Si la muerte trágica de una persona por día no nos conmueve y tampoco logra un cambio de conducta, ¿qué cosa sería capaz de hacerlo? ¿Qué hay más definitivo y dramático que el fin de una vida? ¿Qué puede ser más triste que la muerte de una niña, de un joven, de una madre o padre, de un abuelo o una abuela? Todo se derrumba frente a la muerte violenta de un familiar y sus efectos colaterales tocan, no sólo al entorno, sino al círculo de amigos, vecinos y conocidos.
Lo que sucede en nuestras calles, captadas por las cámaras de seguridad y reproducidas una y otra vez por los medios y las redes, es una verdadera tragedia. Muchos, los que tienen cierta edad, recordarán como era criticado el diario Crónica, de Héctor Ricardo García, cuando en tapa destacaba la foto de los muertos en accidentes o en enfrentamientos con la policía.
No hubo en las últimas décadas ningún fenómeno climático que dejara tantas víctimas fatales, heridos atendidos en hospitales y familias dolientes; tantos hechos que por una causa similar fueran capaces de acumular tanto dolor.
El pánico generado por la inseguridad, se supera cada día. De la muerte de un comerciante, se pasa a la de un kiosquero, a niñas, a jóvenes desaparecidas, policías, a niñas violadas, a personas mayores golpeadas cruelmente sin la más mínima consideración, no teniendo en cuenta que podrían ser sus padres o abuelos.
Por lo que nos pasa, éste debería ser uno de esos momentos clave en los que se toman decisiones para siempre. Decisiones individuales y como sociedad, además de los giros de las políticas públicas que con aplomo, profesionalismo y seriedad seguramente deberán tomarse. Sin embargo, el hecho impactante es que ya la muerte no nos conmueve.
Los diálogos que el tema ha generado en el barrio, la familia, en la cola de la feria y en cualquier otro ámbito, surgen preguntas, incógnitas y, por qué no, rarísimas propuestas de solución, como suele ocurrirnos a los argentinos cuando nos da la “fiebre de cambiar todo ya”, por un ratito…
“La muerte ya no duele como antes” me dijo una persona y había escuchado su análisis respecto de la pérdida del valor de la vida y situaciones similares, generalmente relacionados a los pocos excluidos ricos (por todo lo que tienen) o excluidos pobres (por lo que no tendrán nunca) pero jamás lo que esta persona me comentaba. Y creo que es una buena indagación que deberíamos volver a hacernos.
La muerte antes
En el siglo pasado la muerte era un hecho conmocionante. La humanidad había alcanzado estándares de vida superiores gracias a los avances de la ciencia y la tecnología, y sobrepasado todos los límites conocidos de supervivencia en condiciones normales.
Cuando la muerte azotaba, dolía, pegaba fuerte en el ámbito inmediato del difunto. Cuando se trataba de un hecho colectivo, provocado por la naturaleza o bien por la estupidez humana, generaba decisiones de carácter universal. Las masacres proliferaron por entonces y la lucha por la vida originó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la que le dedicó nada menos que el primero de sus artículos.
La muerte hoy
¿Cómo hemos podido llegar los argentinos a naufragar en un mar atravesado por las corrientes de la corrupción, la ineficacia e ignorancia política, la irresponsabilidad pública y, sobre todo hoy, la desesperanza? ¿Qué olvidos esenciales experimentaron las generaciones de políticos, empresarios, sindicalistas y dirigentes que condujeron un país que parece no encontrar destino? ¿Qué brújula requiere este país para enderezar el rumbo hacia un horizonte más calmo y generar un milagro colectivo para una renovada ilusión de futuro?
Cuando los argentinos, retornamos en 1983 a la democracia existía un legítimo entusiasmo que incluía cierta sensación de que la forma de gobierno haría lo suficiente para mejorar el bienestar de los ciudadanos. No fue así. Se instaló el lema: “Roban pero hacen…” o el justificativo que: “…en este país todos roban”.
Faltó la conciencia general de la convicción particular de Montesquieu: la democracia requiere de la virtud como condición misma de posibilidad. En su defecto, la corrupción concluirá en una República de despojos, con el poder en manos de unos pocos, y la licencia de todos.
En los diferentes espacios y tiempos de la Argentina el programa de Juan B. Alberdi tuvo mayor o menor presencia, épocas de intenso predicamento y momentos de debilitado seguimiento. Son muchos los pasajes de la obra de Alberdi que tienen vigencia para la atribulada vida política de hoy.
Unas pocas líneas que han crecido en significación por la propia acción errada de los hombres y que convendría ubicarla junto a aquellas otras que han ocupado un espacio preciso en la forma y la geometría del “modelo de Alberdi”. Decía Alberdi: La división del poder es la primera de las garantías contra el abuso de su ejercicio...La responsabilidad de los mandatarios es otro rasgo esencial del gobierno libre...La publicidad de los actos del poder es otro rasgo del gobierno libre, como preservativo de sus abusos...La movilidad de los mandatarios es otro requisito de la República representativa....
Siglos antes, se sabía convivir con el hecho de la muerte cercana: nadie pasaba los 45 o 50 años de vida, como mucho. Podría decirse que antes, la muerte era parte de la vida. Aun así, la muerte era acompañada con rituales, despedidas, lágrimas, y disminuye bastante el impacto emocional la promesa de un reencuentro en otro mundo.
Ahora, en estos últimos tiempos, la sensación es la de esta persona: la muerte no duele como antes (a los que no están golpeados directamente, claro) y nos hemos acostumbrado, ante casos como el de nuestras calles la reacción más próxima es la estadística, el “mapa del delito”, donde la muerte pasa sólo a ser parte de un número y nada vale la historia de sus protagonistas.
De esta forma, se puede justificar el lamento o el traslado de las culpas al otro. De esta forma, surge una lista de casos e inmediatamente una justificación que hace que ese caso ingrese a tal o determinada lista. Deja el plano de las “sensaciones” para pasar a uno estrictamente práctico y aséptico. Es allí que surge otra forma actual de desvalorización de la vida. No hacia la propia sino hacia la del otro. ¿Existen cosas que valen más que una vida, aún de la vida del más infeliz?... ¡Cuándo volveremos a respetar la vida?