El debate presidencial no aportó más que elementos muy chiquitos, todos muy lejos de conformar lo que debería ser un verdadero debate. En realidad, convengamos que este show televisivo toma ese nombre para darle un poco más de pompa a lo que no es otra cosa más que una esgrima ordenada que replica lo que cada uno venía diciendo en la campaña. Contraste de ideas y de herramientas para materializar las ideas, cero.
Ese marco lo obliga a uno a valorizar las pequeñeces y a, supuestamente, extraer de ellas sesudas y suspicaces conclusiones que no se sabe si son completamente ciertas.
En ese terreno de nimiedades hubo cosas que llamaron la atención. Menos de 10 horas antes del debate había estallado en plena cara de la campaña el escándalo de Insaurralde y Sofía Clerici en Marbella.
Uno pensaba que sería el manjar de goce de Javier Milei y de Patrica Bullrich. Para el primero era un ejemplo de manual de lo que él popularizó como casta: una elite privilegiada y poderosa que vive como los reyes de la Edad Media mientras el pueblo se muere de hambre. Para Bullrich era un caso por antonomasia de corrupción y obscenidad kirchnerista para estamparlo en la cara de quien hace pocos días gritaba a los cuatro vientos su amistad con Insaurralde y su convicción de que los vecinos de Lomas no lo iban a olvidar nunca.
Sin embargo Milei ni mencionó el caso y Bullrich solo lo utilizó para tirar una chicana de segundo orden. Raro.
Otro tanto ocurrió con el caso de Chocolate Rigaud, que afecta a peronistas de la provincia de Buenos Aires pero frente al cual JxC aparece como dubitativo y con ciertas señales de culpa.
Resultó muy llamativo que los que aparecieron como televisivamente más serenos y prolijos hayan sido justamente los dos candidatos que no tienen nada que perder y que, claramente, todos tienen por participantes de reparto en esta contienda, Myriam Bregman y Juan Schiaretti.
Massa parecía salido de una cubeta de parafina. Imperturbable frente a los hechos calamitosos que él mismo ha protagonizado en el gobierno, dijo, sin que se le moviera un pelo, que éste no era su gobierno y que, para que todo se arregle, había que esperar al gobierno que sí fuera el presidido por él. Si alguien quisiera explicar en una facultad qué significa ser una caradura no podía encontrar mejor ejemplo que la presentación de Massa el domingo.
En el terreno de las sospechas bajas aparecieron dos momentos sumamente extraños que tuvieron por protagonistas a los mismos actores. El primero ocurrió cuando el ministro-candidato le exigió a Milei que le pidiera disculpas a Bergoglio, cosa que el libertario estuvo de acuerdo no solo en hacer sino en recordar que ya lo había hecho.
No terminó de quedar claro cuál era la trascendental importancia de que Massa le planteara esa exigencia a Milei. Francisco no puede ver a Massa. Este se desvive por una entrevista con él que el Papa siempre le negó. Por el lado de Milei, es cierto que ya había pedido disculpas, pero, en todo caso, más que “tirarle un centro” para que se disculpe, Massa debió haberlo atacado por eso (si cree que, por el buen trato a Bergoglio, pasa el meridiano de la salvación argentina) en lugar de darle la oportunidad de redimirse. Raro.
El segundo fue cuando Milei le preguntó a Massa si era verdad que iba a llevar a dirigentes de JxC a su eventual gobierno, “en especial radicales”, aclaró. Massa no solo asintió sino que habló de convocar a un gobierno de unidad nacional (a lo que Milei respondió que “con los liberales no cuente”).
¿Cuál era el sentido de hacer esa pregunta a Massa? En todo caso debió preguntarle a Bullrich si se sumaría a un gobierno de Massa. Todo hace suponer que, como Milei conocía la respuesta, planteó la pregunta para poner a los votantes más duros de JxC en dudas frente a su candidata. Si hubiera dirigido esa pregunta a Bullrich ésta lo habría negado de plano con lo que esos electores habrían quedado satisfechos.
¿Tenían Massa y Milei un acuerdo para hacerse mutuamente preguntas que les convinieran y que pusieran a Bullrich en aprietos? Nadie lo sabe, pero todo resultó muy raro también.
Bullrich dejó pasar una oportunidad. No hay dudas sobre eso. En inferioridad de condiciones físicas porque estaba muy engripada, solo logró hacerse fuerte cuando Bregman tuvo la brillante idea de traer una vez más la pantomima de Maldonado a la escena y la candidata de JxC literalmente la aplastó con la fuerza de los hechos, con un respaldo inquebrantable a la Gendarmería e incluso dándose el lujo de no decir que el ahogamiento del mapuche trucho fue certificado por 5 peritos que representaban a su propia familia.
El domingo 8 será el último encuentro en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Patricia tendrá allí la oportunidad de redimirse con temas que son más suyos y en donde siempre se ha destacado, como las cuestiones relativas a la seguridad que pelean palmo a palmo con las penurias económicas el terreno de las mayores preocupaciones de los argentinos.
Lo que sería interesante es que la organización de este evento se “libere” un poco más. Todo aparece como demasiado encorsetado y tan lejos de la espontaneidad que el valor agregado de la réplica y el intercambio se pierde. También sería una buena idea que la conducción del evento estuviera en manos de periodistas más naturales y no en las de locutores cuya pasión por estar constantemente trabados (como si fueran fisicoculturistas de la palabra) los asimila más a una especie de robot que a un ser humano común y silvestre.