¿Cómo se supone que hace un país para enfrentar al extremo ideológico al que ha estado sometido impiadosamente durante casi un siglo? ¿Lo debe hacer con las herramientas que usa el “centro ideal”, esa especie de materialización del deber ser en donde todo es “correcto”? ¿O lo debe hacer con la rudeza del extremo opuesto que actúe con la única condición de saber que su “dureza” es temporal hasta que el extremo maligno desaparezca y que luego de su triunfo deberá correrse al “centro ideal”?
Cuando un país parece haber tomado la decisión de terminar con las malicias del extremo que lo ha sometido a la miseria, a la injusticia y al robo, entregándole el poder a otro extremo de signo opuesto, es muy usual la aparición de “correctos” que, desde las altas torres del deber ser, dan lecciones morales, urbanas y hasta filosóficas a lo que parecen ser excesos del nuevo extremo.
No es difícil advertir que esas voces inmediatamente concitan el apoyo y el respaldo de muchos. ¡¿Y cómo no iban a concitarlos, si el deber ser es, por definición, inatacable!?
Es natural que las voces de la “moderación” ganen adeptos y muchos se suban al tren que lapida al nuevo extremo. ¿Pero, saben qué? Con la moderación no se combate un extremo y con la moderación no se llegará a un centro moderado: el centro moderado es una estación de llegada pero no la indumentaria con la que se combate al extremo cuya misión última es, justamente, hacer desaparecer al centro moderado.
Las excentricidades, exageraciones y hasta algunos de los exabruptos de Javier Milei no son otra cosa más que pesitas en los platillos imaginarios de una balanza que ha estado notoriamente inclinada hacia el peligroso costado de la servidumbre en la Argentina. Si Milei fuera consciente de que esas son tácticas temporales útiles para eliminar al extremo totalitario, pero que una vez conseguido ese objetivo debe correrse al centro moderado, estaríamos enfrente del fenómeno político que la Argentina necesita justo en el momento preciso.
Pero mientras el enemigo de la libertad esté aún agazapado esperando dar su zarpazo, la adopción de posturas “cool” y “correctas” (y más aún cuando vienen teñidas con una intelectualidad de la que, quienes la esgrimen, carecen en absoluto) no debería causar otra cosa más que asco.
Ese aire de altanería que da el portar un reclamo desde el deber ser es tan groseramente repugnante que cuando se lo contrasta contra el partido a muerte que se está desarrollando en la Argentina entre la esclavitud y la libertad, dan ganas de decir, “baja de la platea, ponete los cortos y vení a jugar porque desde allí es muy fácil alzar banderas de perfección cuando aquí yo estoy chapoteando en el barro de la escasez, de la ignorancia y de la soberbia de algunos que creen que el sol sale del culo de ellos”.
Si el extremo totalitario logra ser eliminado (sí, dije “eliminado”) y el extremo que lo venció se corre al centro moderado, ¿habrá alguien que se lo agradezca? ¿O seguirán transitando sus vidas alegremente como si nada hubiese ocurrido?
Churchill perdió las elecciones luego de haber vencido a Hitler. Ese fue el agradecimiento de las almas bellas inglesas a la figura de un hombre que, de no haber sido por él, las almas bellas hubiesen terminado en un horno.
El hombre del habano y del bombín también era un típico antipático. Pero si la monstruosidad nazi hubiera sido enfrentada con la corrección del deber ser de Chamberlain probablemente Occidente hubiera sido un triste recuerdo sepultado por las fauces del horror.
Pedirle a Churchill la moderación del centro seguro que habría concitado el respaldo de unos cuántos “correctos” que disfrutan de los placeres que son posibles en los sistemas defendidos por los Churchill de la vida, pero que no tienen la menor idea ni en qué están basados esos sistemas ni, mucho menos, cómo se los defiende cuando están en peligro.
Ellos solo saben disfrutar de las heladeras llenas: ahora, de todo lo que hay que hacer para que la heladera esté llena, no tienen la menor idea. Su vida es bucólica. El problema es que para que ellos puedan darse el lujo de que lo sea, otros deben poner en riesgo sus propios huevos.
Yo no sé si los argentinos son conscientes de lo que está en juego aquí. De lo que sí estoy seguro es de que algunos (que por formación, por responsabilidad y por el lugar que ocupan en la vida pública deberían ser los primeros que lo supieran) no tienen la más puta idea. O quizás sí, pero que creen que con las pusilanimidades del mundo “normal” puede enfrentarse a un enemigo voraz y que no conoce límite alguno cuando se trata del poder, de la dominación y de su propia riqueza.
Si algún día llegara la hora de evaluar las responsabilidades que cada uno tuvo cuando la mismísima esencia de la libertad estuvo en peligro en la Argentina, no sé cuál sería el veredicto de la historia para con algunos argentinos que dominan la escena pública.
Querer ganar la aquiescencia de los demás con poses a las que se asume como políticamente correctas, no solo es triste, sino que es cobarde.
Estoy seguro que muchos de ellos, incluso, creen lo contrario: que ellos son los diferentes frente a una “nueva ola” que tiñe el pensamiento momentáneo de la Argentina. Se deben ver como los “contracorriente” que se paran de mano frente a un torrente exótico.
No puedo sentir otra cosa más que lástima por todos ellos: detrás de lo que creen es una mota de razonabilidad frente a la desmesura, no hay más que una triste idiotez que no hace más que darle pasto a las fieras del totalitarismo.