"El oro de Moscú”
Vertiente patológica de la superstición del peronismo, el kirchnerismo en realidad es el peronismo del siglo veintiuno.
Siglo vigente que mantuvo como referente sustancial de la izquierda latinoamericana a Hugo Chávez, El Comandante.
Dispendioso conductor de la utopía de la Revolución Bolivariana.
Con el elevado precio del galón de petróleo, el comandante Chávez suplió la fantasía que durante el siglo veinte deparaba “el Oro de Moscú” (libro homónimo del ensayista Isidoro Gilbert).
Siglo corto, para otro estudioso superior, Eric Hobsbawm. Por la marcada preeminencia de la “guerra fría”.
Drama extendido de ajedrez, jugado entre la demacrada democracia occidental y el sistema arbitrario del comunismo real.
Extendido desde el final de la Segunda Gran Guerra, en la Yalta de 1945, hasta la evaporación total de la Unión Soviética, transcurrida en el inicio de 1990.
Justamente cuando se imponía, en la Argentina, la vertiente patológica del menemismo, para adueñarse de la superstición del peronismo.
En efecto, Carlos Menem, El Emir, segundo jefe del peronismo pragmático que se jactaba de la categoría de «ideología del poder».
Pero de un poder que signaba, precisamente, las claves de la misma ideología.
Entonces Menem encabezaba desde el peronismo la transformación capitalista, con la leve alteración de la retórica precaria de tres ejes fundamentales.
Justicia Social. Soberanía Política e Independencia Relativamente Económica.
La cuerda corta de la Unión Soviética
Años de intensa liviandad teórica.
El inapelable referente de la izquierda latinoamericana era Fidel Castro.
Desde La Habana, Fidel solía fustigar al imperialismo. Lo tenía a maltraer mientras bajaba la línea esclarecida.
La ceremonia transcurrió durante décadas. Hasta que a Fidel se le acabó repentinamente la cuerda corta de la Unión Soviética.
Cuando afortunadamente para Castro el galón del petróleo de Chávez se preparaba para suplir las fantásticas oxigenaciones inspiradas en «la cadena de felicidad» que distribuía simbólicamente el “Oro de Moscú”.
En adelante Fidel, como muy pronto Daniel Ortega, El Gallito de “la dulce” Nicaragua sandinista, clausuraban la condición de rebeldes del siglo corto para ser, en adelante, meros conductores inciertamente equivocados del deterioro registrado en la caricatura del siglo veintiuno.
Para concluir en la explícitamente lenta devastación del bolivarianismo, tristemente representado en la penúltima aventura de Nicolás Maduro, El Colectivero que tuvo la suerte personalmente excesiva con la superstición del socialismo.
En coincidencia con los vientos huracanados del chavismo, la patología kirchnerista adoptó, para el peronismo, la máscara humanitaria de la izquierda.
Para suplir la máscara menemista de aquella derecha neoliberal que distinguió al histórico Movimiento, consagrado simplemente como «el peronismo de los 90».
Epopeya del Trío Melodías
En el ciclo de la plenitud, la epopeya evaporada de la superstición bolivariana mantuvo como referente mesiánico a Hugo Chávez.
Aunque el aliado Lula -sindicalista de principios que aún preside Brasil- ya era infinitamente superior. Estadista tan lúcido como sólido.
Juntos, Lula y Chávez supieron complementarse en armonía ejemplar con el presidente argentino, oriundo de la Patagonia.
Néstor Kirchner, El Furia, tercer y último jefe del peronismo supersticioso.
La epopeya del Trío Melodías (Chávez, Lula y Kirchner) registró como logro máximo el bolero de la emboscada fatal que oportunamente le tendieron a George Bush junior, el inofensivo presidente de Estados Unidos.
Ocurrió en la pomposa Cumbre del ALCA, en Mar del Plata, cuando Chávez financió, mediante algunas decenas de galones, la programada Contra Cumbre.
El Trío Melodías se encargó entonces de la paciente tarea estratégica de desmantelar a “los gringos” el sueño del ALCA.
La ilusión del Libre Comercio de las Américas.
Cuando el subcontinente se esmeraba en demostrar los atributos diplomáticos para procurar las concesiones eventuales que Estados Unidos y Canadá podían disponerse a entregar.
“Los gringos” convocaban para participar de la celebración del festejo del libre comercio.
Entre los fragmentos deshilvanados de “las Américas”.
Desde la inmensidad rentada de Alaska hasta las nieves románticamente tenues de Tierra del Fuego.
Pero los equivocados del Trío Melodías en el fondo la pifiaron con enfático heroísmo.
Para deslizarse entre la placidez inocente de la adolescencia geopolítica.
A los efectos de tomar el envoltorio del ALCA y mandarlo, en efecto, “al carajo”.
Para ver de pronto alejarse, sin pena y con torpe gloria, desde la estación abandonada, el tren fantasma de la integración.
La sorpresiva impertinencia
Aburrimiento de la cronología. En octubre de 2010, Kirchner cometió la sorpresiva impertinencia de morirse.
En vísperas de la próxima enfermedad, Chávez acompañó sensibilizado la ceremonia mortuoria del Furia hasta el cementerio de Río Gallegos.
Exactamente donde Lázaro Báez, El Resucitado, iba a lanzarse a construir una bóveda fraternal, ambiciosamente deplorable.
Al margen del afecto, que en todo caso podía ser sincero, con las expresiones de solidaridad Chávez portaba el vibrante deseo inconteniblemente geopolítico de influir sobre las decisiones soberanamente hereditarias de La Doctora.
Para que la viuda poderosa no “se comiera”, sin siquiera digerir naturalmente, la operación trágica que habían tramado “los gringos”. Contra los hermanos de Irán.
Socios estratégicos de Venezuela en el dispendio del petróleo.
“Pero también socios, Doctora, del hermano Lula”.
El Maduro personal, modo de empleo
Tres años más tarde, mientras La Doctora sepultaba sus méritos, junto al agotado Canciller Héctor Timerman, entre los pliegues despelotados del Acuerdo con Irán, Chávez se permitía cometer la similar impertinencia de El Furia.
Con el dramatismo cubano del bolero de la muerte, Chávez signaba la agonía keynesiana del bolivarianismo.
Diez años después, con ostensibles 79 años, Lula, el viejo sindicalista de San Pablo, se propone aún sobrevivir al comando del poder real.
Mientras el continuador, el heredero del aliado extinto, Nicolás Maduro, se dedicaba a la devastadora faena de administrar la decadencia.
Hasta convertirse, entre los escandalosos papelones del desenfado electoral, en el problema prioritario de política exterior, que atormenta a Lula.
Pero en el interior de Brasil.
Al cierre del despacho, Ortega, El Gallito de la Nicaragua “violentamente dulce”, se inspira en la utopía póstuma de Chávez para convertirse paulatinamente en su propio Maduro. En el Maduro personal, modo de empleo. Emblema apasionante de la patética declinación de la trayectoria que fue revolucionaria.
No le hizo falta, al Gallito Ortega, ni siquiera recurrir a la insolencia de morirse para generar la transformación abominablemente personal.
Para pasar de ser aquel líder rebelde del sandinismo de 1979, a ser el paradigma espeso del autoritarismo irreverente del presente más áspero.
Complementado con la sistémica represión.
Cóctel horrendo al que se le suele agregar, como aderezo, la guinda espesa de la corrupción.
Para compartir selectivamente con las muestras elementales del esoterismo de bajas calorías, la obsecuencia a la carta y los gestos, en efecto, de mafiosa lealtad.