¿Con qué porcentaje de la riqueza de los particulares se quiere quedar el Estado? ¿Qué porcentaje de su propia riqueza estarían, los particulares, dispuestos a entregarle al Estado?
De las respuestas que demos a estas simples preguntas dependerá el grado de progreso, convivencia, armonía y desarrollo que tenga una nación determinada.
Está claro que formular las preguntas es sencillo pero bajarlas a la realidad no lo es tanto. Por empezar el Estado es una entelequia, una simulación jurídica que no tiene vida, ni voluntad, ni decisiones propias que no sean aquellas de las personas que lo conforman. Esas personas tienen, a su vez, una doble entidad porque son ciudadanos particulares (con intereses propios) pero al mismo tiempo, en tanto funcionarios públicos, encarnan y personifican al Estado.
Los particulares, a su vez, son millones de personas caracterizadas por pareceres, puntos de vista, apreciaciones y valores muy diferentes.
De modo tal que no es posible visualizar una mesa imaginaria en donde de un lado esté el “señor Estado” diciendo “yo quiero ‘X’ para poder atender las expensas comunes”, y, del otro lado, el “señor particular” diciendo “yo estoy dispuesto a darte ‘Y’, así que lleguemos a un promedio para poder ponernos de acuerdo”.
Sin embargo, esa situación de tensión no va a desaparecer por el hecho de que sea difícil visualizar a los protagonistas de la negociación: el toma y daca entre lo que el Estado pretende y lo que los particulares están dispuestos a entregar permanece allí.
El Estado de Derecho ha imaginado algunos mecanismos para intentar solucionar este intríngulis. Por empezar -claro está- diseñó un esquema de representación de los particulares para que estos tengan una voz, no unificada, pero que pueda discernir por mayorías “su” postura. Es lo que en general la teoría llama “no taxation without representation”.
Por el otro lado le reconoció al Estado un poder coactivo para exigir que lo que “él” decidió (por las vía de cumplir con la regla de no taxation without representation) sea cumplido por los particulares bajo apercibimiento de algún tipo de sanción.
El problema surge cuando el mecanismo de “representación” falla. Y las razones por las que puede fallar son múltiples.
En primer lugar, los “representantes” -una vez que son elegidos- pasan automáticamente a ser más “Estado” que particulares, con lo cual (como personas con intereses propios en sí mismos) pueden verse tentados a aprovechar en su propio beneficio los privilegios de contar con el poder coactivo del Estado.
En segundo lugar, esos representantes “representan” intereses, valores y apreciaciones ciudadanas muy distintas, lo cual puede tener (y en general tiene) una vinculación directa con la exacción de recursos privados para ser aplicados a necesidades previamente decididas por esos mismos representantes.
Antes de seguir con el galimatías dejemos algo en claro: la única fuente de producción de recursos es siempre privada; el Estado no produce un solo céntimo. Al contrario, sólo aparece en la foto para chupar recursos generados por otros para fondear actividades que él mismo, por su poder de imperio, decide.
Muy bien, sigamos. La permanencia de los “representantes” en los sillones del Estado (lo que les asegura a ellos, en lo personal, privilegios que otros mortales no tienen) depende de que consigan los suficientes votos que les permitan ser reelegidos una y otra vez.
La muestra empírica de la Argentina demuestra que el principal camino que esos “representantes” han encontrado para convocar el voto de apoyo que les permita a ellos mantenerse con el goce de los privilegios estatales, es el de “vender” la idea de que ellos lograrán obtener recursos para derivarlos a los bolsillos de los que los votan (sea bajo la forma de crear obligaciones pecuniarias para unos que terminen beneficiando a otros o de imponer deberes a unos que “mejoren” la situación de otros).
Es decir, la tarea primordial de los “representantes” ha venido consistiendo en dividir a los particulares para que algunos particulares crean que quienes los perjudican son otros particulares.
Como la aplicación del principio de “no taxation without representation” solo puede ser dirimida por mayorías (que una vez que emiten “su” postura ésta pasa a ser la postura del todo) los representantes han utilizado todo tipo de demagogias para concitar el apoyo de grupos de particulares que, a la fuerza de sumarse, conforman aquellas mayorías.
Una vez que esas mayorías se verifican, el principio de “no taxation without representation” se da por cumplido porque, efectivamente, la representación mayoritaria se expidió en ese sentido. El problema consiste (dadas las múltiples verificaciones fácticas que han podido apreciarse en Argentina) en que la exacción de recursos a unos particulares en teórico beneficio de otros solo sirvió para un crecimiento exponencial del Estado con la consecuente acumulación de dinero extraído de los particulares que desapareció.
De nuevo, cuando decimos “crecimiento exponencial del Estado” no nos referimos a una estructura etérea, inasible y fantasmal: nos referimos a personas de carne y hueso que, con el cuento de “representar” a las “mayorías”, han encontrado en ese refugio una excelente vía no solo para vivir bien sino para, en algunos casos, hacerse millonarios a costa del robo y la corrupción.
El mecanismo de la “representación” -al menos en la Argentina- ha resultado en un enorme fraude. Cumpliendo “formalmente” con la idea de que “a los particulares no se les saca dinero de su bolsillo si no es con la aprobación de sus propios representantes”, lo que en realidad se ha hecho es dividir de tal modo la voz que debe dar esa aprobación que, en los hechos, el sistema ha funcionado más bien como un mecanismo por el cual unos particulares les roban a otros particulares por la intermediación de un tercero (los “representantes”) que, a la sazón, se quedan con la parte del león del robo.
En el presente escenario la cuestión no tiene solución. Y no la tiene porque el sistema político está organizado por los “representantes” que lo han amoldado para que el poder coactivo del Estado chupe recursos privados (con la excusa que sea) y ellos se los lleven.
Por eso las preguntas del principio, en un escenario de teoría total, deberían ser respondidas “ex-ante” sin intervención de los “representantes” y sin que estos tengan la posibilidad de modificar la respuesta. Por ejemplo, decir: “los particulares (la sociedad privada que los produce) está dispuesta a derivarle al Estado el 20% de los recursos que ella genera para que con eso el Estado atienda las erogaciones que produzca la administración común”.
La Constitución en su artículo 4 dice textualmente: “El Gobierno federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro nacional, formado del producto de derechos de importación y exportación, del de la venta o locación de tierras de propiedad nacional, de la renta de Correos, de las demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso General, y de los empréstitos y operaciones de crédito que decrete el mismo Congreso para urgencias de la Nación, o para empresas de utilidad nacional”.
O sea aquí hay cinco fuentes de ingresos: 1.- Derechos de importación y exportación; 2.- Venta o alquiler de tierra fiscales; 3.- Renta de correos; 4.- Impuestos, 5.- Empréstitos para urgencias.
De las cinco saquemos la renta de correos (por obvias razones), los derechos de exportación (que todo el mundo coincide que son un impuesto que perjudica al país), la venta de tierras (porque se trata de ingresos no-corrientes) y la toma de deuda (porque la propia Constitución dice que esa opción es para urgencias). Quedan entonces dos fuentes: los aranceles a las importaciones y los impuestos.
¿Cuánto porcentaje de su ingreso los particulares están dispuestos a derivarle al Estado (para que éste haga frente a los gastos de la administración común) vía aranceles e impuestos? Supongamos que, como decíamos arriba, establecemos ese porcentaje en 20% de la riqueza nacional expresada en el PIB (el PIB no es otra cosa que la suma agregada de valor al que una sociedad llega por el desempeño de su trabajo).
El sistema más justo entonces (para la manutención de la administración común), sería establecer un tributo único (flat tax) del 20% del ingreso anual de cada argentino y eliminar de cuajo todos los demás impuestos. Así quien gana $1.000.000 de pesos anuales pagará $200.000 anuales y quien gane $1.000.000.000, pagará $200.000.000 anuales.
Nótese que cuando nos referimos a los gastos del Estado, siempre aclaramos que esos gastos existen para hacer frente a la “manutención de la administración común”. Es decir, bajo esta idea, al Estado (es decir a las personas que se sientan en sus sillones) se le resta todo poder para extraer recursos de unos particulares para derivarlos (teóricamente) a los bolsillos de otros particulares. Eso terminaría con la demagogia, el populismo y el yeite de ser “representante”.
Lo digo yo antes que ustedes: IMPOSIBLE. No hay forma de que un sistema así sea implementado. Si bien el Acta de Mayo compromete a quienes la firmaron a reducir el gasto del Estado al orden de los 25 puntos del PIB, eso requeriría que los particulares unánimemente digan que no están dispuestos a que se les saque de sus bolsillos más del 25% de su ingreso.
El problema comienza cuando algunos particulares dicen “no quiero que me saquen a mi más del 25% de mi ingreso… Es más, quisiera que no me saquen nada… Pero sí quiero que le saquen el 40 a Juan, porque él sí puede…”