Con la distancia del grosor de una uña,
así se ha definido, tras algo más de cuatro meses de tironeos y presiones, la
votación en el Senado de la Nación en relación a las retenciones móviles a la
soja y al girasol.
La dinámica que tomó el proceso y las contradicciones y pasos
en falso que dio el Gobierno para salir lo más airoso posible del problema, tras
la resistencia monolítica del campo y de amplios sectores de la clase media,
han deteriorado en primera instancia la imagen presidencial y han dejado a la
figura política de Néstor Kirchner casi colgada de las cuerdas.
Una vez más, como desde antes de 1810, una cuestión de
intereses ha guiado en la Argentina la puja entre las necesidades del Estado y
la tolerancia de los contribuyentes, aderezada, además, por el manejo
centralizado de las rentas de la Aduana.
Y como ha ocurrido en cada ocasión —y sobre este mismo tema
los ejemplos sobre conflictos similares abundan en la historia mundial— una
pelea impositiva se ha llevado a la rastra, en este caso una era política
nonata, la del modelo kirchnerista. Néstor Kirchner, quien reivindicó las
banderas del Estado interventor en pro de la inclusión social y se aprovechó de
la infraestructura que quedó de los años '90 y del buen momento internacional,
lo que le permitió repechar la cuesta del ominoso fin de siglo y ganar las
elecciones de 2007, supo sacar partido práctico de ese escenario, aunque
escondió pacientemente puertas hacia adentro sus cartas más controvertidas, las
que han llevado a la Argentina a salirse casi del mundo capitalista.
Tiempista nato, el ex presidente esperó a este segundo
mandato para delinear el momento de los cambios, hasta que él mismo
—desesperación de caja mediante— cebó la bomba impositiva sin medir las
consecuencias.
Luego, como le ocurre a cualquier empresario que debe
afrontar un proceso de quiebra, perdió esa facultad y se dejó ganar
incomprensiblemente por la dinámica de la crisis y ésta puso de modo descarnado
sobre el tapete todos sus errores. Desde lo político, su pasión por la hegemonía
lo hizo caer en la misma tentación fundacional que dos de sus antecesores más
fuertes como fueron el alfonsinismo y el menemismo, aunque en su caso Kirchner
se centró en las permanentes referencias a la década del '70. Así, el
kirchnerismo casi sin darse cuenta blanqueó por la boca del líder su proyecto
político a destiempo, en el peor momento, en medio del mal humor social, lo que
no contribuyó a sumar, seguramente.
En el fragor de esas batallas de imaginación, Néstor
Kirchner y sus seguidores se escribieron sus propios libretos, sin tomar en
cuenta que al todo hay que convencerlo desde las partes, antes que vencerlo.
Con formas y estrategias comunicacionales inapropiadas, a medida que
avanzaba la crisis cada intervención cargada de una ideología al menos vetusta
resultó un descalabro y cada movida un retroceso.
Así, la figura presidencial, la del vicepresidente, la del
titular del PJ, la de varios gobernadores y hasta la innegable evolución
económica a favor comenzaron a sufrir un desgaste que no ha sido más amplio
porque los recambios políticos para 2009 no aparecen a la vista de la sociedad y
porque las ideas alternativas tampoco abundan.
Este sesgo es lo que todavía le asigna políticamente a Néstor
Kirchner y a sus seguidores una luz de esperanza para que vuelvan por sus
fueros, si deciden de una vez por todas aggiornarse al ritmo del mundo,
sin pensar anacrónicamente que quienes prefieren la mano invisible del mercado
son "comandos civiles".
Hugo Grimaldi