Esta es la historia de un líder político de un país del sur de un continente pobre, cuya población es la más alfabetizada del mismo y donde la cultura occidental tiene más relevancia. Este país era el granero de dicho continente, siendo sus principales generadores de entrada de divisas las exportaciones agrícolas, minerales y el turismo.
A lo largo de su militancia soportó la cárcel, bajo la acusación de subversivo pro-marxista. Su constancia y el apoyo de su partido lograron llevarlo al poder, primero bajo el ala de otro caudillo del cual rápidamente se despegaría para hegemonizar la autoridad del país.
Durante los primeros 4 años al frente de la República, este presidente dio sobradas muestras de pragmatismo en sus decisiones, sin ánimos revanchistas contra sus opositores. Se enfocó a consolidar el respeto por la propiedad privada y por las eficientes explotaciones agrícolas. En este comienzo se encargó de asegurar su base de poder tanto en su partido como en el país, seduciendo a los carecientes que eran mayoría.
A partir del quinto año el presidente vira su política a un régimen marxista-leninista unipartidario. Esta intención fracasa no tanto por la resistencia planteada por una oposición representada por personajes desacreditados y débiles, sino por las tendencias en auge democráticas del continente.
Este panorama no impidió que el nuevo caudillo fuera reelegido en las sucesivas elecciones bajo una fachada multipartidista ficticia, ya que los opositores eran intimidados y las elecciones tenían de todo menos transparencia: muertos que votaban, vivos rechazados en los centros de votación con cualquier excusa, control de los medios de comunicación por parte del Estado y despliegue masivo de regalos —electrodomésticos, combustibles, etc.— a quienes lo votaran. Elección tras elección alcanzaba altos porcentajes, ante la pasividad de una oposición amenazada y debilitada.
Su apoyo inicial al agro se tradujo en altos índices de producción agropecuaria y una drástica mejora en los índices de desarrollo humano, como la tasa de mortalidad. Mas pasados los años de gobierno estos logros tambalearon por la ineficacia, fuera de control la inflación, de las políticas de ajustes. Casi todos los ingresos y ahorros fueron destinados al pago de la deuda pública y los salarios y emolumentos del hipertrofiado aparato administrativo, encastrado con las tramas clientelistas y corruptas del partido gobernante. Además la entrada de productos extranjeros afectó negativamente al muy poco competitivo sector manufacturero provocando el cierre o recortes de empresas.
Ante una situación social y económica deteriorada, con falta de divisas, hiperinflación y desabastecimiento, el primer mandatario decidió lanzar después de muchas advertencias su reforma agraria. Se autorizaba la confiscación de tierras a agricultores, a los ciudadanos blancos —enemigos de la población "morocha"— mediante la violencia de grupos paraoficiales que incluyó destrucción de bienes, quemas de pastizales y plantaciones y hasta de violaciones de mujeres. El jefe de los paraoficiales amenazaba a la población con una guerra civil si el partido oficialista perdía las elecciones ante la oposición, a la que calificaba como "marioneta de los blancos" y llamaba a eliminarla por la fuerza por considerarla residuo del colonialismo.
Los excesos del presidente sumergieron al país en el desastre general: la producción agrícola y minera se desmoronó, las inversiones extranjeras desaparecieron, la inflación se disparó a cifras anuales inverosímiles. De todos los campos expropiados que debían terminar en poder de los más pobres el 70 % quedaron en mano de allegados al presidente. Los exabruptos incluyeron una declaración de guerra a su oposición política, mientras el partido multiplicaba la movilización de militantes; la crítica al presidente se tipificó como delito criminal por buscar el golpe de Estado, y se prohibió el control de las elecciones por monitoreo de representantes de otros países.
Definitivamente la pregonada redistribución de la riqueza determinó el colapso del sector más productivo del país —el agro— y el único que producía excedentes, luego dilapidados por un régimen de funcionarios ineptos que conservaban sus cargos adulando al viejo gobernante.
¿Adivinó de qué país se trata?
Todo lo narrado se refiere a la República de Zimbabwe y su presidente Robert Mugabe. Su última muestra de patetismo fueron las últimas elecciones, donde por primera vez en 28 años debió admitir una derrota pero —merced a su injerencia en el Poder Judicial— logró forzar un llamado a segunda vuelta. El mundo entero lo califica ,mínimamente, como un autócrata obsesionado con mantenerse en el poder.
Zimbabwe obviamente es el país con la inflación más alta del mundo. En 10 años pasó de tener un 32 % anual a más de 100.000 %. Una hamburguesa vale más de 10 millones de la moneda local. Su tasa de desocupación también es récord.
Ante la inminencia de la segunda vuelta electoral Mugabe, de 84 años, declaró: "La oposición jamás gobernará mientras yo viva, estoy dispuesto a luchar por el país. El país no caerá en manos de traidores, mientras estemos vivos es imposible. Estamos dispuestos a morir e ir a la guerra".
Las apariencias engañan, los discursos también
En nuestro convulsionado país asistimos, con motivo del conflicto rural, a una fractura de la sociedad. Con impresentables y errores de los dos sectores, resalta más el patético papel de los alcahuetes oficialistas que repiten cual letanía un discurso ajeno sobre temas que desconocen pero cuya defensa les garantiza el calor del poder.
Es interesante tanto en Zimbabwe como en Argentina como las simplificaciones giran alrededor de lo mismo, máxime siendo dos sociedades tan distantes: nosotros o nadie, redistribución ficticia de la riqueza, opositores golpistas y traidores, "Patria sí, Colonia no", "blanquitos contra morochos".
Y más preocupantes son otras similitudes: agresiones a opositores, grupos paraoficiales, medios de comunicación cooptados o intimidados, funcionarios enriquecidos e impunes.
Para no imitar la idiotez del discurso oficialista local bien vale aclarar que Kirchner no es Mugabe, aún. Más allá de acusaciones por demagogia uno puso el tema de los derechos humanos sobre la mesa, y el africano debajo de su bota. A partir de esto, apelando a la cordura, uno ruega para que la parte de violencia del caso africano que aún no se vivió en la Argentina jamás nos llegue.
Por lo demás Mugabe lleva 28 años ininterrumpidos en el poder. Kirchner casi 5, y va –sin ironías- hacia 8. Es de esperar que la "alkimia" de Néstor no nos depare una continuidad vía Máximo, Florencia, Alicia Margarita, Rudy Igor o Jorge "Acero" Cali.
O, en el caso que lamentablemente suceda, que nos demos cuenta que Néstor no se inmiscuye en su gobierno.
Al fin al cabo nunca escuchamos declaraciones de la esposa de Mugabe. De la esposa de Néstor, realmente, tampoco...
Tomás Ryan