A raíz del escándalo provocado por la salida a la luz de la violencia física ejercida por Alberto Fernández sobre su mujer mientras era presidente y antes, durante y después de que ella estuviera embarazada y los argentinos en prisión por regulaciones que él mismo dictaba en pandemia, se ha abierto un debate sobre la capacidad de mutación del peronismo para reconstruirse como si estuviera hecho del mismo tipo de mercurio que Terminator.
Los estentóreos dislates públicos que el peronismo ha protagonizado poco menos que desde que nació, le dan mucho sentido a la duda de porqué la Argentina no pudo superar la tragedia del peronismo y de porqué ese movimiento siempre logró rearmarse y volver desde lo que muchos consideraban sus cenizas, desde el circo de Isabelita hasta los bolsos de López y desde los confesos crímenes de organizaciones peronistas de ambos extremos de los ’70 hasta los espectaculares atracos del kirchnerismo en los 2000.
Sin dudas ese fenómeno de supervivencia frente a hechos que en otros países hubiesen significado el fin de, no solo de sus protagonistas, sino también de los partidos o movimientos a los que pertenecían, obedece a muchas razones.
En primer lugar hay que destacar el hecho de que quienes se suponía estaban en posición de superar los estragos peronistas y ofrecer a la ciudadanía una alternativa mejor, no lograron hacerlo.
Sin embargo esta incontrastable realidad está sazonada por algunos matices. El peronismo siempre conservó una enorme capacidad de daño y obstrucción para con las políticas que cualquier otro partido pretendiera implementar.
Esto a su vez, en mi criterio, se debe a varias razones. Una de ellas es que, por la propia génesis corporativa y genuflexa que su creador le dio al movimiento, el peronismo dio a luz a verdaderos fanáticos que tenían sus propios intereses personales (de poder y pecuniarios) atados a la supervivencia del engendro. Por eso esos arietes que fueron copando el Estado y los sillones de decisión en varias instituciones de las fuerzas vivas de la sociedad no dudaron en sabotear los proyectos que pudieran hundir al peronismo para siempre ya que, su hundimiento, significaba el hundimiento de ellos.
Algunos partidos que, por su extensión territorial, antigüedad y base social habrían tenido la oportunidad de presentarle al país una plataforma diametralmente opuesta a la del peronismo, no tuvieron, en los momentos precisos, mejor idea que -en lugar de diferenciarse del peronismo- tratar de imitarlo.
Así, por ejemplo, en 1957, el radicalismo promovió la idea que llevar al texto de la Constitución de 1853 un perfecto resumen del corporativismo fascista-peronista con la incorporación al texto de la Ley Fundamental de un artículo (así llamado “14 Nuevo” o “14 Bis”) que introduce un formidable choque de concepciones de vida completamente antitéticos e irreconciliables que trajo aparejado el afianzamiento y expansión de un determinado tipo de orden jurídico que, no solo estaría destinado a profundizar los problemas de la Argentina, sino también a ser la base nada menos que constitucional de la perdurabilidad peronista.
Los distintos sectores sociales que defendían doctrinariamente las ideas de los Padres Fundadores de Santa Fe (asociados con la libertad de comercio, la apertura económica, el mérito como forma de ascenso social, la educación en los valores republicanos tradicionales y la supremacía de la soberanía individual) no tuvieron mejor idea que buscar el respaldo de las Fuerzas Armadas para interrumpir procesos populistas o aquellos gobiernos en donde ellos veían la continuidad de la influencia peronista. Error criminal. ¡A quién pudo ocurrírsele que una organización esencialmente nacionalista y fuertemente infiltrada por el peronismo como el Ejército podía ser el vehículo para reestablecer los valores liberales y de libre albedrío que el peronismo había puesto en jaque!
El peronismo también se las ingenió para infiltrar las estructuras de otros partidos con hombres y mujeres dispuestos a camuflarse como “otra cosa” mientras el peronismo pasaba uno más de sus malos momentos, pero siempre listos para volver a las fuentes del fascismo colectivista cuando el mal momento hubiera pasado.
La simple reproducción geométrica del peronismo (porque era, dada la conformación geológica del Estado, la plataforma que proporcionaba el camino más corto a tener un ingreso proveniente del Tesoro Público contra una contraprestación muy “liviana” en términos de trabajo y esfuerzo efectivo) hizo que le fuera muy difícil a otras fuerzas políticas reunir el volumen humano necesario para ocupar la administración con gente propia y reemplazar todos los agentes peronistas que, de continuar en sus puestos, serían (como lo fueron y lo siguen siendo) quinta-columnas en los planes de gobiernos alternativos al peronismo.
El fenómeno de PRO-Cambiemos es muy sintomático en ese sentido. En primer lugar, para pensar en ganar unas elecciones, Mauricio Macri -un líder no peronista pero que había coqueteado con dirigentes peronistas en el pasado como Felipe Solá y Francisco De Narváez- tuvo que hacer una alianza con Ernesto Sanz (líder del partido que nunca se había animado a controvertir el corazón corporativo-fascista del peronismo) y con Elisa Carrió (otra política que más allá de sus posturas “moralistas” siempre atacó el corazón liberal de la Constitución). En los genes de esa asociación ya estaban metidos los barullos que iban a terminar con ella.
La incapacidad para hacer andar un programa de cambios profundos -porque la propia coalición de gobierno presentaba criterios muy diversos frente a los mismos problemas- más el constante sabotaje peronista, hicieron que el experimento fracasara y -más allá de que toda la Argentina había visto por televisión a figuras prominentes del kirchnerismo arrojar bolsos con millones de dólares producto del robo al pueblo tras los muros de un convento- que el peronismo arrasara en las primarias del 11 de agosto de 2019, verdadera fecha en que, de la mano de la jefa de la banda, Cristina Kirchner, Alberto Fernández llegó al poder.
Contrastar lo que está ocurriendo hoy con la convicción de que, entre otras cosas, millones de idiotas útiles volvieron a votar a los delincuentes porque un video de campaña mostraba un par de macetas viejas y un conjunto de hojas secas en una parrilla en desuso, no puede causar menos que indignación. Quizás la misma que tuvieron otros cuando, a pesar de que Perón fue beneficiado por la prescripción en causas en donde tenía orden de captura por abuso de menores, ganó las elecciones de 1974 con el 62% de los votos.
Ese sentimiento no debería olvidarse cuando se plantea la duda del comienzo: ¿cómo es posible que la Argentina (y los argentinos) no logren superar al peronismo y éste, pese a sus groserías (por ser suaves) siempre se las ingenia para regresar?
¿Fue posible el peronismo porque los argentinos somos como somos? ¿O los argentinos somos como somos porque el peronismo nos hizo así? ¿Era la Argentina “peronista” antes de Perón? ¿Fue Perón la causa o la consecuencia del estado de cosas terminal que el país sufre hoy?
¿Será Milei el presidente que pueda cortar esta capacidad peronista para volver, como el Ave Fénix, de lo que todo el mundo parece reconocer son sus cenizas? ¿Podrá Milei esterilizar las capas geológicas de peronismo que infestan la administración pública? ¿Tendrá LLA la masa de volumen humano propio para no depender de ningún infiltrado?
En las respuestas a estas preguntas yace la solución al misterio de saber si, una vez más, el peronismo logrará presentarse como el salvador de todos cuando las evidencias demuestran que siempre fue una máquina de salvarse a si mismo… a costa de todos.