En su largo, continuo e irrenunciable derrotero hacia perder toda excelencia o al menos una mínima cuota de calidad social, económica, política, intelectual, educativa, ética y moral, Argentina se ocupa día a día de empeorar un poco más su nivel en todos esos aspectos, si eso fuera posible.
El estilo, el contenido, las palabras y el formato de la discusión pública es precario, grosero, agresivo, insultante a las personas y a la inteligencia. Lo mismo ocurre con el grado de formación, cultura y pobreza intelectual de quienes supuestamente son referentes de la discusión de los también supuestamente grandes temas nacionales.
Bastaría analizar las últimas semanas para comprender cuánto ha descendido la calidad de intercomunicación entre los ciudadanos, incluyendo al sector de líderes políticos, institucionales, comunicacionales, expertos, periodísticos y dirigentes gremiales y gerenciadores explotadores de pobres.
Esas prácticas garantizan tal precariedad de pensamiento y de comunicación que son el sueño de cualquier aspirante a autócrata o dictador. Nada más útil a ese propósito que dividir con mil tajos a la sociedad, para que se ofenda, se indigne, se enfrente uno contra otro, tema a los chantajes, los carpetazos, los espionajes, se resienta, se envidie pierda el tiempo escandalizándose, defendiéndose, atacándose, acusándose, descalificándose. Esa desunión es fundamental para impedir la unión contra el verdadero enemigo común. También para desviar la atención sobre problemas, responsabilidades y hasta delitos de fondo, ocupados todos en una sarta de discusiones baratas y bastardas.
¿Quiénes son los culpables, autores o beneficiarios de semejante situación? Si bien es cierto se podría argumentar que toda la sociedad es la culpable, son quienes detentan el poder los que provocan ese efecto. Hasta los científicos y los que posan como tales han adoptado el insulto y la descalificación como herramienta de argumentación. Es un formato más de intimidación o cancelación, para ponerlo en términos comprensibles a los paladines de la modernidad idiomática y de debate.
Insultar y descalificar
El kirchnerismo en todos sus formatos hace mucho que viene utilizando el mecanismo, lo hizo sistemáticamente, y el propio Alberto Fernández (junto con el otro Fernández) insultaba sistemáticamente en la época en que era Jefe de Gabinete del matrimonio funesto. Lo hicieron todo el tiempo sus funcionarios, sus militantes, adeptos y beneficiarios. También los seguidores macristas se tomaron el trabajo de insultar y descalificar quienes osaban formular cualquier crítica a su gradualismo, del que Milei era abanderado en ese momento previo a su conversión paulina a la economía austríaca.
El mileísmo llevó ahora a otro nivel esa práctica, hasta sistematizarla. Partiendo de los otros dos catetos de su triángulo de hierro y de ejércitos de bots y trolls, hasta el mismísimo presidente de la Nación, que se ocupa de insultar periodistas y de llamar burro a todo el que no coincide con sus ideas, lo que no solamente no guarda un estilo académico, sino que no siempre está apoyado en la seriedad teórica.
El reciente decreto que cercena el derecho a pedir información pública es la culminación del desprecio por la opinión pública que no coincida con el pensamiento presidencial. Un acto de autoritarismo inaceptable pero convenientemente disimulado por el gobierno.
Cuando el residente sostiene que ha cumplido con sus promesas electorales y cualquiera con cierto conocimiento lo contradice con argumentos técnicos, los insultos y descalificaciones llueven sobre el desafortunado crítico. En vano es que se muestren una y otra vez los videos donde en reportajes amigos sostenía que su ajuste sólo afectaría a la política, frase en la que hoy nadie puede creer, junto con otras propuestas económicas que nunca se respetaron.
A esta degradación se suma el conventillo de las historias sexuales y amorosas de la casta, ese gran fantasma intocable al que tan bien apuntara en campaña el primer mandatario pero que sigue intocable. El sainete de las infidelidades y aventuras ha hecho olvidar los delitos y errores o deficiencias de gestión. Eso incluye los despropósitos de la resucitada y peligrosa SIDE kirchnerista y la justicia venal garantizada por el manoseo a la Corte.
Miles de horas de comunicación tanto en los medios tradicionales como en las redes se dedican a estudiar el ojo en compota de la ex compañera del expresidente, o las frases de la popular audodeclarada novia presidencial. O la prosperidad de la ex esposa de Insaurralde, o las depravadas costumbres de los intendentes, funcionarios y legisladores del kirchnerismo.
Enfocan la lente en las mujeres que simplemente ejercieron una opción económica personal, pero liberan de toda investigación los delitos de Fernández, o de Insaurralde, o la barbaridad inconcebible de sostener la candidatura vergonzosa del juez Lijo, o la impunidad virtualmente garantizada de Cristina Fernández, un apellido ya emblemático como el de Corleone.
La preocupación son los perros del Presidente. O sus novias. O las del expresidente. O el intercambio tuitero entre la exmandataria y el actual, digno de conventilleros de cuarta, que desvían la atención de lo que realmente importa. El faux pas de Abdala es proyectable a toda la casta. Como lo es la reventa de pasajes. Y aun así, son de una importancia infinitamente menor a la corrupción que también involucra a la justicia.
Los comentaristas y conductores de los canales de TV más importantes parecen panelistas de farándula dedicando toda su transmisión a las declaraciones, filtraciones, operaciones, chimentos barriales y similares del caso de la llamada ex primera dama, de paso tirando la culpa sobre las copartícipes necesarias, y olvidando el tema de los seguros, y de paso el misterioso caso de las viviendas prestadas por amigos, o de cualquier otro negociado.
A su lado, las panelistas de los programas de farándula de la tarde-noche parecen avezadas comentaristas políticas, opinando de ojito sobre los temas centrales. Se llama cortina de humo. Un mecanismo para alejar de la discusión los debates fundamentales.
El oficialismo revolea y expulsa legisladores sin sentir la necesidad de explicar las razones, en línea con su idea de infalibilidad que le hace creer que no debe dar explicaciones. Varias diputadas de LLC, como para no ser menos que sus inimputables colegas kirchneristas, actúan también como conventilleras, restándole todo rastro de seriedad a la política.
Casi sin excepciones
La columna está usando sistemáticamente el término “conventillo” para definir el escenario político nacional. Y también a sus protagonistas, casi sin excepciones. Dentro de las realidades que se han olvidado gracias a la discusión sobre la paternidad y gestación del hijo de Fabiola Yáñez hay hechos fundamentales que se olvidan. Como se olvidan con la disputa mediática entre el presidente y la procesada expresidente, transformada en otra argucia mediática en la que Milei cayó casi infantilmente.
El tema de fondo en la lucha contra la inflación y aún por el crecimiento es el control cambiario. Esa es la razón principal de ambos dramas. El cepo es sólo una exageración desesperada a ese control de cambios. En ella cayó la no-doctora y cae ahora el no-doctor al no querer salir del cepo justamente por querer mantener el control cambiario, que sólo le conviene al prebendarismo de los que lucran con el proteccionismo. Subyacentemente, es la expropiación sistémica de los dólares de los privados. Un ataque a la propiedad que han caído todos los ministros de economía, en definitiva amantes del “ancla cambiaria”, keynesianos, como diría el presidente. Ni siquiera la alegada formación del actual mandatario explica bien el efecto del control de cambios sobre el fenómeno inflacionario. Tampoco la apelación a una rara bimonetariedad argentina de la expresidente y vicepresidente.
La disputa inventada por la viuda en la que quedó enredado Milei por apresuramiento es falsa. Ninguno de los dos quiere eliminar el control cambiario. Eso es un cambio de fondo en la propuesta de LLA que no se está teniendo en cuenta. Algo parecido al gradualismo de Macri, quién sabe requerido por quién o en base a qué acuerdo previo.
El conventillo fue un sistema habitacional surgido a principios del sigo XX para albergar a los inmigrantes con pocos recursos y a un sector de marginales y bohemios minoritarios. Viejas casonas de las que hoy se puede ver alguna en San Telmo, con un gran patio central y habitaciones en chorizo, con un piso superior que tenía un largo pasillo externo en forma de balcón de hierro por el que se accedía a las habitaciones, que se alquilaban individualmente con un baño común en cada piso.
En esas casas convivían trabajadores, prostitutas, estafadores menores, carteristas, artistas callejeros, poetas, saltimbanquis, proxenetas, mendigos profesionales, desocupados, gente de bien y gente de mal. Allí todo se sabía, los códigos eran duras y las mujeres peleaban por sus hombres y por su vida. De ahí viene el término “conventillera” que define a ese tipo de temperamentos.
Alberto Vacarezza, el precursor del teatro nacional, creó sus famosos sainetes, que relataban esa tragicomedia con todo su drama y su pintoresquismo. Su obra más famosa, un clásico absoluto de las tablas argentinas, se llamó El conventillo de la Paloma. Hoy don Alberto sería un preclaro analista político. También entre otros famosos, escribió otro sainete: Atorrante. Pero elaborar sobre su simbolismo requeriría un curso de lunfardo, y dejaría un tendal de ofendidos. La política local es exactamente eso. Un sainete y un conventillo.