-Voy a entregar el poder cuando termine mi mandato…
-No voy a nacionalizar los medios de comunicación…
-Cuba es una dictadura…
-Voy a convocar al capital privado para
que invierta en Venezuela…
-Yo no soy el diablo…
Hugo Chávez, antes de las elecciones de 1998
Neville Chamberlain fue un primer ministro inglés cuyo nombre sigue aún hoy asociado a la falta de visión y al hecho de que su ingenuidad o su pusilanimidad permitieron el envalentonamiento nazi y particularmente el de Adolf Hitler para profundizar sus planes de imponer sobre toda Europa una dictadura racial aria que, según sus propias palabras, duraría mil años.
Chamberlain, cuando las intenciones del carnicero de Berlín aparecían claras, nítidas y sin que nadie con un poco de visión realista sobre los acontecimientos pudiera ignorar, creyó que dialogando con el monstruo podría domesticarlo. Más aún, entendió que si accedía a concederle parte de lo que en ese momento Hitler reclamaba como propio (la región de los sudetes checoslovacos) el Führer se calmaría y la paz reinaría en el continente.
En esa inteligencia viajó a Alemania y firmó el pacto de la Conferencia de Munich por el cual se le reconocía a Alemania la soberanía sobre esa región de la entonces Checoslovaquia, país al que no se le permitió asistir al cónclave.
A su regreso a Londres, bajó por las escalerillas del avión blandiendo el documento que, según él, había frenado para siempre el expansionismo nazi. Aquello ocurrió en septiembre de 1938. Tan solo un año después, Hitler invadía Polonia, dando comienzo al drama de la Segunda Guerra Mundial, donde se calcula que el déspota ario provocó la muerte de más de 50 millones de personas, incluyendo 6 millones de judíos en campos de concentración.
Chamberlain y su visión idiota de la realidad de ese momento fueron funcionales al monstruo que se desató, sobre toda Europa y el mundo entero, poco tiempo después de aquel error estratégico.
Nadie sabe lo que habría ocurrido si Chamberlain hubiera decidido oponerse a Hitler en lugar de creer en él y acordar en función de su voluntad. Pero una cosa es segura: todo el mundo sabe lo que ocurrió porque Chamberlain -entre otros- no lo detuvo a tiempo.
La Argentina está gestando sus propios “Chamberlains”. Nadie sabe si aquí hay idiotez, escasa visón estratégica, mala lectura de la realidad, intereses, odio y resentimiento hacia otros oponentes a los que se considera más sacrílegos que el propio kirchnerismo, pero lo cierto es que, a los fines prácticos, un movimiento totalitario que no oculta sus intenciones de ampliar su poder y de expandir sus tentáculos de codicia, corrupción y hegemonía, puede verse favorecido por las conductas concretas de un conjunto de imbéciles que están haciendo todo para que Sergio Massa gane las elecciones de Noviembre.
Gerardo Morales, quizás el capitán más encumbrado de esos pusilánimes, dijo ayer que hará “todo lo que haga falta para que Milei no gane”. Eso y decir que hará todo para que gane Massa es todo uno. Los argentinos deben tener muy bien identificado a este individuo: muchos de los que en el futuro se quejen por la miseria extendida, la falta de horizontes, la pobreza y la extinción final de la libertad deberán recordar el nombre de Gerardo Morales. No es el único, pero sí el que se puso al frente de esta campaña a favor del despotismo y la locura.
Muchos dicen que las verdaderas razones por las que Morales hace lo que está haciendo, son sus propios intereses personales. Dicen que es, fue y será el socio eterno de Massa. Que su familia es un festín de nepotismo en el Estado y que odia con todas las fuerzas de un verdadero resentido todo lo que huela a liberalismo. Prefiere la bota de un déspota a lo que considera un anatema: que la vida de cada uno sea decidida por los ciudadanos de acuerdo a su propio plan de vida y con arreglo a las capacidades, los esfuerzos y las creatividades individuales.
El solo hecho de escuchar juntas todas estas palabras le causa una alergia de tal magnitud que podría matarlo por un edema de glotis.
Claramente no entiende el origen de su partido de la mano de Leandro N. Alem que, si resucitara y lo viera, volvería a morir retorcido por el sufrimiento de escuchar tantas sandeces biliosas.
Muchos, incluso, dicen que no se diferencia demasiado de su archienemiga de comarca, la dirigente indigenista condenada por la Justicia por corrupta y ladrona, Milagro Sala. Cuentan que su pelea es porque ambos aspiran a dominar la provincia como si fuera propia, pero no porque piensen demasiado diferente respecto de qué concepción de vida debería imperar en la Argentina, cuál es el perfil que el país debería tener y cuál es el lugar que la Argentina debería ocupar en el mundo. Quizás todas estas sospechas se confirmen cuando terminemos advirtiendo que el 19 de noviembre ambos votarán al mismo candidato.
¿Cuál será el misterio por el cual para algunos radicales es preferible el despotismo peronista que la aventura liberal? ¿Por qué considerarán más sacrílego a un sistema que deposita en las manos de cada uno el destino de su vida que otro que abduce la libertad de todos para entregársela a una elite minoritaria, autopercibida como iluminada y finalmente corrupta que abusa, en beneficio personal, de los poderes del Estado? ¿Por qué parte del radicalismo, cuando el país llega a una instancia decisiva en donde debe decidir entre la continuidad de un régimen de miseria suficientemente conocido y una opción diferente que propone devolverle a los ciudadanos la libertad que les robaron, se inclina por respaldar la inmundicia que hundió a la Argentina en las profundidades de la miseria?
¿Por qué no rebate a Massa cuando el ministro-candidato para endulzar los oídos radicales, habla impunemente de “mantener la educación pública de calidad” como dando por sentado que la educación que el país tiene hoy es, efectivamente, “de calidad”? ¿Por qué no interpela al peronismo sobre el 50% de pobreza, el 200% de inflación, sobre las interminables prohibiciones y rebencazos a los que son sometidos los argentinos cotidianamente de la mano de un partido que nació en las oscuridades del fascismo y que no ha salido nunca de allí? ¿Se hace Morales todas estas preguntas? Y si se las hace, ¿preferirá contestar que está dispuesto a admitir todo eso a cambio de que el liberalismo no gobierne porque siente por él un odio clasista tan profundo que prefiere un déspota peronista a un presidente liberal? Y por fin, ¿Cuántos “Morales” hay ocultos en el alma de los ciudadanos argentinos? Porque convengamos que Gerardo Morales sería tan solo un payaso resentido si estuviera solo y aislado. Pero… ¿está solo y aislado?
Que los argentinos sean un “Chamberlain colectivo” y mayoritariamente endosen el poder del diablo, los conducirá definitivamente a las profundidades del infierno castrista. ¡Ojalá que Dios ilumine a los ciudadanos para que, con su voto, detengan la voracidad del despotismo!