Se ha vuelto una costumbre preguntar en Argentina: “Che, ¿cómo viene la cosa?”, frase generalmente acompañada de una juntura de dedos con las puntas hacia arriba. Tal es la incertidumbre, la ausencia de horizonte y obviamente la falta de dirección de la economía política, que el nativo y los millones de extranjeros que viven en este suelo lo resumen gestualmente y con tan pocas palabras.
Nadie espera una respuesta demasiado larga, ni una cátedra que le permita entender qué es esto que viene pergeñando el gobierno del Frente de Todos desde 2019 y que conduce a una nada transformada en un ovillo intrincado del cual poco puede elucidarse.
El ovillo es la realidad diaria comprimida, enredada en hilos sin principio ni final, una maraña de desaciertos producto de la ineficiencia de un grupo de perversos capaces de empobrecer a un país, de debilitar la producción y el crecimiento del país, incentivar un Estado elefantiásico, inhibir las voluntades de una población entera y deglutirse el futuro, como si respondieran a un plan preconcebido y macabro de destrucción masiva.
Semejante drama, generador de las penurias más inverosímiles, tiene una contrapartida más asombrosa todavía: quienes lo ponen en práctica lanzan discursos psicóticos al aire desde distintos lugares tratando de convencer a 47 millones de argentinos de que “las cosas van bien”, que “estamos creciendo”, y paralelamente que ellos no forman parte de ese gobierno que ha generado la hecatombe. Mucho peor aún: preparan una campaña para “volver”, con el objetivo de hacer “la Argentina que queremos”.
Como se ve el drama ya tiene contornos de esquizofrenia: ellos no están, pero se sienten perseguidos por otros que no gobiernan y son, a su modo de ver, los causantes del desbarajuste en que está envuelto el país conducido por ellos mismos. En resumen: en diciembre dirán que los cuatro años del gobierno del Frente de Todos en Argentina, entre el 2019 y el 2023, no existió. Se abrirá entonces una brecha -o mejor, una grieta- en el tiempo universal, y ese espacio temporal tampoco tendrá su reflejo en los libros de historia porque ellos “nunca estuvieron aquí”.
Por eso todos preguntan: “ché, ¿cómo viene la cosa?”, refiriéndose a lo que les importa, que es -nada más y nada menos- una inquietud para saber si mañana van a poder comer y pagar el tren o el colectivo, no solo porque los salarios ni el remanente de las changas no alcanzan para llegar al día quince, sino también porque los billetes de mil mangos no sirven para comprar nada, la inflación los aplasta irremediablemente, los precios se desorbitan, los servicios no se pueden pagar, los chicos carecen de lo elemental para ir a la escuela, no tienen atención en la salud, y no hay trabajo posible de conseguir.
Tal vez a muchos no les alcanza el entendimiento para comprender qué “catso” pasa con la economía, a la que los gobernantes fantasmas no le encuentran la vuelta para frenar una inflación de 104% anual, pero sienten que eso les jode y mucho. Tampoco entienden por qué sube el dólar a las nubes y ellos no ven ni un billete de un dólar; mucho menos están dispuestos a encontrar una razón para saber por qué el peso argentino está devaluado al punto de que mil pesos significan apenas 2,5 de dólares.
Escapan del raciocinio de la mayoría de los argentinos las abrumadoras gestiones ante el Fondo Monetario Internacional y los escuálidos mangazos a los organismos de crédito internacional que entran al Banco Central de la República Argentina y se esfuman a las 48 horas.
Pero hay una franja bastante informada que, con el estómago lleno y la movilidad resuelta, pueden tener apreciaciones sensibles sobre “cómo viene la cosa”, después del cimbronazo de las peleas de palacio entre el ministro de economía Sergio Massa y el “autobajado” presidente Alberto Fernández que tuvo repercusiones en los mercados.
Los que saben tienen en claro que, a partir del último viaje de Massa a los Estados Unidos, no habrá más plata para Argentina porque los yanquis están hartos de que los argentinos administren mal, usen políticas que no llevan a ningún buen puerto y los desembolsos pateados por el gobierno fantasma del kirchnerismo para 2024, 2025 y 2026, resulten imposibles de cobrar. Por eso le exigen al actual gobierno fantasma que, si quiere dinero, antes lo acuerden con la oposición que, seguramente, tendrá que hacerse cargo del desaguisado urdido y construido entre 2019 y 2023. Si no hay acuerdo político no hay más guita.
De entrecasa, Argentina seguirá lidiando con el tipo de cambio, atrasado en un 20%, con el crédito privado que cayó en un año casi dos puntos del Producto Bruto Interno. Los jubilados perderán cada vez más con la fórmula nefasta del kirchnerismo, y los asalariados tendrán conciencia de la “indexación” mensual sus haberes, como en la década del 60 con gobiernos militares.
Del dólar, ni hablar. Seguirá subiendo sin límites a la vista, gracias a la diversificación y el cepo que tanto les gusta a los K. Pero lo más lamentable es que tampoco habrá dólares fáciles; sin dólares la suerte de cualquier gobierno está echada. No será la primera vez.
Las políticas del actual gobierno, pese a que sostengan su inexistencia, seguirá emitiendo billetes a lo pavote. Parece mentira que ese sector partidario no entienda que emitir billetes sin control produce inflación. Si el jefe de gabinete Antonio Rossi cree que esa herramienta de la economía es inocua es porque no entiende cuándo se puede usar y cuando no.
Hasta el momento ningún miembro del “inexistente” gobierno reconoció públicamente la depreciación de la moneda argentina. Hoy no vale nada, y esa experiencia ya la tuvo Argentina, pero nadie aprendió. Como ejemplo: el peso argentino cumplió 31 años de vida, pero si se hace una comparación con el año 2001 la canasta básica entonces valía 61 pesos, hoy cuesta 10.267 pesos.
Semejante desfasaje señala que la moneda argentina no sirve como medio de pago, ni como unidad de cuenta, ni tampoco como reserva de valor. Está roto por donde se lo mire. Hay que recuperar el valor del peso argentino, y evitar la dolarización para no crear mayor desigualdad. Los cantos de sirena de Javier Milei son una falacia reconocida por los mejores economistas.
Argentina, después de esta cuarta experiencia kirchnerista y una gestión de Cambiemos, tiene enormes problemas estructurales que arrastran a la economía. Está amenazada por la expectativa de una devaluación, tiene destrozado el sistema monetario, la deuda externa creció al final del cuarto trimestre de 2022 hasta los 276.694 millones de dólares. ¿Se entendió? ¡¡¡276.694 millones de dólares de deuda externa!!!
Con 104% de inflación el país se encuentra en una situación crítica, según un economista que rozó en algún momento al kirchnerismo, Emmanuel Álvarez Agis. “Enfrentar la suba de precios exige dejar de lado los prejuicios y diseñar un plan integral que combine políticas ortodoxas (devaluación, aumento de tarifas, tasas de interés positivas) con otras heterodoxas (retenciones, aumentos salariales). Es el único camino”, expresa en su nota de Le Monde Diplomatique. ¿Se animaría el gobierno fantasma a aplicar este plan? ¿O seguirá aferrado a los preceptos ideológicos de una izquierda berreta que no quiere ver la realidad?
La autora de esta nota seguirá negando que el kirchnerismo sea lo mismo que el peronismo, pero no puede negar de donde nació este engendro que ni siquiera puede emular aquella caracterización de enfrentador de crisis que producia mejoras, especialmente en el consumo. Hasta el consumismo fue tergiversado por la líder de ese espacio y actual vicepresidenta del gobierno que detesta, Cristina Fernández Viuda de Kirchner. Juan Perón nunca alentó el consumismo, pero ella cree que es la fuente principal de la economía y por eso alienta los planes sociales sin que supongan formar parte de una política de estado. “Platita en el bolsillo”, pensaba ella cuando las papas quemaban durante sus gobiernos. No es así, estuvo siempre equivocada con ese concepto y ningún obsecuente se lo explicó.
En la inminente campaña presidencial se verán los slogans más desopilantes para seguir engañando a su electorado, sin la suerte que los acompañó en 2019. Afortunadamente habrá otros espacios más dispuestos a exponer planes reales y racionales para el futuro tortuoso que se avecina.
Quedan solo siete meses para comenzar otra etapa, dura, durísima, porque nada cambiará de un día para otro, mucho menos con el zafarrancho que quedará prendido como una escarapela a la banda presidencial de quien deba asumir los destinos del país. Entonces, volverá la pregunta: “ché, ¿cómo viene la cosa”? Y se le responderá: “será otra cosa”, a secas, pues lo de la sangre, sudor y lágrimas quedará corto como expresión del sacrificio requerido para salir del atolladero.