La Argentina -o una parte importante de su actual gobierno, al menos- está jugando una vez más con fuego frente a una contienda internacional cada vez más visible.
Me refiero al sordo enfrentamiento entre los EEUU y China. Ese choque no es más que una reedición actualizada de la eterna incompatibilidad entre la libertad y el yugo, entre la autonomía de la voluntad y la servidumbre, entre el individuo y sus derechos y el Estado y su poder omnímodo.
El mundo ya ha vivido varias versiones de esa tensión: la Primera Guerra Mundial, la Segunda, Corea, Vietnam, la división de Europa entre países de Occidente y los que quedaron atrás de la cortina de hierro… En fin, el último capítulo chino-norteamericano no es más que una nueva versión de una novela tan antigua como el mundo: el atropello estatal versus el derecho individual a decidir el plan de vida propio.
La Argentina se ha caracterizado -cada vez que el escenario internacional le dio la posibilidad de pronunciarse al respecto- por leer mal ese conflicto y ponerse, siempre, invariablemente, del lado equivocado; del lado que defiende la supremacía estatal por encima de los derechos civiles.
Esa mala lectura no le ha sido gratuita. En especial la postura peronista que puso a la Argentina del lado nazi en la Segunda Guerra Mundial fue una decisión que el mundo libre jamás le perdonó al país.
Si alguien quisiera descubrir cuándo el Brasil (hasta ese momento un país muy menor comparado con el estándar de vida argentino de aquellos años) inició su camino de despegue que lo llevó a ser lo que es hoy, el país más importante de Sudamérica, debería hincar el diente de su investigación en ese tiempo de lucha contra Hitler, en donde el gobierno de Río de Janeiro (por aquel entonces la capital del país) envío hombres y pertrechos para colaborar con los aliados en la tarea de derrotar al Mal, mientras la Argentina les daba asilo a los genocidas.
Desde ese momento en más (ya con el país firmemente preso de la cultura fascista del peronismo) la Argentina siempre le dio la espalda a la defensa de la libertad y, más específicamente, a toda iniciativa norteamericana en ese sentido.
La Argentina nunca pudo superar su complejo de inferioridad respecto de los yankees. Lo arrastra incluso desde que las ideas de la Constitución original lo habían llevado a entreverarse entre los primeros países de la Tierra. Estoy convencido de que mucha de su dirigencia creyó que el país -en lugar de ser un aliado ideológico norteamericano- podía convertirse en un competidor de igual a igual con Washington. La jugada salió mal.
El nivel de vida argentino (la envidia de todo un continente -tengan en cuenta que el PBI argentino de antes de la Segunda Guerra Mundial era superior al PBI combinado de todo el resto de América Latina, incluidos Brasil y México-) cayó como un piano. La preferencia por el Mal, por la supremacía del Estado, por la imposición y el atropello en lugar de por el libre albedrío y la responsabilidad propia, le hicieron pagar al pueblo argentino un altísimo precio en términos de pobreza y miseria.
Si alguien cree que los padecimientos económicos que sufren hoy millones de ciudadanos son independientes de las posturas internacionales que el país ha tomado (admirando la Revolución cubana y a Fidel Castro, defendiendo a Chávez y a Maduro, poniéndose del lado de Irán y -cuando existía- tener una proclividad por la Unión Soviética) es porque no ha entendido nada sobre cómo funciona el mundo.
Ahora, con el país en ruinas gracias a los tormentos que el fascismo peronista le ha hecho sufrir, este conjunto de chiflados cree que puede seguir haciendo gala de esa envidia y de ese resentimiento anti-norteamericano vendiéndose al oro chino.
Creen que esa cárcel comunista será finalmente la horma del zapato contra la que chocará la superioridad moral, económica y militar norteamericana. Y ha decidido atar al país a ese carromato de servidumbre con la doble esperanza de ver a su envidiado vencido y, de paso, conseguir algunas migajas en el banquete de la victoria.
En esa “inteligencia” deben interpretarse los gestos que el país (desde hace años -particularmente desde que el kirchnerismo es gobierno-) viene teniendo hacia China.
El kirchnerismo le ha entregado soberanía argentina al Ejército Rojo de Liberación al donarle por 50 años (a cambio de nada) una enorme porción de territorio en la provincia de Neuquén, en donde China levantó una enorme base militar a la que ningún argentino puede entrar sin permiso de Beiging.
También lo ha favorecido con la concesión de grandes licitaciones públicas a “empresas” chinas (y pongo la palabra “empresas” entre comillas porque no existe, en sentido estricto, el concepto “empresa” en China. Una “empresa” en China” solo puede estar dirigida por un Board que debe estar integrado en su totalidad por miembros del Partido Comunista Chino, que es, a su vez, el único con derecho a gobernar el país ya que ninguna otra idea puede presentarse a elecciones para buscar el consenso ciudadano. Por lo tanto SIEMPRE una “empresa” china depende, forma parte y está al servicio del Estado y del gobierno chino) en muchos casos con socios locales truchos en abierta contradicción con las aspiraciones de otras empresas (muchas de ellas de origen norteamericano) que también estaban interesadas en los negocios abiertos por el gobierno argentino.
Ahora, en medio de la mishiadura, muchos referentes del delirante kirchnerismo creen estar ante la doble oportunidad de aliarse al contrincante de su odiado enemigo y, de paso, conseguir dinero a cambio.
Por eso, no conformes con toda la soberanía nacional que ya le han regalado, ahora quieren avanzar con la entrega del puerto de Ushuaia para que desde allí los chinos proyecten sus ambiciones imperiales sobre la Antártida, que incluye naturalmente, la Antártida Argentina.
Sergio Massa, que busca denodadamente el apoyo norteamericano en el FMI para poder renegociar los vencimientos, se alarma y dice que eso no va a ocurrir. Pero el gobernador de Tierra del Fuego, Gustavo Melella, aliado de Cristina Kirchner y de La Cámpora, lo da como un hecho consumado.
¡Qué triste papel el argentino! ¡Buscar dinero en una fuente cruzada por el Mal y la servidumbre solo por envidia y rencor! ¡La misma envidia y el mismo rencor que llevó a los argentinos a vivir como el culo!
Lo más triste del caso, es que los que viven como el culo también solo por envidia y resentimiento les dan soporte a esos vivos que se vuelven millonarios con sus negocios chinos.
Es el momento en el que uno se siente tentado de pensar que los argentinos se merecen lo que les pasa. Porque es lo que les suele pasar a un conjunto de envidiosos que, en lugar de emular lo mejor, prefieren contradecirlo solo porque no tienen con qué intentar -al menos- imitarlo.
¡Sigan así, argentinos! ¡Vendan la poca dignidad que les queda a un gigante perverso y el mundo se encargará -como ya lo hizo antes- de que ustedes vivan aún peor de lo que ya viven!