Los laureles eternos de los que habla nuestro Himno tristemente se han marchitado hace mucho, y los libres del mundo no responden ya “al gran pueblo argentino, salud”, porque hemos hecho todo lo necesario para asombrarlos con nuestra compulsión autodestructiva, rayana en el suicidio. Pero aún tenemos una oportunidad; sólo se trata de no ser tan imbéciles como para dejarla pasar una vez más, porque seguramente será la última.
Más allá de la implosión del peronismo que desnudó la multiplicidad de convocatorias para conmemorar el Día de la Lealtad –el resto son, por supuesto, de la traición- quienes en ellas hablaron dejaron sentado, lo dijeran con mayor o menor énfasis o hasta con cierto terrorismo verbal, que ahora son férrea oposición a su propio Gobierno; sin embargo, el truco ya no convence, y de allí la escasa concurrencia que lograron. Pero también quedó en claro que, cuando el Frente de Todos pierda las próximas elecciones, algo para ellos ya inevitable, resistirán todo y cualquier cambio, inclusive aquéllos que debieran ser gratos para los oídos de los líderes sindicales, puesto que permitirían crear empleos privados y registrados, es decir, aumentar el número de afiliados a sus propios gremios.
A partir de la semana próxima, toda la sociedad será víctima de una nueva extorsión de los violentos camioneros de Hugo y Pablo Moyano, que han amenazado con convertir el reciente y costosísimo paro de los trabajadores del neumático en un mero juego de niños y, de no obtener el 131% de aumento que pretenden, paralizar el país interrumpiendo, desde el miércoles, el transporte de cargas, alimentos y combustibles y la reposición de dinero efectivo en los cajeros automáticos.
Quien quiera llegue al comando del desastre en que hemos convertido (o tolerado que lo hicieran) a este país tan gravemente enfermo de sí mismo desde hace demasiadas décadas, deberá hacerse cargo de una explosiva herencia, con bombas cebadas y quinta-columnas en cada esfera del Estado y en la economía. Pero aún estará a tiempo de evitar la desaparición de la Argentina como nación independiente; esta imagen no es exagerada, porque un nuevo escenario global se ha abierto por la criminal invasión de Rusia a Ucrania, y ese mundo en crisis y con hambre no podrá aceptar que sigamos desperdiciando nuestra inmensa capacidad de producir alimentos, energía y recursos naturales indispensables.
Aunque obvias, la magnitud de nuestro drama amerita hacer una lista de títulos de reformas indispensables: respetar a rajatabla la Constitución; conformar un federalismo real y no declamado; dividir la Provincia de Buenos Aires y unificar otras en regiones; recuperar la seguridad jurídica; depurar el galimatías de leyes y decretos; honrar nuestros compromisos locales y externos; generar la confianza internacional necesaria para atraer inversiones; modificar los códigos para acelerar los procesos judiciales; sancionar las leyes de boleta única y de ficha limpia; imponer el “juicio de residencia” para los cargos electivos, ministros y jueces; racionalizar el inicuo sistema tributario y el régimen laboral (éste, para el futuro); reducir el gasto achicando todos los organigramas; profesionalizar el empleo público en los tres niveles del Estado y cambiar su estatuto.
E incorporar a esa enunciación: recuperar los valores y la cultura del trabajo para terminar con la pobreza y la indigencia; mejorar el sistema jubilatorio y elevar la edad para acceder; abolir el sistema sindical de gremio único por actividad y afiliación obligatoria; acabar con las patotas y los piquetes; recuperar la educación pública y establecer que sólo los mejores pueden enseñar; tender lazos comerciales con todas los países en función de intereses permanentes y no de ideologías; devolver la excelencia del personal diplomático y eliminar las designaciones a dedo; luchar hasta terminar con la inflación; liberar los mercados de cambio; sincerar todas las variantes económicas y las tarifas; terminar con los subsidios distorsivos; privatizar todas las actividades económicas en manos del Estado y cerrar las empresas públicas deficitarias; modernizar el equipamiento de nuestras fuerzas armadas y mejorar sus salarios; resolver la inicua situación de los presos políticos militares; luchar efectivamente contra el narcotráfico y sus cómplices, y contra la inseguridad; bajar la edad de la imputabilidad penal; aniquilar el terrorismo de los falsos mapuches; establecer una política de inmigración acorde con nuestras prioridades; etc..
Será una tarea muy difícil y, para complicarla más, deberá encararse de inmediato, porque la situación en que se encuentra el país no admite demoras y la luna de miel no podrá extenderse más allá de algunos días. El próximo Presidente deberá ser sumamente resiliente, porque todos quienes lucran con los privilegios y la corrupción que genera el increíble cosmos de regulaciones y disparates en que se asienta este triste status quo -se trate de funcionarios y dirigentes gremiales y sociales, se trate de industriales que sólo saben pescar en la bañadera y cazar en el zoológico-, intentarán derrocarlo desde el primer día, utilizando quizás hasta la violencia callejera.
Pero si esa oposición que se vislumbra ganadora –no tanto por sus escasos méritos sino por el claro fracaso del populismo sin dinero- plantea, desde ahora mismo, propuestas esperanzadoras que permitan soñar con un horizonte en el que cada generación quiera permanecer en el país para tirar del carro común y vivir mejor que la anterior, contará con el apoyo social necesario para cambiar 180° el rumbo, y podrá fijarlo durante sucesivas administraciones, transformándolo en permanentes políticas de estado.
Si el nuevo Presidente es valiente, si tiene el coraje de encarar a cualquier costo la ciclópea tarea, la ciudadanía en su conjunto lo acompañará y lo incorporará, sin dudas, a la nómina gloriosa de quienes, desde Juan Bautista Alberdi, Domingo F. Sarmiento y Julio A. Roca en adelante, forjaron este país tan lejano que, hace ya demasiados años, admiró al mundo entero al erradicar el analfabetismo generalizado, integró su inmenso territorio, tuvo los mejores establecimientos educativos de América, permitió una veloz movilidad social ascendente basada en el esfuerzo y el mérito personal, alcanzó un producto bruto interno superior a casi todos los de Europa, rivalizó con los Estados Unidos en imagen y atractivo, y alimentó a los pueblos necesitados.