El aviso de golpe de Estado al gobierno que se elija en diciembre ya es abierto y manifiesto. Estamos claros que no necesitábamos llegar a ver lo que ocurrió ayer en Jujuy para darnos cuenta de esas advertencias: son decenas los dichos violentos y a los gritos que personajes marginales del kirchnerismo (más allá de las encumbradas posiciones que ocupen, son marginales) han manifestado a lo largo de los últimos años.
Ayer, el impresentable diputado Valdez, amigo de Bergoglio y vacunado VIP (que declaró que se dejó vacunar por fuera del sistema establecido en aquellos tiempos por su propio gobierno porque no sabía que a la gente le faltaban vacunas) dijo que si “la oposición toma el gobierno habrá convulsión social como hoy existe en Jujuy”.
¡Pero qué dice este descarado mal parido! En primer lugar, este agente de la operación Puf-Puf (la movida kirchnerista que tenía por objetivo hacer caer a los jueces que investigaban las causas contra Cristina Fernández de Kirchner y desacreditar a los periodistas que las investigaban) habla de “tomar el gobierno”.
Resulta obvio que mucha gente no logra separar de su léxico lo que define lo que hacen ellos, sin advertir que esa terminología no se condice con la democracia: la oposición no va a “tomar” el gobierno (como ellos seguramente se proponen hacer -a través de un liso y llano golpe- si otro lo gana). La oposición, en todo caso, va a ganar unas elecciones libres en donde se consulta al pueblo sobre quien quiere que lo gobierne. El que gana esa consulta no “toma” el gobierno: simplemente gana el derecho legítimo de ejercerlo por los próximos cuatro años de acuerdo a lo previsto por la Constitución.
En segundo lugar, no es posible interpretar las palabras de Valdez de otro modo que no sea una amenaza. Algo parecido a decir “si no ganamos nosotros, la vamos a pudrir de tal manera que se van a tener que ir”.
Esa es la forma que el peronismo y la izquierda entienden la democracia: esclavizan al pueblo desde el poder cuando lo ejercen y saquean y destruyen todo lo que pueden si la gente les da la espalda electoralmente.
No importa si Gerardo Morales necesitaba o no llevar adelante la reforma constitucional en la provincia para conseguir que no haya cortes de rutas, toma de edificios públicos o actos de violencia similar. Está claro que esos objetivos podían lograrse de todos modos simplemente con la decisión de hacer cumplir la Constitución nacional y las leyes federales (que están por encima de la Constitución provincial) pero si el Gobernador puso esa iniciativa sobre la mesa y, siguiendo los pasos que la ley indica, consiguió que el pueblo de Jujuy a través de sus representantes aprobara la reforma, la violencia no puede ser una opción para manifestar el punto de vista contrario porque, sencillamente, de ese modo no se puede vivir en paz.
Y está claro que la izquierda cavernícola y el kirchnerismo en retirada le han jurado al país civilizado no dejarlo vivir en paz mientras ellos pierdan (lo cual es la regla normal para la izquierda y empezará a ser la nueva normalidad para el kirchnerismo a partir de ahora).
El razonamiento (si es que en las presentes circunstancias podemos usar ese término) que esta gente sostiene es que nadie puede gobernar en condiciones civilizadas, de tranquilidad pública, de paz interior y de ausencia de zozobra, salvo ellos mismos.
A esta altura está más que claro que esas ansiadas condiciones de vida tampoco se verifican cuando ellos gobiernan porque como el escenario que pretenden imponer es que (por más que estén en el gobierno) ellos NO SON el poder sino que el poder lo tienen otros (a quienes identifican con distintos nombres como “medios hegemonicos”, “poderes concentrados”, y otros divagues del mismo tipo) la constante cotidiana es el conflicto. Cuando no es una cosa es otra, pero el ciudadano normal –el trabajador, el que quiere avanzar, el que quiere ir para adelante, el que quiere progresar, el que quiere vivir mejor- no tiene paz, no lo dejan vivir en paz.
Si hay un elemento común que justamente cruza la historia argentina de las últimas décadas (por no exagerar y decir que, en realidad, cruza toda la historia argentina) es justamente ese: la ausencia de paz.
Sin paz no existe nada. Por algo el preámbulo de la Constitución adelanta que uno de los principales objetivos que se va a trazar el texto que lo sigue es “consolidar la paz interior”.
Vivir en paz, en armonía, en concordia es todo lo que el kirchnerismo y su aliada -la izquierda- le quieren negar a los argentinos que darían todo por ella.
Personajes enmascarados, con bombas molotov, con financiamiento que nadie sabe de dónde viene (y que nadie se preocupa por haber averiguar de dónde viene) con piedras, con logistica de traslado, con ánimo violentar la vida armónica salen a la calle para esparcir el terror, para infundir miedo en la gente de bien, en la gente de trabajo.
Son delincuentes. No hay otra palabra en el florido idioma español para llamar a los que cometen delitos: son delincuentes. Siempre lo fueron. Su objetivo es vivir del fruto del trabajo de los demás. El español también tiene una palabra adecuada para ello: vivir del robo.
Esta gente encontró en la política una pantalla “tolerada” para disfrazar su delincuencia. “No soy delincuente”, te dicen: “soy político” o “soy un referente social” o “soy un líder popular”.
Nada de todo eso es cierto: ni “políticos”, ni “referentes sociales”, ni “líderes populares”. Son delincuentes. El ropaje de la política es simplemente un embuste elegante para no ser medidos por la misma vara con que la sociedad mide al Gordo Valor o a Robledo Puch. Pero en el fondo son lo mismo: están hechos de la misma clase de mierda.
¿Cuándo será el momento que una mayoría pacífica decida imponer los valores de la paz? ¿O será que no existe esa “mayoría” en la Argentina? Porque no hay que descartar que, con matices, una mayoría real de argentinos realmente compartan los valores de la violencia. Tal vez las manifestaciones extremas que se ven por televisión sí parezcan espantar a muchos. Pero… ¿cómo son esos argentinos que se espantan al ver las molotov, a los encapuchados y a los que quieren incendiar una Legislatura, frente a una discusión normal en la familia o en el barrio? ¿Son civilizados? ¿Dialogan? ¿O simplemente sacan a flote su “pechito argentino” y también matonean (a su nivel, pero matonean al fin)?
Porque quizás esa paz (que parece ansiada porque negarla y decir que se prefiere vivir en la pelea sería un grotesco demasiado brutal para confesar) no es el estado social preferido de los argentinos.
Yo sé que suena muy fuerte decir que un pueblo prefiere vivir en el conflicto antes que vivir en la concordia. Pero los hechos demuestran que el carácter argentino está más cerca de la pelea (de la pelea barata, ni siquiera épica) que de la armonía y de la civilización.
Quizás sea en ese recóndito pliegue de la personalidad nacional donde deban buscarse las razones por las cuales la violencia ha perdurado tanto en el centro de la vida nacional. Es evidente que hoy son muy claramente identificables los que han hecho de esa violencia una herramienta de poder y de riqueza. Pero tal vez esos rasgos ocultos del carácter general argentino les hayan dado a estos impresentables una increíble pátina de “representatividad”. Tal vez la ausencia de paz en la Argentina se explique no por el accionar de una minoría sino por un gen violento que va más allá de los que hoy aparecen, simplemente, como una exagerada y grosera caricatura.