“Nace un hombre. Sus primeros años transcurren oscuros entre los goces y los trabajos de la infancia. Crece, comienza la virilidad. Las puertas del mundo se abren para recibirle: entra en contacto con sus semejantes. Entonces se lo estudia por primera vez y se cree presenciar cómo se forman en él el embrión de los vicios y las virtudes de su edad madura.
En mi opinión esto constituye un gran error.
Remontémonos hacia atrás examinémosle. Veamos cómo se refleja por primera vez el mundo exterior en el espejo, oscuro aun, de su inteligencia. Contemplemos los primeros ejemplos con que tropieza su mirada. Escuchemos las primeras palabras que despiertan en él las potencias aun dormidas de su pensamiento. Asistamos, en fin, a las primeras luchas que se ve obligado a sostener, y solo entonces comprenderemos de dónde vienen los prejuicios, los hábitos y las pasiones que van a dominar toda su vida. El hombre entero, por así decirlo, está ya envuelto en los pañales de su niñez.
Muy bien; algo análogo ocurre con las naciones: los pueblos siempre están marcados por su origen“.
Alexis de Tocqueville
Nicolas Shumway es un intelectual y catedrático norteamericano que, al verse cautivado por nuestro país, por nuestra cultura y por nuestra historia (a partir de un viaje que lo trajo en 1975 a realizar un trabajo universitario), decidió estudiar y profundizar en los hechos que fueron constituyendo a la Argentina.
De este modo, Shumway plasmó todo eso que aprendió y revisó de nuestro ADN en un libro, con la idea de contar de qué se trató el recorrido social, político e ideológico del país. Al tiempo, logró enumerar qué cuestiones históricas nos vienen atravesando y, al parecer, no nos han soltado del todo. El trabajo con el nombre de “The Invention of Argentina” fue publicado primero en inglés en 1991 y luego en español, en 1993, con la traducción literal de su título original, “La Invención de la Argentina”.
La obra del norteamericano tiene un vínculo muy poderoso con la del autor que encabeza esta columna con su epígrafe, Alexis de Tocqueville, aun cuando Shumway no lo nombra ni una sola vez en su obra.
Ese hilo común entre el profesor de la Universidad de Yale y de Sao Paulo y el diputado de la Asamblea Francesa que probablemente haya escrito la obra más visionaria de la historia humana, se haya en lo que el francés describe muy bien en el párrafo de “La Democracia en América” que acompaña esta columna: el pasado, la infancia del país.
Hacia allí va Shumway en su viaje para conocer a la Argentina. Se hunde trescientos años en la historia para ver de dónde venimos, para descubrir los pañales de nuestra infancia.
¿Y qué encontró en esa búsqueda curiosa y fascinante? Pues, aunque parezca mentira (y naturalmente con todos los ajustes que tres siglos de tiempo han volcado sobre las tierras argentinas) halló un esquema socio-económico muy parecido al actual.
España había establecido en su organización de conquista dos grandes virreinatos en América, uno que tenía su capital en México y el otro en Lima. Las reglas para la conexión con la metrópoli eran muy severas y extremadamente centralizadas.
Buenos Aires, en esas épocas, era apenas un asentamiento menor, porque la geografía había demostrado que su amplio estuario al Atlántico no servía de conexión hacia el Pacífico, que era lo que España buscaba para dar fluidez a sus exacciones de oro y plata.
Jamás, ni la Corona ni quienes llegaban a estas tierras, prestaron la más mínima atención a la enorme potencialidad de trabajo agrícola y ganadero que tenían las pampas: la única obsesión era encontrar un camino fluvial rápido de conexión entre Lima y el Atlántico. Al no encontrarlo, Buenos Aires quedó abandonada a su suerte.
Quienes habitaban ese puerto (en aquel momento más portugueses que españoles), entonces, encontraron en el comercio ilegal (porque Madrid prohibía con toda su fuerza el intercambio libre de bienes y servicios entre sus súbditos de América y otros países) la manera de sobrevivir.
Paulatinamente Buenos Aires fue cobrando una importancia mayor. Hasta que finalmente el mismo día que los EEUU declaraban su independencia de Gran Bretaña, el 4 de julio de 1776, Madrid establece el Virreinato del Rio de la Plata en lo que hoy son aproximadamente Argentina, Bolivia, Uruguay y Paraguay.
Las reglas para la nueva unidad administrativa (porque los virreinatos no eran otra cosa más que eso) pasaron a tener la misma naturaleza que hasta ese momento habían tenido Lima y México: aislamiento total, centralización total, completa dependencia de Madrid y de la Casa de Contratación de Sevilla, prohibición completa al comercio libre y subordinación completa a lo que dispusiera la corona española.
Eso en los papeles. Porque luego en la realidad (y en el Río de la Plata, con mayor razón porque no tenía las riquezas metálicas que tenían México y Perú) la gente levantó como nunca el mantra “acato pero no cumplo” que era una manera de decir que reconocían la pertenencia política a España pero que no cumplirían sus leyes y sus reglamentos en la vida diaria.
Este esquema social dio paso, inmediatamente, a la creación de dos franjas y tipos sociales muy diferentes y bien diferenciados. Por un lado los “agentes intermediarios” que no eran otra cosa que “empresarios” que habían logrado un conchabo con el Estado español que les aseguraba una renta fija por sus “negocios” con y para la Corona, y, por el otro, los comerciantes que no tenían un tongo con el Estado y debían encontrar maneras de sobrevivir.
Esa manera fue el contrabando que no era otra cosa que el ejercicio de la actividad lícita del comercio (básicamente con compradores ingleses y portugueses de carnes saladas, cueros y lanas) que solo era ilegal porque España decía que era ilegal.
Ese escenario es llamativa y sugestivamente muy parecido al actual, en donde un conjunto de “empresarios” (José Luis Espert los llama, en su libro “La Argentina Devorada”, “empresaurios” como si fueran una raza superviviente de los dinosaurios) tienen conchabos con el Estado que les aseguran un ingreso millonario y que naturalmente los transforma en defensores naturales del status quo; y otro conjunto de trabajadores por cuenta propia que trata de sobrevivir intercambiando bienes y servicios en un mercado “libre” no por la vigencia de un orden jurídico en donde la regla es la libertad sino porque han caído en la ley de la selva de la informalidad, escapando de impuestos confiscatorios y otras exacciones estatales.
La Argentina, salvo un periodo histórico relativamente corto en donde, de la mano de la Constitución de Alberdi, se independizó de la mentalidad centralista y prohibitiva heredada de España, ha reproducido con los alcances de la modernidad los ribetes regulatorios, ridículos y asfixiantes de la legislación virreinal en donde la Corona ha sido reemplazada por el Estado.
Quien quiera encontrar las razones de la postración nacional no debe buscar sus respuestas en la Argentina madura. Ni siquiera en la Argentina de su pubertad. Debe ir a “los pañales de su niñez” y allí, como si fuera un Freud de las naciones, descubrirá gran parte de las respuestas a porqué los argentinos encontraron en el populismo peronista la reencarnación del régimen del Virreinato en donde una raza de “vivos” lograba salvarse para siempre gracias a asegurarse sus negocios con la Corona, mientras otros trataban de salvarse como pudieran luchando como salvajes en la ley de la selva. Hoy, como también ayer, no faltan los parásitos que, colgados de unos y otros, aspiran a vivir sin trabajar chupando la sangre que generan los demás.