Probablemente Alejandro Borenstein sea quien mejor maneja la ironía política en el país. No hay otro comentarista que utilice el humor sarcástico de una manera tan brillante como el hijo de Tato. En ese sentido supera incluso a su padre que ponía en la pantalla -y con unas caras y un tono inigualable-genialidades parecidas pero que en realidad habían sido escritas por otros.
Todos los domingos Alejandro se mofa de cuestiones que protagonizan los políticos (de toda clase y color) que, si no tuvieran ese costado cómico que Borenstein explota, serían dramáticas.
Alejandro ha sido también -y utilizando la misma técnica literaria- uno de los más grandes críticos del kirchnerismo a quien ha ridiculizado y puesto en evidencia con extraordinarias caricaturas escritas que, como toda caricatura, destacaban las más groseras aristas de un movimiento delictivo que solo encontró en la política un disfraz adecuado para multiplicar los botines de sus fechorías.
El presidente Javier Milei no podía quedar fuera de sus afilados dardos. Está muy bien y es necesario que esos aguijones irónicos aumenten el volumen de los errores para que todos puedan verlos (incluidos quienes los cometen) y de ese modo se puedan corregir.
Sin embargo, el que quizás sea el sarcasmo preferido de Alejandro contra el presidente me parece que no solo es injusto, sino que es peligroso.
Y obviamente lo destaco aquí porque, antes que nada, reconozco la enorme influencia que Borenstein tiene en círculos de decisión y en la opinión pública en general.
Alejandro no deja de ironizar sobre lo que él llama la “campaña de Milei contra el comunismo mundial”, como dando a entender que el presidente se ha enfrascado en una quijotesca lucha inútil contra un enemigo que no existe más y respecto del cual todo tiempo utilizado en ocuparse de él es un tiempo perdido.
Con toda la admiración profesional que tengo por Borenstein creo que en esto se equivoca. Admito que, quizás, que el presidente de un país remoto (que se hizo remoto por decisión propia porque en realidad estaba llamado a ser protagonista) con muchísimos problemas propios que debe resolver, se esté ocupando de la amenaza que el comunismo representa para la libertad individual, pueda resultar bizarro o grandilocuente. Pero, en todo caso, sería peor que no lo hiciera.
Si en el mundo existen líderes pusilánimes o miedosos que prefieren apelar a la real politik para tratar con un enemigo impiadoso, allá ellos. Pero si alguien por más marginal que sea el peso del país que representa, ha tomado debida conciencia del peligro que significa para la libertad las permisividades que se le concedan al comunismo, debe salir a decirlo a viva voz, donde sea, en todo momento y lugar: a ese Leviatán ni un tranco de pollo.
Gran parte de las ironías que se le gastan a todos los que hablan del comunismo se basan en la idea de que “el comunismo no existe más”, que es “algo del pasado antiguo” y que todo aquel que siga insistiendo con el peligro que representa es una especie de pelotudo muy parecido a los japoneses que, perdidos en las islas del Pacífico, creían que la guerra aún continuaba cuando hacia años que había terminado.
De toda esta idea yo revisaría muy seriamente el concepto de “pelotudez” y me preguntaría muy seriamente quién es el pelotudo. ¿Es el que cree que el comunismo es aún una amenaza para la libertad individual en el mundo o es el que cree que el comunismo no existe más y que, por lo tanto, todo recurso invertido en enfrentarlo es un recurso perdido?
En ese sentido me permitiría recordar que el mayor triunfo que puede adjudicarse un enemigo consiste en hacerte creer que él no existe, algo parecido a lo profetizado por el poeta francés Charles Baudelaire (que Kevin Spacey reproduce en “The Usual Suspects” una película de 1995) “el mejor truco que inventó el diablo fue convencer al mundo de que no existía”.
Es cierto que a los superficiales ojos de muchos el comunismo pudo haber recibido un devastador golpe en los ’90 cuando cae el Muro de Berlín, se unifica Alemania, cae la cortina de hierro e implosiona la URSS en mil pedazos. También es cierto que esa imagen puede haberse visto reforzada por el hecho de que los países antes sometidos a ese yugo oprobioso, progresaron, se desarrollaron, protagonizaron una explosión de libertad y crecimiento que, de alguna manera, oficiaron como una confirmación (para los que aún tuvieran dudas) de la indudable superioridad práctica y moral de la democracia liberal sobre las dictaduras del proletariado.
Pero el comunismo no se dio por vencido. Las fuerzas de la servidumbre se metamorfosearon en distintos movimientos que apelan a “formas democráticas” de participación en la vida política de los países, levantando aparentes banderas que proponen formas más “humanas”, “sensibles” y “justas” de vivir que las que surgen de la cruel frialdad de la meritocracia capitalista.
Esa ola de simulación se extendió por el mundo entero a caballo del fuerte apelativo electoral que encerraban los discursos de la “solidaridad”, del “altruísmo” y de la “justicia social”.
El pequeño detalle es que, siempre, invariablemente, detrás de ese discurso de marketing viene escondida una cúpula, una nomenklatura, la clásica élite de siempre (lo que Milei llamaría “casta”), que una vez que compraste el verso de la igualdad y de la redistribución del ingreso, te estafa quedándose no solo con las riquezas que produce tu trabajo (por que te las confisca vía la compulsión estatal de los impuestos) sino que se queda con tu libertad, con tu capacidad de elegir, yendo tu vida solo a la alternancia entre cumplir lo obligatorio o abstenerte de hacer lo que está prohibido.
Más allá de los disfraces que, volviendo a la pregunta sobre quiénes son los pelotudos, muchos pelotudos han comprado, lo cierto es que la tensión entre la libertad individual (tu vida está en tus manos, depende de vos, solo vos estableces los límites lícitos de tu vida) y la servidumbre (una élite decide lo que podes hacer o no hacer, lo que podés comprar o no comprar, los techos y los pisos de tu vida) sigue tan abierta como cuando el comunismo se floreaba como la nueva verdad revelada.
No me importa demasiado si Milei es o no un personaje relevante en el mundo o si es el presidente de un país sin peso. Lo que me importa es que quienes ocupen lugares de decisión (más allá de si esos lugares son preeminentes o no) tengan conciencia de que la defensa de la libertad no puede desdeñarse nunca y que jamás puede subestimarse el poder de un enemigo que no solo no dejó de existir sino que adquirió formas más peligrosas aún, porque, lejos de ser ahora autoevidente, se ha camuflado con mensajes que hasta nos resultan simpáticos.
¡Salud a la ironía! ¡Qué no muera nunca el sarcasmo! Pero que las garras del engaño no triunfen sobre un conjunto de desprevenidos.