Javier Castrilli imaginó que su renuncia
"indeclinable" a la Subsecretaría de Seguridad de Espectáculos Futbolísticos lo
mostraría en la escena pública como una nueva víctima de la batalla contra la
violencia en el fútbol. No es ésa la primera percepción que asoma, a horas de su
partida del calor oficial.
El ministro Aníbal Fernández, su jefe político y
responsable máximo del área, que lo había avalado en público en varias
oportunidades, en verdad ya venía rumiando malestares contra su subordinado.
Lo irritaba, sobre todo, la forma de gestión de Castrilli, una mediática
combinación de divismo y poses autoritarias que el titular de la cartera de
Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, juzgaba "poco eficiente y sin criterio
político" en la intimidad de su despacho. La norma que obliga a los clubes a
instalar butacas en todos los estadios, avalada por la FIFA hace once años, y
que dio resultado en países de violencia ancestral en las canchas, como
Inglaterra, fue la piedra de la discordia final.
Los clubes de Capital Federal (Boca, River, San Lorenzo,
Huracán, Vélez y Argentinos Juniors) lograron del ministro una nueva prórroga
hasta 2009, argumentando cuestiones de presupuesto y de hábitos culturales,
además de la necesidad de llegar a mayores consensos sobre la disposición.
En verdad, la Legislatura de la Ciudad ya había avalado esa
prórroga. La mano de Mauricio Macri no estuvo ausente en esa decisión. De
hecho, Boca hizo punta en la AFA para instalar un monolítico piquete en contra
de la iniciativa.
Si hubo un punto de acuerdo en la conflictiva convivencia
entre el Gobierno nacional y el porteño, fue éste. Y no resultó para nada
casual: "No podíamos cederle a la Ciudad un liderazgo en estas cuestiones",
dicen cerca del ministro Fernández. Y agregan: "Fue un problema político, pero
de eso Castrilli entiende poco". Y agregan: "El pone la norma delante de la
realidad, por eso se encaprichó y generó un conflicto donde todavía se pueden
explorar más espacios para el acuerdo".
El reproche final apunta a lo que consideran el verdadero
detonante de su previsto portazo: "Se fue porque nunca pudo presentar un plan de
seguridad integral para el fútbol. Y para eso no bastan las normas como la de
las butacas, sino acuerdos políticos de fondo", argumentan, aunque sin
enumerarlos.
Del lado de Castrilli lo ven diferente. Creen, con
convicción, que la gente sentada es un factor decisivo para domesticar los
brotes violentos. Y más: "La nueva prórroga pone al desnudo la complicidad de
los dirigentes con las barras. Están pidiendo protección y no otra cosa". Lo
cierto es que el "Sheriff" ya hizo las valijas y se alejó de la función pública,
a la que había asomado de la mano de Gustavo Beliz, a quien se había sumado en
su agrupación Nueva Dirigencia, en el amanecer de la presidencia de Néstor
Kirchner. Y sobrevivió a los distintos ministros que tuvo su área, Horacio
Rosatti, Alberto Iribarne y hasta ayer el propio Aníbal Fernández.
Castrilli se lleva en sus alforjas la audacia de haber hecho
jugar fútbol sin hinchas visitantes, pero también cuatro muertes de hinchas
selladas bajo el manto de la impunidad. Y el logro de que los jefes máximos de
las barras de River y Boca conocieran durante su gestión la soledad de los
calabozos.
No puede hablarse de fracasos, pero sí de logros
insuficientes. Aníbal Fernández busca un sucesor "de perfil bajo y que labure en
serio".
Castrilli se quedó, finalmente, con su esencia. El rol de
un espectador justiciero, que asume ante las cámaras de un programa de cable,
juzgando la actuación de los afiliados de su gremio anterior, los árbitros de
fútbol. El único respaldo verdadero que supo construir al cabo de ocho años de
tránsito en la política.
Pablo Arias