candidata triunfante en las elecciones del año próximo; por eso, descarto que lo intente, toda vez que resultar perdidosa la dejaría sin protección contra las múltiples órdenes de detención que la afectan.
En el marco de un tejido social destruido, un escenario muchísimo peor que el que precedió a la crisis de 2001 y que se está complicando a una velocidad imprevista, debido a la guerra interna en la que está inmerso el Frente para Todos (ese adefesio que Cristina inventó y del cual ahora pretende despegarse sin renunciar a las tremendas cajas del Estado que controla con impericia y corrupción), la falta de gasoil y sus consecuencias sobre el transporte de granos y mercaderías, el creciente déficit fiscal, la imparable inflación, la escasez de reservas, la increíble bola de nieve en que se ha convertido el festival de bonos del Tesoro y Leliqs un riesgo-país de 2400 (3200 al final de De la Rúa), el país se asoma a una hecatombe.
La situación internacional y regional merecen un somero análisis, ya que ambas también incidirán en nuestro futuro. En primer término, corresponde decir que lo sucedido en Francia, en España, en Chile y en Colombia ratifica que, en los países en los cuales se ejerce el voto en libertad, las enormes diferencias socio-económicas que padecen las sociedades, agudizadas por la pandemia, están derrumbando a los oficialismos sin importar si se trata de regímenes de derecha o de izquierda. Todo indica que lo mismo sucederá en Brasil, en Gran Bretaña y hasta en Estados Unidos, en las elecciones de medio término de noviembre, en las que Joe Biden corre alto riesgo de perder el escaso control del Congreso del que hoy dispone.
En Europa, la criminal invasión a Ucrania parece transformarse en una guerra prolongada, y hasta es posible que se extienda a los países bálticos y a Moldavia, sobre el Mar Negro, con las enormes consecuencias que todo ello ya está produciendo sobre los senderos de los recursos energéticos y alimentarios globales. En el sur de Asia, Corea del Norte sigue amenazando con sus misiles al mundo y China continúa hostigando a Taiwan, mientras que, asociada a India en la empresa, diluye los efectos de las sanciones occidentales sobre Rusia al comprar sus combustibles.
Si esos conflictos se extienden, la base militar que el kirchnerismo regaló a Xi Jinping en Neuquén convertirá a la Argentina, ya muy sospechosa por su cercanía con los ayatollas de Irán, en un más que razonable objetivo militar. Y tampoco resultará ajena nuestra ubicación geográfica en la cercana discusión sobre la Antártida y el Atlántico sur ni, menos aún, la vocación de Alberto y Cristina Fernández por cortejar rastreramente a los peores y más sanguinarios dictadores del mundo.
En América, una región que los triunfos de Gabriel Boric y Gustavo Petro están tiñendo de rosa shocking, que podría acentuarse con la probable victoria de Lula da Silva en octubre, la preocupación cunde aunque, creo, por ahora resulta injustificada. Sus países tienen instituciones sólidas y ninguno de estos nuevos presidentes podrá hacerse con una mayoría automática en sus congresos. Si bien el proyecto de modificación de la Constitución trasandina merece particular atención, por sus enormes implicancias sobre la forma del Estado (en realidad, casi su desaparición), no es probable que sea aprobado en el plebiscito previsto para septiembre y, en el país cafetero, más allá del pasado guerrillero del nuevo Presidente, no parece que éste se encuentre en condiciones de alterar demasiado el rumbo, como tampoco pudieron hacerlo para un lado Pedro Castillo, que todos los días está al borde de la destitución en Perú, ni hacia el otro Guillermo Lasso, con Ecuador incendiado por las protestas indígenas. Y tampoco debemos olvidar que Daniel Ortega, Miguel Díaz-Canel y Nicolás Maduro sostienen sus tiránicos regímenes sobre el apoyo irrestricto de las fuerzas armadas, algo que no sucede en Chile, Perú, Ecuador o Colombia, país que mantiene una antigua alianza militar con los Estados Unidos.
Volviendo a la Argentina, creo que sólo una verdadera catástrofe como la que se perfila en el horizonte cercano puede salvarla del terrible destino al cual la condenan los veinte años que el kirchnerismo lleva destruyendo la educación, colonizando la cultura, e implantando en el frágil carácter de la población ese egoísmo que hace que nadie esté dispuesto a sacrificar nada, ni a pagar por lo que las cosas valen, en beneficio de todos. Por eso, porque únicamente cuando ya no les queda nada por perder, las sociedades consiguen hacer pie en el fondo para impulsarse hacia la superficie y volver a respirar. Conviene recordar dos frases -una de Jorge Luis Borges (los peronistas son incorregibles) y otra de Juan Domingo Perón (peronistas son todos)- porque su combinación puede explicar qué nos sucede hoy como país.