¿Cuándo es el momento en el que la repetición de una metáfora pierde esa fuerza ejemplificadora que parecía una genialidad irremplazable cuando apareció por primera vez? Y una pregunta más: ¿El hecho de que esa metáfora ya no tenga ese poder de subyugar a todos por su originalidad es suficiente para ya no usarla o, peor aún, para creer que ya no sirve o que no es correcta?
La Argentina es un país tan difícil de explicar (tanto más cuando uno intenta hacerlo frente a un extranjero) que el recurso de echar mano a metáforas se ha convertido en una especie de competencia para ver quien encuentra el paralelo más original en un ejemplo que reproduzca las originalidades nacionales.
Dentro de esas metáforas, la del drogadicto o el alcohólico que, privado de su vicio, experimenta efectos durísimos y muy dolorosos en medio de las explosiones de la abstinencia, ha sido sin dudas uno de los más logrados para ejemplificar una vida inflada de mentiras que, alimentada por un veneno continuo, no solo se acostumbró a sus efectos, sino que terminó por hacerle creer a la víctima que esa era la verdad de la existencia.
Precisamente, cuando los anabólicos se retiran, el retorcimiento psicológico y físico que supone el descubrir la verdad verdadera produce -paradójicamente en los primeros tiempos de ese choque- efectos aun peores que los que el dopado sentía cuando se drogaba.
La Argentina vivió bajo los efectos de estas drogas ocho décadas como mínimo. Alucinógenos de todo tipo le fueron suministrados para hacerle creer que la realidad tenía formas diferentes a las de la la realidad “real”. O de que era posible “inventar” una “realidad argentina” diferente de la realidad que impera en otros países. Una realidad que incluso desafiara lo que en otros lugares se tenia como no otra cosa más que el imperio del sentido común.
Se llegó incluso a hacer de esa tarea ciclópea de inventar un mundo maravilloso propio, un sinónimo de un nacionalismo chauvinista de tal magnitud que, el que intentaba desafiarlo bajo el argumento de explicar que las cosas no eran así en otros países, recibía los epítetos más duros en cuanto a su compromiso con las raíces de la patria: allí aparecieron los “cipayos”, los “vendepatrias”, los que trabajaban al “servicio de recetas foráneas”.
Esa idea de la “receta foránea” fue una etiqueta que se le pegó en la frente a todo aquel que hubiera intentado sugerir la aplicación de métodos económicos, sociales o culturales que fueran comunes en otras latitudes.
La idea de una excepcionalidad argentina (pero no basada en que los argentinos eran un pueblo tocado por un destino manifiesto sino que los argentinos podían desafilar la ley de gravedad sin consecuencias) cobró la fuerza de una convicción indiscutida después de que, durante décadas, efectivamente el país se diera el lujo de aplicar los más extravagantes retorcimientos (especialmente en el área económica) para sostener una vida artificial.
Generaciones enteras de argentinos se acostumbraron a creer que lo imposible era posible. Pero -de nuevo- no en el sentido de los soñadores que, impulsados por una pétrea convicción, avanzan hacías sus metas desafiando obstáculos mientras admiten las verdades de la lógica o del sentido común, sino en el sentido de que los argentinos eran un pueblo que -literalmente- podía cagarse en lo que el resto del mundo respetaba porque, nosotros -de la mano de Perón- le habíamos encontrado la vuelta a la fórmula de la rueda cuadrada.
Al tope de esas convicciones (que desafían los límites de las leyes económicas que gobiernan el sentido de las necesidades y de los recursos) se ubicaba la idea de que era perfectamente posible construir una sociedad en donde el dinero público solvente las necesidades de todos más allá de los límites fácticos que impone el sentido natural de los recursos escasos.
En ese sentido, la frase de Eva Perón “detrás de cada necesidad hay un derecho” sirvió para que, naturalmente, se solidifique el convencimiento de que, no importaba de qué manera, la existencia de una necesidad debía ser cubierta por la mano generosa del Estado, con independencia de su fuente de financiamiento.
Para empeorar aún más la situación (aún cuando con el tiempo se comprobó que esa mecánica estaba muy bien pensada para aceitar los mecanismos de una formidable corrupción) a la exigencia de cubrir una necesidad se le buscó un fin noble, aceptado por todos, respecto del que fuera muy difícil ponerse en contra y bajo cuya denominación se lograra el consenso popular que justificara la violación de cualquier principio económico con tal de que la finalidad se cumpliera.
La concesión de “derechos” aparentemente gratuitos (violando el principio económico de que no hay tal cosa como un “almuerzo gratis” porque alguien finalmente lo paga) fue el anabólico preferido que el populismo utilizó para drogar el cuerpo social argentino y, con ello, mantener el poder.
Es por eso que, pese a lo gastada que pueda estar la metáfora de la droga, vuelvo a ella para explicar lo que está ocurriendo con la discusión alrededor del financiamiento universitario.
No hay dudas que, desde Sarmiento, la Argentina se distinguió de sus pares latinoamericanos porque aquí se le dio prioridad a la alfabetización y a la educación del pueblo. Mentes brillantes salieron de las aulas públicas como Saavedra Lamas, Leloir, Milstein, Borges y otros tantos que se diseminaron por el mundo asombrándolo por sus capacidades.
Sin embargo, en un proceso que empezó fuertemente en los años ’60, la educación universitaria -principalmente- fue inoculada con un alto grado de politización que rivalizó con el objetivo principal de la universidad que es la de formar profesionales aptos para servir a la sociedad con su trabajo.
Lentamente la universidad pública (solventada con recursos limitados de todos los argentinos) se fue convirtiendo más en un centro de entrenamiento para jóvenes con veleidades de políticos que en un lugar para formarse con habilidades aptas para trabajar.
Una vez más, detrás del fin noble “de la educación gratuita”, nacieron infinidad de intereses “particulares” que vieron la oportunidad de tener una vida mejor a cambio de un esfuerzo menor. La diferencia entre la mejor vida y el esfuerzo menor la pagaría la sociedad y quedaría “disimulada” bajo el fin aceptado por todos de “financiar la educación pública”.
Si bien se mira, no se trata de otra cosa más que de un capítulo más de la larga historia argentina de encontrar un buen yeite que le permita a algunos vivir mejor a costa del Tesoro Público y, encima, con la bandera de defender un objetivo noble aceptado por todos.
A su vez, en el específico punto de la universidades públicas, los gobiernos peronistas corruptos encontraron una forma indirecta de canalizar dineros públicos que se robaban bajo el disfraz del financiamiento a la “educación pública”. Cualquiera que alzara la voz contra esas prácticas inmediatamente recibía el rótulo de “cipayo vendepatria” que estaba en contra de la educación pública.
La llegada de Javier Milei al gobierno -para seguir con el ejemplo de las drogas- se pareció mucho a la intervención shockeante de un médico que corta los estupefacientes de golpe: de repente el chorro de anabólicos se detuvo. Cada filamento del organismo que esperaba su dosis diaria se estremeció. Venían recibiendo la ración diaria (no importaba el costo, aunque este fuera cada vez mayor) por lustros. Ninguno de esos “filamentos” se planteó nunca qué ocurriría si, alguna vez, llegara alguien a preguntarles cuál era el justificativo para que el Estado bombeara dinero de todos los argentinos a esas dudosas terminales todos los santos días. Las universidades, menos que menos: ellas estaban protegidas bajo el mantra social de “la educación pública”.
No es el propósito de esta columna poner en discusión la prioridad que debe tener la educación pública. Aunque podríamos discutir si ese esfuerzo la sociedad debería hacerlo aun en el nivel terciario (en lugar de reforzar los cimientos fuertes de una educación primaria y secundaria de excelencia) no lo vamos a hacer: vamos a dar por cierto que, aún el el nivel universitario, el esfuerzo colectivo de todos los argentinos le debe pagar los estudios de grado a la ínfima proporción de ellos que llega a cursarlos.
Pero aún así, suponiendo que la “necesidad” de un argentino de cursar la universidad le otorgue inmediatamente un “derecho” (en palabras de Eva), ese ideal no puede independizarse completamente de la lógica económica que impone el sentido común.
De modo que la discusión que tenemos delante no debe plantearse entre los “bienaventurados que defienden la educación publica” y los “hijos de puta que quieren cortarla”: ese es un sofisma malintencionado. De lo que se trata aqui es de saber cuál es el camino más justo para que el dinero, que con mucho esfuerzo aportan los argentinos al Tesoro Público, sea recibido por aquellas universidades que cumplan con ciertos patrones de performance que tornen justificada la asignación de las partidas.
Entonces, que quede claro: no se está aquí desfinanciado la universidad pública sino estableciendo elementos de medición que permitan saber que los dineros del pueblo van donde es justo que vayan.
Solo a título de ejemplo damos aquí algunas sugerencias de cuáles deberían ser algunos de esos patrones que las universidades deberían cumplir para ser acreedoras de las partidas públicas que, cuando se les da a ellas, evidentemente significa que se les saca a otras prioridades.
1) Tasa de egresados sobre ingresados
2) Promedio de los egresados
3) Tiempo promedio de los egresados en las cursadas
4) Total ausencia de mensajes de ideología adoctrinante
5) Excelencia docente medida por evaluaciones periódicas
6) Seguimiento profesional de los egresados para medir la utilidad de los que Universidad les enseñó
7) El servicio de prestación universitaria no puede ser interrumpido porque tampoco se interrumpen los pagos que la sociedad hace para solventarlo
8) Evidencias de la productividad docente, medida por el rendimiento comparado que tiene los alumnos estresados de universidades similares a las argentinas como mínimo de países de la región
9) Ausencia completa de actividad política en los claustros: la sociedad no tiene por qué pagar las veleidades dirigenciales de los estudiantes, que podrán despuntar esa vocación fuera de las aulas y a su costo
10) Dedicación exclusiva de docentes y alumnos a la tarea de enseñar y aprender.
Bajo estas condiciones el gobierno -cuya principal responsabilidad es la de administrar los dineros que la sociedad le confía- podrá financiar a las universidades que cumplan con la premisa de formar ciudadanos libres y útiles para el futuro.
Es más, el presupuesto que habría sido asignado a quienes no cumplen las premisas, podría ser proporcionalmente repartido entre las universidades que sí las cumplen.
Como se ve quienes insisten en presentar esta discusión como un enfrentamiento entre quienes defienden la educación pública y los que quieren abolirla, esconden, en realidad, otras motivaciones: que no se les corte el chorro de anabólicos del que vivieron a costa del pueblo durante décadas mientras lo mantenían engañado diciéndole que ellos eran los adalides que defendían el derecho de que “los pibes” estudien: nadie quiere impedir que “los pibes” estudien. Lo que se quiere evitar es el robo de los dineros de todos y que esos fondos terminen arreglándole la vida a unos pocos y cumpliéndole el “sueño” a “pibes” que, en lugar de estudiar, quieren tener un entrenamiento gratuito como futuros dirigentes políticos.
A los argentinos les cuesta mucho que unos pocos se den esos lujos. Es muy caro sostener una universidad que en lugar de ser un lugar para enseñar y aprender sea una tribuna de adoctrinamiento y un semillero de burócratas. Si quieren llamar “estar en contra de la educación pública” a cortar el chorro de esas irregularidades, que lo hagan: el deber del estadista responsable es cuidar el destino de un dinero que no es suyo, aun cuando se enojen parte de aquellos a los que está protegiendo.