De todas las paradojas que el populismo kirchnerista ha producido a lo largo de 20 años de embustes, la del “país para pocos vs el país para todos” debe ser una de las más logradas.
En efecto, esta idea de que el kirchnerismo produce un país igualitario para todos lejos de los privilegios que el liberalismo le asegura solo a una minoría privilegiada, ha pasado a ser un muñeco risible, una caricatura ridícula que, enfrentada con la realidad, probó ser una de las mentiras más atroces a las que, alegremente, fue sometido el pueblo argentino.
En primer lugar porque no hay más que comparar cómo era la situación económica del argentino medio antes del kirchnerismo y cómo es ahora: los niveles de pobreza y miseria para amplísimas franjas de la sociedad son de una magnitud tal que, comparadas con la potencialidad argentina, no generan otra cosa que vergüenza.
En ese mismo terreno, pero al revés -refiriéndonos ahora a la situación económica de la nomenklatura K- no hay más que revisar cómo se vestían antes y cómo se visten ahora para ahorrarnos decenas de caracteres que resultarían superfluos cuando se trata de explicar lo obvio.
Pero lo del “país para pocos vs el país para todos” va más allá aún.
El peronismo ha arrojado a la ley de la selva a casi 15 millones de argentinos. Los ha expulsado del mercado registrado del trabajo y los conminó a defenderse como puedan, en una verdadera jungla que hasta le parecería inhumana al más insensible de los capitalistas.
En ese páramo inhóspito no hay seguridad, no han medicina, no hay vacaciones, no hay paritarias, no hay defensa, no hay nada.
Allí rumian su “sálvese quien pueda” trabajadores en negro, cuentapropistas de poca monta, monotributistas inexpertos y autónomos.
Estos últimos son todo un parámetro de aquello en lo que se ha convertido el país: mientras suelen ser -en los países que avanzan- la encarnación misma del hombre hecho a sí mismo que vence los obstáculos y sale adelante, en la Argentina han pasado a ser verdaderos parias, una especie de raza olvidada y ninguneada de la que no solo nadie se acuerda sino a la que todos castigan.
Prueba de esta deleznable de desigualdad son las medidas que el propio kirchnerismo toma cuando quiere profundizar su populismo (invariablemente con más frecuencia y más descaro cerca de eventos electorales).
En esos momentos de reparto inescrupuloso de plata pública los destinatarios son una minoría de argentinos nucleados en la cada vez más raquítica categoría de trabajadores en relación de dependencia o de empleados públicos.
Ese colectivo, que no supera los 6 millones de personas (una “elite” cuando se lo compara contra todos los argentinos en edad de trabajar), se lleva todas las “mejoras” y todos los “mimos” de la demagogia peronista. A los demás que los parta un rayo.
Más allá de que muchos hasta agradecerían no recibir nada a cambio de perder su dignidad, lo cierto es que está ecuación barre definitivamente con la mentira del “país para todos”: el peronismo kirchnerista es quien más ha hecho por perfeccionar “un país para pocos”.
Primero -naturalmente y cómo decíamos más arriba- para sus propios jerarcas que han visto cómo sus fortunas se multiplicaban de manera obscena a la vista de todo el mundo.
La vicepresidente robó, en uno solo de los casos investigados y probados, más de 1000 millones de dólares de los bolsillos del pueblo por el que dice desvivirse.
Sus propiedades, activos, joyas y empresas aparecieron donde antes no estaban y el saqueo fue de tal magnitud que dio hasta para aplicar una teoría paradójicamente demonizada cuando es argumentada por sus adversarios: la teoría del derrame.
Efectivamente, tanta fue la riqueza robada que hasta simples secretarios, choferes, jardineros u oscuros punteros se convirtieron en millonarios a la vuelta de unos pocos años.
Finalmente, las advertencias de lo que el peronismo siempre llamó “oligarquía” (que la gente no se dejara engañar porque, en realidad, era el peronismo el que venía a imponer un “país para pocos”, elitista y desigual solo para enriqueder con dinero publico a sus propios partidarios) se cumplió hasta en los más mínimos detalles. El sistema que había organizado lo que el peronismo llamaba “oligarquía” había producido, en ese sentido, un páis más “para todos” que lo que produjo esta desgracia nacional que el Coronel Perón logró imponer con la fuerza del ala nacionalista del ejército,
Resulta hasta grotesco escuchar a esta manga de delincuentes hablar de “pituquitos de la Recoleta” (con el ánimo de seguir insuflando un ya insoportable odio de clases) cuando no hay nadie más “pituco” que ellos si por eso entendemos lo que quieren dar a entender ellos, es decir, “gente con plata que vive en barrios pudientes”: ni sus propios intendentes viven en las barriadas pobres que gobiernan, todos lo hacen en lugares premium rodeados de los lujos de la abundancia.
Pero el peronismo sí que ha sido eficiente en lograr algo: la riqueza no se le perdona al que la obtiene trabajando, innovando o emprendiendo; a ellos solo les aguarda la envidia. En cambio, aquellos que alcanzaron las mieles de la afluencia porque consiguieron un yeite que raya lo ilegal, deben ser los admirados de la película, el modelo a imitar. En imponer ese modelo el peronismo ha sido eficientísimo. Hay que reconocerlo
¿Cuándo se acabará tanta mentira organizada, como decía la canción de Miguel Cantilo? ¿Cuándo se abrirán los ojos de millones de ciudadanos que, usados hasta ahora como forros, es probable que hayan perdido, no solo la noción de la propia dignidad, sino hasta la capacidad de medir lo que los perjudica?
Sin esa pérdida casi completa de la capacidad de razonar el peronismo no sería posible. Lo fue y lo sigue siendo porque esa capacidad fue fulminada a propósito.
En los próximos meses terminaremos de ver si tanto aluvión populista logró anularla por completo o si dejó abierta alguna rendija suficientemente importante como para que por allí se cuele una saludable dosis de razonabilidad.