¿Hay que escapar de la polarización que organiza nuestra vida política, con una opción moderada que recoja lo mejor de ambos polos, o al menos demandas representativas de cada uno, o hay que resolver esa disputa de una vez y para siempre, porque el verdadero problema es el empate que nos impide avanzar, pues nos obliga a lidiar interminablemente con las mismas discusiones y disputas?
Es esta una pregunta difícil de contestar, donde se mezcla lo que cada uno desea que pase con otra discusión, sobre lo que es más viable o más probable que pase. Así, muchos que prefieren la moderación entienden que hoy en día la polarización es inescapable y conviene amoldarse a sus reglas, al menos hasta resolver la ´contradicción principal´. Y hay también ideólogos del populismo y del republicanismo que pragmáticamente apuestan a salidas intermedias, estimando que hasta que no se desarme al polo contrario, seduciendo a sus integrantes más razonables, no va a ser posible avanzar para ningún lado.
En consecuencia, en vez de una polarización tenemos dos: junto a la que enfrenta al kirchnerismo y el macrismo está la que contrapone a los partidarios de una batalla final entre los campeones de ambos bandos y los que promueven desplazarlos del centro de la escena para que se escuchen otras voces.
La discusión está en ambos lados de la grieta
La discusión se dio con particular virulencia en las filas de Juntos por el Cambio en los últimos días, pero agita también a los oficialistas: tras la decepción por los resultados de la elección en Brasil salió a la palestra muy prestamente el mismísimo Francisco a advertir contra los males que estaría causando la polarización a la Argentina. Tal vez por el temor que le genera un “mal” en particular, que se está volviendo cada vez más probable, que Cristina Kirchner conduzca al peronismo el año que viene a una elección catastrófica: si Lula con todo a su favor no pudo ganar, la señora Kirchner, jugándole todo en contra, puede terminar perdiendo en todos lados.
Mientras en el Frente de Todos lo que se discute es cómo conviene perder, o cómo evitar perder demasiado, en JxC ya están saboreando el triunfo, y lo que se debate es entonces cómo conviene ganar. De allí que la disputa sea por momentos más virulenta: está en juego quién y cómo conquista el poder.
Se cruzaron al respecto Manes y Pichetto, y se sumaron después todos los demás. Para el precandidato radical, lo dijo varias veces, Macri y Cristina Kirchner deberían jubilarse porque “ya gobernaron y fracasaron”. El mensaje implícito está en sintonía con el que sustenta el éxito de Milei, “la única propuesta nueva, no atada a la casta que nos condujo a esta situación calamitosa, soy yo”.
Manes entiende que hay que ir contra la polarización que protagonizan los dos expresidentes, planteando otra polarización que él cree le conviene, entre “lo nuevo y lo viejo”, entre el macrismo y todos los opositores que desconfían de que Macri pueda hacerlo mejor si se le concede una nueva oportunidad. Acaparar el voto opositor antimacrista es una idea que atrae a muchos radicales, además, porque estiman que el expresidente finalmente querrá ser candidato, y los otros aspirantes del PRO, incluido Larreta, se resignarán a seguirlo, así que las chances de la UCR van a crecer: podrá presentarse, a contramano de cómo ha venido siendo considerada, como lo único nuevo y distinto por millones de argentinos ya hartos de los protagonistas estelares de la política de la última década.
Claro que tendría que competir por esa adhesión con Milei, que como representante de ´lo nuevo´ puede ser más convincente que el centenario partido, por más que lleve de candidato a Manes. Y hay que ver, además, si se verifica la hipótesis de que una candidatura de Macri anula las chances de los otros dirigentes de su propia fuerza.
Probablemente por esas dudas que genera la estrategia del “neurocoso”, como lo llaman ahora en el PRO, además de por la torpeza con que la expresó, fue que la conducción radical creyó necesario reprenderlo: “lesiona la esperanza que venimos construyendo” le espetó, más implacable que los propios macristas. Para muchos radicales lo más razonable es apostar a formulas cruzadas con los aspirantes del PRO, y negociar con ellos las listas de legisladores y cargos provinciales y locales, que es de las que el radicalismo viene sacando más provecho desde que se formó Cambiemos. Desde esta perspectiva, si la disputa es entre dos referentes del partido de Macri mejor, porque podrán cobrar su colaboración en las dos ventanillas, en la de los que ganen y la de los que pierdan.
Muchos en la UCR, además, ven que la competencia directa entre Cristina Kirchner y Macri se va volviendo más probable. Y, les guste o no, se acomodan a ese escenario. Que es también lo que sucede a Pichetto, aunque en su caso con entusiasmo: él apuesta decidido a esa final de campeonato entre los dos “modelos de país”, y la justifica por la necesidad de que resuelvan de una buena vez su interminable y agotadora disputa; porque lo peor sería que “siga el empate”, la irresolución en que dos coaliciones contrapuestas se alternan en el poder, pero ninguna puede llevar adelante sus propuestas, porque la otra las bloquea.
Claro, Pichetto, en la posición opuesta a Francisco, con quien todo el tiempo disputa el alma del peronismo, es muy optimista sobre lo que cabe esperar de una elección así planteada: también él imagina una catástrofe del populismo a lo largo y ancho del país, pero al contrario que el Papa la festeja porque colocaría a esta fuerza frente a un dilema ya inescapable, o compartir el destino del liderazgo de Cristina Kirchner y extinguirse, o regenerarse en contra de todo lo que ella, y Francisco, vienen representando.
Se entiende, entonces, que para unos y otros quienes terminen siendo los candidatos de las dos principales coaliciones en pugna en la política argentina sea tan importante, y por qué unos se adelantan a festejar el “desempate definitivo que necesitamos”; y otros lo teman, o ansíen sean otras las opciones. Aunque, en un plano más general, conviene preguntarse si ese desempate es posible, si realmente puede darse, en 2023 o cuando sea, una elección que “dirima de una vez y para siempre” la competencia entre proyectos en pugna. O si siquiera es deseable: si no conviene acostumbrarnos a que esos proyectos existan siempre y las resoluciones sean parciales. No “finales de campeonato” al estilo de la que, recordemos, planteó ya Perón en 1946, sino triunfos acotados, que obligan a convivir con los circunstanciales derrotados, porque esa es finalmente la condición del pluralismo.
Modelos en pugna
Detrás de la idea de un “empate envenenado” que habría venido condenando nuestra capacidad de resolver problemas bien concretos de orden económico e institucional, hay una ilusión unanimista y una condena de las diferencias muy poco democráticas. Que producen un efecto paradójico sobre esas diferencias: identifican como un problema que ellas se “hayan vuelvo inconciliables”, pero como suponen que la única solución es voltear a uno de los polos en pugna de modo que ya no se levante más, las vuelven aún más inconciliables.
Es, por ejemplo, lo que concluyen muchos oficialistas al considerar el fracaso de la gestión de Alberto Fernández: suponen que el problema fue haber transado con los moderados que no vieron la necesidad de avanzar, cuando se podía, contra los enemigos irreconciliables.
En general esas explicaciones tienen una finalidad autoindulgente: las lanzan distintos grupos o simpatizantes del Frente de Todos para lavarse las manos y responsabilizar por el desastre a otro grupo del mismo FdT. Son, además, reiterativas: olvidan que eso mismo se dijo en 2012, cuando Cristina Kirchner planteó “ir por todo” pero otros dudaron y pusieron el freno de mano. Olvidan también que el principal escollo para las gestiones de Cristina Kirchner y de Alberto Fernández no provino ni de los moderados ni de los opositores acérrimos, sino de la realidad, en particular la realidad económica: fueron la inflación, la falta de reservas y de crédito, datos fríos y duros, los que frustraron las iniciativas oficiales, no resistencias políticas.
Esas restricciones hablan de dificultades objetivas, no fácilmente eliminables por la política, porque ni a la inflación ni a la falta de crédito se les gana una elección. Y, por sobre todas las cosas, esas explicaciones olvidan un dato indisimulable de esta realidad económica: que en ella no hay empate alguno, el régimen que ha venido funcionando en las últimas décadas es el que moldearon los Kirchner, el que ellos impusieron a voluntad casi sin restricciones, porque ni siquiera los empresarios más poderosos del país se les opusieron; y si quisieran ahora “radicalizarlo”, darle un carácter aún más cerrado, estatista y contrario a los mercados y derechos de propiedad, cambiarían su naturaleza, pasarían de un capitalismo de Estado a un socialismo bolivariano, que no es lo que los Kirchner quisieron, ni siquiera Cristina.
Este es, finalmente, el dato más contundente de la realidad actual, que el kirchnerismo duro no debería ignorar: que, como dice la propia Cristina Kirchner, a su izquierda siempre ha estado la pared, no puede radicalizarse sin cambiar de naturaleza y por tanto, por más que gane elecciones muy ampliamente y logre mayorías legislativas contundentes, como logró en 2011 y de nuevo en 2019, no tiene mucho que hacer con ese enorme poder, más que administrar penosamente lo que ha resultado de su hegemonía, una economía que languidece.
Por qué esta disyuntiva es tan importante
Es importante porque las cosas son muy distintas para la oposición. En JxC sí tienen derecho a decir que necesitan formar una mayoría electoral e institucional contundente a favor del cambio, para vencer las resistencias de los actores políticos y sectoriales mejor organizados del país y reemplazar el régimen económico imperante. Y la elección que tenemos por delante la hace soñar con que eso sea finalmente posible: porque por primera vez desde 1983, o desde 1946 si se quiere, una coalición no peronista tiene al alcance de la mano conquistar, con plena legitimidad, no solo el gobierno sino la posibilidad de gobernar con mayoría en ambas cámaras. No lo pudo hacer Alfonsín en 1983, mucho menos Macri en 2015.
Ahora bien: varias preguntas surgen ante este razonamiento. La primera: ¿una victoria electoral desequilibrante, que conforme una nueva mayoría en las cámaras, sería el desempate que hace falta para instaurar un nuevo orden, capaz de perdurar? En verdad sería apenas un paso para emparejar el juego. Porque lo cierto es que no hay dos coaliciones en equilibrio en la política argentina, ni las habría por más que JxC conquiste el Senado: aún en ese caso la oposición tendría casi todos los gobernadores y la gobernante solo con un puñado; aquella conservará un firme control del aparato estatal, por la presencia de gremios y millares de militantes que se han venido atornillando en la administración pública, y la otra no tendrá nada que oponerles; aquella podría hacer uso de las sólidas raíces con que cuenta en actores sociales bien organizados, de las que la otra carece en absoluto.
Entonces: ¿de qué empate estamos hablando?, y ¿alcanza con una victoria electoral nacional para desequilibrar la balanza a favor de las reformas, o es preciso crear otras condiciones territoriales, estatales y sociales que hagan viable la gestión del cambio, y que no se van a desencadenar solas, por más contundente que sea la derrota del kirchnerismo el año próximo? Es a este tipo de complicaciones a las que alude Horacio Rodríguez Larreta cuando objeta a los halcones la apuesta por resolver todas las disputas en la arena electoral: una cosa es ganar los comicios, lo que en las actuales circunstancias es hasta bastante fácil, alcanza con polarizar contra un gobierno tan desprestigiado como el que tenemos, otra cosa muy distinta es gobernar, y hacerlo sobre todo cuando se empiecen a olvidar los pifies de Alberto Fernández. Ahí se va a ver que es difícil fundar un nuevo Estado y una nueva economía si no colabora al menos una porción de los circunstancialmente derrotados.
La segunda cuestión, y más obvia: ¿es Macri quien está en mejores condiciones de protagonizar la “elección desequilibrante” que se busca?, ¿o hace falta alguien que, además de ser jurado enemigo del régimen imperante, sea un líder nuevo, que no cargue con las frustraciones de los últimos años? Los promotores de las candidaturas de Patricia Bullrich y Javier Milei tienen buenos argumentos para contradecir a Pichetto, porque lo cierto es que además de hartazgo con el régimen kirchnerista, lo hay con la dirigencia “que ya gobernó”.
No es casual que en el último tiempo Milei haya resucitado: en parte debe haber pesado la aceleración inflacionaria, que hizo olvidar su disposición a habilitar la venta de órganos y recién nacidos; pero sobre todo influyó seguramente el protagonismo creciente de quienes insisten en conducir las coaliciones predominantes, y no convencen a la mayoría.