Los saqueos a los supermercados llegaron, lo que es una mala noticia para el país; pero no sabemos cuándo van a terminar, lo cual puede llegar a ser una tragedia. Admitamos que la noticia no debería sorprendernos. Desde hace meses intendentes peronistas, políticos oficialistas y caciques piqueteros amenazan con lo que ahora empieza a asumir los tonos siniestros de lo real. No sé si aspiran al caos o el caos llega como consecuencia de su ineptitud para gobernar. Me consta que al peronismo le importa ejercer una suerte de extorsión alrededor de la consigna: "Nosotros o el caos". Si la consigna se lleva puesto al país, será problemas para otros, no para ellos.
La carta brava del peronismo para convencer a la sociedad y a los poderes establecidos es la de presentarse como garante del orden, de ese orden que ellos no vacilan en romper si las urnas no lo favorecen. Ser peronista es pretender ir por todo pero no hacerse cargo de nada. Es su lógica de hierro. De hecho, su actual realidad política podría expresarse en la figura o la metáfora del vacío. Del vacío de poder, se entiende. El presidente no gobierna, la vicepresidente está ausente, el Congreso calla y el candidato viaja, miente y mira para el otro lado.
En esas condiciones: ¿A quién le puede extrañar que un engendro como Javier Milei se presente como salvador de la patria? Una sociedad desquiciada, una sociedad sin referentes, sin brújula, intimidada, pisando descalza un piso sembrado de brasas y con un futuro que se parece a un precipicio, es una sociedad al borde de la locura. Y una sociedad al borde de la locura es muy posible que suponga que un loco pueda sacarla del infierno.
La experiencia histórica enseña que confiar en un loco es una locura. En política hay explicaciones para todo, incluso para justificar el voto a un loco. Pero la historia a esas licencias espirituales les cobra sus cuentas. Y no son baratas. Los creyentes dicen que, como Dios, la historia deja hacer, pero después juzga. Y sus juicios no suelen ser benévolos. Alguna vez esa locura en el poder es patética; otras veces es trágica.
Los ecuatorianos confiaron en Abdalá Bucaram y a los seis meses la fuerza pública lo sacó de la casa de gobierno con un chaleco de fuerza. Los alemanes creyeron en Adolf Hitler, hasta que los ingleses y los yanquis les bombardearon y les dejaron en ruinas todas las ciudades, y los rusos violaron a las mujeres. Recuerdo que el director del diario Crítica, al enterarse de los resultados de las elecciones de 1933 en Alemania escribió como título de tapa del diario que entonces vendía casi un millón de ejemplares por día: "Un loco acaba de ganar las elecciones en Alemania; peligra la paz del mundo". No era fácil ni obvio predecir ese resultado en 1933; no era fácil, pero pensando con los pies sobre la tierra era una reflexión previsible. Miles de alemanes pensaron lo mismo, pero a un pueblo embriagado es muy difícil hacerlo razonar.
Natalio Botana insiste en la tragedia que se avecina para la nación que vota a un loco suponiendo que los iba a salvar del incendio inflacionario y las humillaciones de Versalles. Muchos creyeron al pie de la letra en la medicina ofrecida por el cabo austríaco; otros, supusieron que el loco haría el trabajo sucio y luego ellos se encargarían de ajustar cuentas con él. Unos y otros se equivocaron. Y cuando intentaron reaccionar ya era tarde. El historiador Joachim Fest cuenta que cuando las tropas del ejército rojo ya estaban en los arrabales de Berlín, un oficial alemán le sugirió a Hitler la posibilidad de rendirse para evitar más sacrificios de vidas. La respuesta de Hitler debería haber sido aleccionadora para todos aquellos que creen en los roles mesiánicos de los locos: "No nos vamos a rendir. Y el pueblo alemán sabía muy bien cuando decidió votarme que este era uno de los posibles desenlaces. Ahora deben de hacerse cargo de las consecuencias".
Argentina no es Ecuador de los años noventa, ni Alemania de los años treinta. Pero en circunstancias diferentes lo que se mantiene intacto en tiempos de crisis parece ser la tentación de amplios sectores de la población de creer en los cantos de sirena o en aullidos de lobos esteparios.
En estos días retornan los espectros alucinados de los saqueos y el vandalismo. Dicen ser espontáneos, pero nosotros sabemos que estas tropelías están organizadas. Lo sabemos y, además, sabemos quiénes suelen ser los promotores de estas dulzuras.
La única voz que en estos días intentó expresar alguna idea acerca de lo que se puede hacer en circunstancias semejantes, fue la de Patricia Bullrich. No sé si ese saber le otorga afectos o indiferencia, pero sé que es la única candidata que conoce el poder y sabe lo que se debe hacer con él. Sin estridencias, sin arrebatos de matón, sin retórica demagógica.
Bullrich se limitó a decir lo que un jefe de estado debe decir en circunstancias donde el orden está en juego y la cohesión nacional está en peligro. Nada del otro mundo. Es lo que todo gobernante que se precie hace en circunstancias difíciles, esas circunstancias cuya resolución diferencian a un estadista de un principiante, un improvisado, un charlatán o un delirante.
Y la Argentina para salir de la crisis necesita en primer lugar de un estadista. De un jefe de Estado que sepa mandar y sepa hacerse obedecer. Un estadista sabe del poder que dispone, sabe de sus límites y sus alcances, y sabe lo que se debe hacer. Un estadista sabe que la represión es indispensable en ciertos momentos, pero también sabe que no hay orden que se sostenga exclusivamente con la represión. Un estadista no es un déspota, no es un autócrata, es un demócrata convencido en el empleo lúcido que la ley otorga a quien ejerce la responsabilidad de gobernar.
Un estadista ejerce el poder y su voluntad de poder nunca cruza la línea que distingue el orden democrático de la dictadura. Un estadista dispone de la lucidez del político decidido a ejercer las responsabilidades que la historia exige; un estadista no reniega del pasado, pero nunca deja de estar parado en el piso firme del presente y, a diferencia de un político vulgar enredado en las tramoyas de la coyuntura, dispone del don de mirar más lejos, aunque esa perspectiva jamás lo encandila o le hace perder de vista la relación inmediata con el presente. Un estadista no es un farsante y mucho menos un loco.
Su relación con la realidad es descarnada, pero en su intimidad acaricia un sueño. Y ese sueño, es a veces el sueño de una nación. Pienso en Charles De Gaulle, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi, Winston Churchill. Pienso.