La Unidad Penal N° 2 de Sierra Chica, situada en la localidad bonaerense de Olavarría, ya no cuenta con su reliquia más preciada: Carlos Eduardo Robledo Puch, el asesino múltiple capturado en 1972. Es que una neumonía bilateral, contraída en 2019, quebró su record de 39 años consecutivos tras las rejas de aquella cárcel, a la cual llegó en 1980 al ser condenado por sus doce asesinatos.
Pues bien, después de una larga internación hospitalaria, terminó en la Unidad Nº 26 de La Plata, donde ahora acaricia el sueño de recuperar la libertad. Pero en Sierra Chica se lo extraña.
Lo cierto es que en esa prisión de máxima seguridad, la más antigua del país –fue inaugurada en 1882–, palpita un variado catálogo de tramas; entre otras, la del sangriento motín de “Los 12 Apóstoles”. Así fue bautizado por la prensa el grupo que ejecutó aquel “rechifle”, un hito de la historia policial argentina que merece ser evocado.
El infierno tan temido
El asunto se gestó al empezar el otoño de 1996 en el pabellón más picante del penal. Allí estaba alojado Marcelo Brandán Juárez (a) “Popó”. Sobre él pesaba una condena de 16 años por una sumatoria de asaltos. Hechos de poca monta y mucha violencia.
Lo primero no le había granjeado prestigio en el mundo del hampa; lo segundo, en cambio, hizo que pisara fuerte en aquella sucursal del infierno. Fue recién allí cuando sus pares repararon en él, por lo que no tardó en convertirse en el “poronga” de su “ranchada”. Entonces los sorprendió al idear un ambicioso plan de fuga, cuyo arranque sería precisamente un motín. Nada podía fallar.
En este punto es necesario abordar una circunstancia previa: la sospecha del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) de que alguien –supuestamente la abogada de un preso– habría ingresado al penal una pistola Ballester Molina calibre 11,25. Pero el paradero del arma era un enigma. Un enigma que debía ser esclarecido cuanto antes.
Nadie por entonces vinculó con dicha urgencia el súbito traslado desde otro penal a Sierra Chica de Agapito Lencina (a) “Grapo”. El tipo era muy mal visto por la población carcelaria. Incidía en ello su fama de “arruinaguachos” –como se les denomina a los violadores de presos jóvenes– y que también fuera una fuente de información para los carceleros. Tanto es así que los de Inteligencia del SPB lo consideraban “el James Bond de los buchones”.
En resumen, su presencia en tal sitio obedecía al propósito de localizar ese “chumbo”. A tal fin, se lo alojó en un pabellón habitado por otros internos de su especie, sobre los cuales él –por su destreza en el uso de las “facas”– ejerció cierto predicamento. Pero los días transcurrían sin que llevara a buen puerto su misión.
En medio de semejantes tensiones sobrevino el 30 de marzo.
Durante la tarde de ese sábado –cuando, a modo de paradoja, empezaba la Semana Santa– Brandán Juárez y su séquito (integrado por Carlos Gorosito Ibañez, Miguel Ángel Acevedo, Jorge Pedraza, Marcelo González Pérez, Ariel Acuña, Jaime Pérez Sosa, Víctor Esquivel, Carlos Villalba, Marcelo Vilaseco, Oscar Olivera y Héctor Cóccaro) pusieron el plan en marcha, corriendo hacia el portón principal con un número impreciso de siluetas: eran penitenciarios convertidos en rehenes.
Popó empuñaba la codiciada Ballester Molina.
A continuación, se oyeron los primeros tiros efectuados por la guardia armada desde las garitas del muro. Entonces fue abatido un preso que intentaba unirse a la patota de Popó. Pero no hubo otra baja, puesto que los amotinados usaron a los rehenes como escudo. Y retrocedieron. Los disparos cesaron.
Aunque ya sin ninguna posibilidad de concretar la fuga, los “Apóstoles” acababan de tomar el control de la situación. De hecho, cuando se replegaban al interior del penal, otros 13 guardias fueron capturados. El siguiente paso consistió en atrincherarse en el pabellón de los evangelistas; algunos pasaron a engrosar la nómina de rehenes.
Había llegado el momento de abocarse al próximo objetivo: saldar las cuentas con Agapito y sus muchachos.
En tanto, unos 1.500 presos se sumaban al levantamiento. Cabe destacar que la onda expansiva de la conjura corrió como por un reguero de pólvora en toda la provincia, al punto de que entraron en estado de protesta unos diez mil presos alojados en penales de La Plata, Bahía Blanca, Dolores, Batán y San Nicolás.
El noble repulgue
En apenas horas, el motín de Sierra Chica sacudió al país. Desde su despacho platense, el gobernador de la provincia, Eduardo Duhalde, estaba sumamente preocupado. Hablaba una y otra vez por teléfono con sus colaboradores sin despegar los ojos del televisor.
El frente de la cárcel ahora se veía rodeado por una legión de movileros, cronistas de la prensa escrita, reporteros gráficos y camarógrafos.
Estos últimos registraron en vivo la llegada de la jueza en lo criminal de Azul, María Mercedes Malére para mediar en el conflicto. Allí, sobre la vereda, fue recibida por un alto oficial del SPB, quien le resumió la situación con solo seis palabras:
–Por suerte, doctora, está todo tranquilo.
Tal frase bastó para que ella ingresara para cumplir su cometido.
Pero el cuadro descripto por el jerarca penitenciario no se ajustaba a la verdad: los “Apóstoles” habían liquidado a los adláteres de Agapito antes de ensañarse con él. Quizás la magistrada lo haya visto crucificado en una reja, con el cuerpo lleno de puntazos y una estaca clavada en el medio del tórax, como si fuera Drácula. Poco después, ya trozado –al igual que sus compañeros de infortunio– terminó en la caldera encendida de la panadería del penal.
En tanto, Malére había pasado de mediadora a rehén.
Al mediodía siguiente –nada menos que Domingo de la Cuaresma– los “Apóstoles” agasajaron a sus presas con un almuerzo; el menú: empanadas al horno. Y fue un momento memorable.
–¿Está rica la empanada? –le preguntó Popó a un guardia cautivo.
–Un poco dulce –fue la respuesta.
–Mirá, si te parece dulce es porque te estás comiendo al Agapito.
Y soltó una risotada.
Por toda reacción, el guardia vomitó.
En ese mismo momento, la jueza se encontraba alojada en una pequeña habitación con baño, junto al cuarto donde estaba el resto de los rehenes.
Mucho se ha conjeturado sobre su destino en aquellas circunstancias, corriendo al respecto algunas versiones ominosas. Pero hay una que recién ahora sale a la luz: Malére habría estado allí, sin que le tocaran un pelo, bajo la protección del “Gitano” –cuya identidad será mantenida en reserva–. Era un pistolero muy respetado en el ambiente, incluso por los “Apóstoles”.
Ella permanecería en cautiverio durante ochos largos días.
El paso del tiempo fue minando la fortaleza del levantamiento. Por tal razón, sus hacedores redujeron sus exigencias a una sola: ser trasladados a la cárcel de Caseros. Eso les fue concedido. Su capitulación se produjo al clarear el 8 de abril.
La pesadilla había concluido. O por lo menos, aquella.
Porque casi un mes y medio después –durante el anochecer del 25 de mayo–, los “Apóstoles” incurrieron una “remake” de Sierra Chica, al tomar un sector del penal, con rehenes incluidos. Sin embargo, el asunto fue sofocado con suma celeridad por el Servicio Penitenciario Federal (SPF). Y de Caseros fueron a parar al penal de Melchor Romero.
En febrero de 2000 comenzó el juicio oral por el motín de Sierra Chica. Los “Apóstoles” aguardaban con entusiasmo aquella instancia, puesto que sus traslados hacia una sede tribunalicia de La Plata ofrecía una gran oportunidad para darse a la fuga. ¿Acaso la tercera sería la vencida? Sin embargo, aquello no se dio: en previsión a tal posibilidad, el tribunal se instaló en el lugar del arresto y ellos presenciaron el debate por circuito cerrado desde una jaula.
El grupo fue condenado a prisión perpetua.
A casi 27 años de los hechos, el destino de los “Apóstoles” fue dispar.
Popó Brandán Juárez recuperó la libertad en 2010 y cuatro meses después volvió a “perder” por asalto y secuestro extorsivo; aún sigue preso.
Jorge Pedraza continúa cumpliendo su condena.
Carlos Gorosito Ibáñez y Ariel Acuña también están tras las rejas, aunque por otros delitos.
Miguel Ángel Acevedo falleció en 2007 a raíz de un puntazo, sin haber abandonado la prisión.
Los otros siete se extraviaron entre las hendijas del tiempo. Y el viejo penal de Sierra Chica todavía es un monasterio de (forzada) clausura.
Muy buena nota.-