El secuestro de cuatro norteamericanos a manos de sicarios del Cártel del Golfo en Matamoros, Tamaulipas, volvió a dinamizar el debate de seguridad en Estados Unidos. El 3 de marzo, criminales armados se llevaron a cuatro extranjeros que se encontraban en el lugar equivocado en el momento más desafortunado. El incidente –habitual quizás en el submundo de los cárteles mexicanos–, no habría trascendido de no estar en peligro la vida de estadounidenses, dos de los cuales finalmente aparecieron muertos días más tarde. Estos homicidios despertaron alarmas en los círculos republicanos, motivando presión política para designar a los cárteles como organizaciones terroristas extranjeras – FTOs por sus siglas en inglés.
¿Son los cárteles terroristas? Y si lo fueran, ¿qué implicancias prácticas tiene tal categorización? Pese a que hay posiciones encontradas, todas las posturas coinciden en señalar que la designación no es mero simbolismo. Las palabras importan, y más todavía cuando sostienen tipificaciones penales. Por eso, a razón de la expansión de los narcos en América Latina, cabe discutir qué tan meritoria y qué tan perjudicial podría resultar la etiqueta “terrorista” para hablar del crimen organizado.
Aunque esta disyuntiva da cuenta de la magnitud de la criminalidad de hoy en día, también desafía las definiciones de terrorismo convencionales. Hay consenso que el terrorismo es el uso intencional de la violencia o la amenaza de ella con fines políticos. El terrorismo describe el accionar de actores que ejercen la coacción para forzar voluntades y lograr una meta determinada. La violencia terrorista es premeditada y calculada, pero definiciones más complejas plantean también otro requisito implícito: la guerra indiscriminada contra una población civil.
Visto como fenómeno sociopolítico, el terrorismo proyecta el tipo de guerra asimétrica que llevan a cabo organizaciones extremistas que buscan subyugar Estados o crear Gobiernos nuevos. El caso con los cárteles es diferente, pero así y todo hay escalas de grises insoslayables. Son muchos los grupos terroristas que necesitan del tráfico de drogas y otros negocios ilícitos para financiarse, como el Hezbollah libanés, los talibanes afganos, o el Ejército de Liberación Nacional (ELN) colombiano. Además, desde Pablo Escobar en adelante, en América Latina es evidente que los cárteles también accionan contra poblaciones y autoridades para ejercer control territorial.
Estás dinámicas dieron uso al neologismo “narcoterrorismo”, útil quizás para explicitar la relación entre cárteles y acciones típicamente asociadas a los quehaceres de grupos terroristas. Si se concede que el terrorismo persigue objetivos políticos, los cárteles más importantes podrían ser terroristas en tanto se han convertido en actores políticos inexorables; sobre todo cuando logran disputarle el monopolio de la fuerza a ciertos Estados. Como acontece en México, los narcos utilizan la violencia para defender sus intereses mediante el miedo. Buscan disuadir a sus rivales, asegurar la lealtad o sumisión de poblados enteros, amordazar el escrutinio mediático, y atemorizar a funcionarios públicos.
El Cartel de Sinaloa es un ejemplo paradigmático de narcoterrorismo reciente. En octubre de 2019, la detención de Ovidio Guzmán, el hijo del Chapo Guzmán, desató una ola de violencia en Culiacán, la capital de Sinaloa. Para exigir la liberación del hijo del jefe, los ejecutores del cartel salieron a disparar a mansalva, quemando vehículos y montando barricadas en rutas y calles. Con cuatro civiles muertos y dos bajas policiales, el Gobierno mexicano liberó al detenido, cediendo así ante lo que ciertamente podría ser descrito como terrorismo.
Este antecedente debilitó la autoridad presidencial y manifestó la impunidad de los grupos criminales. No falto demasiado para que incidentes semejantes ocurrieran nuevamente en Sinaloa y en otros Estados mexicanos, reflejando una creciente disposición criminal a atentar contra blancos civiles. En otros sitios de América Latina ocurren situaciones comparables, como los llamados “paros armados” del Clan del Golfo en Colombia, o los ataques incendiarios del “Sindicato del Crimen” en el norte de Brasil. A juzgar por las formas de actuar del crimen organizado, la saña contra no combatientes y autoridades civiles proyecta similitudes con el terrorismo. Según el caso, las amenazas contra funcionarios públicos y la coacción del aparto estatal también podría señalar involucramiento político.
La diferencia fundamental estriba tal vez en que los narcos no tienen ideología otra que el dinero y el poder en sí mismo. Precisamente, de acuerdo con el ELN, este hecho marca una diferencia cualitativa moral entre bandoleros y militantes que luchan por supuestos ideales trascendentales. Entonces, ¿son los cárteles terroristas? No necesariamente, pero algunas organizaciones se asemejan a grupos terroristas. Los cárteles no promocionan ideologías sediciosas, y no obstante están interesados en debilitar Estados para controlar el negocio de la droga. Los cárteles no buscan tomar el Gobierno, pero sí accionan para controlarlo, corrompiendo y socavándolo desde dentro. Por ello, más que terroristas, podría decirse que los cárteles llevan a cabo “actividades terroristas”.
En esto mismo se interesa la designación FTO por parte de Estados Unidos, adscrita a los grupos capaces de amenazar la seguridad estadounidense o el bienestar de dichos ciudadanos. Aunque la legislación de Estados Unidos estipula que el terrorismo tiene una finalidad política, también postula que el accionar terrorista comprende una lista taxativa de ofensas. Entre ellas se encuentran el secuestro o sabotaje de vehículos de transporte, y la utilización de amenazas violentes para obligar a las autoridades a hacer o dejar de hacer algo. A saber, los carteles más importantes de México parecen cumplir con estos requisitos. Desde el punto de vista judicial, este tipo de acciones resultan en agravantes penales que sostienen condenas más severas, particularmente para individuos que cooperen o brinden asistencia a grupos designados como terroristas.
En Estados Unidos, esta discusión se fundamenta en la creciente inseguridad a lo largo de la frontera mexicana, en los flujos migratorios, y en la crisis de salud pública producto del tráfico de fentanilo. El número de estadounidenses muertos por sobredosis de drogas aumentó en más de un 55% entre marzo 2014-2015 y marzo 2021-2022, sobrepasando ya los 110 mil decesos por año. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) atribuye la mayor parte de estas fatalidades al consumo de opioides sintéticos como el fentanilo, que es hasta cincuenta veces más fuerte que la heroína. Aunque el narcotráfico y la inmigración ilegal no tienen relación directa, el descalabro en los puestos fronterizos sostiene la percepción que sí la hay, dando la impresión de que el país está bajo asedio.
Las elecciones de medio término en noviembre reflejaron la importancia que el tema migratorio tiene sobre el electorado, sobre todo en los votantes de los Estados del sur. Con este trasfondo, y de cara a las presidenciales de 2024, la crisis humanitaria en la frontera y el fentanilo seguramente ocuparán un lugar preponderante en el debate público. El secretario de Estado Antony Blinken dijo en marzo que Washington podría “considerar” la designación FTO para los cárteles, testificando ante el Congreso que los grupos criminales controlan parte de México.
Desde la presidencia de Donald Trump en adelante, algunos sectores de la bancada republicana señalan que marcar a los cárteles como terroristas empoderará a las fuerzas de seguridad para combatir al narcotráfico doméstica y extraterritorialmente. Según esta posición, el empleo de la etiqueta FTO preparará al público para una nueva guerra contra el terror y tendrá un efecto disuasivo sobre grupos como el Golfo y el Cártel Jalisco Nuevo Generación (CJNG). La designación sería un importante aval político para justificar mayor presupuesto para la lucha contra el crimen organizado y llevar a cabo operaciones militares más osadas, ya sea mediante redadas encubiertas o ataques quirúrgicos. Con la espada de Damocles –los drones estadounidenses– sobre sus cabezas, los jefes narcos se lo pensarían dos veces antes de provocar al tío Sam.
La sugestiva militarización apegada a esta discusión también se detiene en el factor China. En vista de una incipiente guerra fría, los políticos conservadores sugieren que Beijing promueve o habilita el tráfico de químicos nocivos para mermar el tejido social estadounidense. Se podría discutir hasta qué punto el Gobierno chino tiene tales intenciones, pero es un hecho indiscutido que China es la principal fuente de substancias empleadas en la manufactura de fentanilo, mayoritariamente en territorio mexicano. Por este motivo, los defensores de la designación FTO sostienen que la medida permitirá marcarle límites a Beijing con ramificaciones tanto simbólicas como legales.
Cualquier agente extranjero sospechado de estar involucrado en el tráfico de sustancias podría sufrir sanciones económicas. Si bien una designación FTO no es prerrequisito para interponer sanciones, la misma proveería al Departamento del Tesoro mucho respaldo para investigar más detenidamente las cadenas de suministros globales del fentanilo. Así como Estados Unidos persigue las redes de financiamiento internacional de Hezbollah, equiparar a los cárteles con el grupo libanés podría significar mayor atención hacia los negocios turbios de los sindicatos criminales. Al igual que Hezbollah, los cárteles a menudo infiltran la economía lícita para lavar dinero. Establecen negocios que aparentan ser legítimos para facilitar transacciones y dar pantalla contable a sus actividades, por ejemplo mediante empresas de construcción. Según el think tank mexicano Signos Vitales, en 2022 los narcotraficantes enviaron a México desde Estados Unidos unos 4.400 millones de dólares en concepto de falsas remesas.
Mayor oportunidad y celeridad para añadir narco negocios a listas negras del Tesoro estadounidense tendrá cierto impacto indirecto sobre operaciones legales inadvertidamente vinculadas con entidades sancionadas. La designación FTO incentivaría mayor escrutinio en los quehaceres financieros de las empresas mexicanas. Las compañías norteamericanas llevarían a cabo procesos de debida diligencia más extensos antes de firmar contrataciones con proveedores o socios mexicanos. A efectos prácticos, si Estados Unidos nombra terroristas a los cárteles, para hacer grandes negocios en México habrá que considerar riesgos de cumplimiento más significativos. En este sentido, el dedo acusatorio de Washington señalaría a México como albergue de terroristas, incomodando enormemente a su dirigencia política.
El presidente mexicano está vocalmente en contra de esta iniciativa, tachando a sus promotores de hipócritas. Andrés Manuel López Obrador sostiene que los políticos republicanos buscan réditos electorales apelando a retoricas amarillistas, y afirma que Estados Unidos no puede contener sus históricas pulsiones intervencionistas en América Latina. Al margen de rótulos ideológicos, lo cierto es que la designación FTO suena a injerencia. En el caso de implementar la misma, los reguladores de comercio de Estados Unidos y otros países occidentales tendrán que mantener una alerta permanente ante los vínculos entre la política mexicana y el crimen organizado. Más aún, en una expresión más alarmista, la etiqueta terrorista podría ser munición política para legitimar acciones estadounidenses unilaterales, sin coordinación con las autoridades mexicanas. Según reporta la prensa, esto mismo estaría pretendiendo Trump en caso de ser reelecto.
Existen muchas controversias y factores que podrían obstaculizar la implementación de FTO para los cárteles mexicanos. En todo caso, indistintamente de si los cárteles deben ser considerados terroristas o no, es claro que sus actividades suponen una amenaza para la seguridad y el desarrollo social del continente americano. Estos desafíos continuarán influenciando la agenda política en Estados Unidos y en la región, ejerciendo presión en los vínculos entre Washington y los liderazgos latinoamericanos.