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TEILLIER, A LAS 12 DE SU MEDIODÍA

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    Jorge Teillier no tenía tiempo. Se desplazaba en la intangibilidad. Nada más alejado de él, que el mismo. Todos lo conocieron y fue un desconocido de mismo. Su magia consistía en ausentarse de la realidad. Flotaba. Se deslizaba en ausencia, por omisión aparecía el reflejo. El día que llegó de Lautaro en el tren nocturno del Sur a Santiago, entró a su reino habitado por viejos fantasmas, por letras de canciones de otra época, y se instaló como un espectador de todos los tiempos indefinidos, sentado en una nube sobre la ciudad que veía como una amante despechada. Teillier, autor de Para ángeles y gorriones, Poemas del país de nunca jamás y Crónicas del Forastero, se confundía en cuerpo y alma con la realidad, sumergido en el eterno vacío de sus sombras inanimadas, el gesto más vertical de sus días.
    Sostenido por su prodigiosa, oceánica memoria, una poesía que le comunicaba con la tierra, seres de otro tiempo, las incandescencias de la vida cotidiana, y conducía por la línea férrea al Sur de Chile, se mantuvo con un pie en la ciudad y en su pueblo natal, para conversar diariamente del pasado, las tradiciones, el lar, la abundancia inagotable de los sueños de la infancia. Dejó que las estaciones del Sur le visitaran diariamente.
    No tuvo tiempo para el tiempo y se esfumaba, siempre visitado por hadas y reinas, permanecía en las fronteras de un muro intraspasable, el espacio indefinido de las horas muertas. No tuvo apuro con la vida Teillier, la dejó correr como el último río del pueblo, nunca dos veces en sus mismas aguas, sino mil, porque el poeta se repetía así mismo en la estación de un tren, en el molino del pueblo, la vieja buhardilla sobre el granero de la ciudad, en los reflejos que dejaba un caballo en el camino, humeante el hocico de la noche iluminado por la luna nueva.
    Fantasma de su presente, prefirió el anonimato, el silencio de la bruma, los densos vinos rojos, un lugar sin frontera, él hijo de La Frontera. Daba la impresión que los dioses mapuches lo habían arrojado a la ciudad como un bote sin remos, herido, con el tiempo preciso del árbol sagrado del Canelo.
    Jorge Teillier soñaba a que existía, jugaba a Peter Pan, en los alegres medios días que el tiempo le aseguraba con su gran reloj de arena. Era su hora mágica, la ciudad le abría las puertas, venía de una larga noche, abandonado de sí mismo, en los gruesos maderos de un bar en naufragio, asistido por Viernes Cárdenas  y su fiel escudero el Chico Molina, dejaba que el mar le naufragara, y al partir, porque siempre había una partida detrás de  cada noche, repetía los versos nerudianos de la Canción desesperada: “Es la hora de partir, oh abandonados”. En invierno se calzaba un  sombrero de viajero sin tiempo, un antiguo abrigo con sus solapas hacia arriba para cubrir la noche, en medio de un pañuelo gardeleano alrededor del cuello, ya el poeta iba rumbo a sus solitarias sábanas, desprendido de todos los tiempos, deshabitado por el futuro, cubierto por el manto protector de la noche.
    Jorge Teillier, poeta indispensable de la poesía chilena del siglo XX, “un imperdible”, vivió dos épocas muy disímiles, aunque él se ausentó en  el tiempo real. Los dorados sesenta y principio de los setenta, le pertenecieron como a toda una generación, con  las cuatro estaciones chilenas en libertad,  y a pleno  vapor de primaveras, el  tiempo en su angosto y largo calendario recorría la geografía. Sus calladas, silenciosas adhesiones no fueron un secreto. Después vino la dictadura de Augusto Pinochet, y fue uno de los pocos poetas junto con Enrique Lihn y Nicanor Parra, (Anguita y Braulio Arenas, a la derecha) los más conocidos, que permanecieron en el “horroroso Chile”. Días de cuesta abajo en la rodada, Teillier se refugió en el Bar Unión Chica, de la calle New York 11, donde dictó la cátedra del Adiós muchachos, compañeros de mi vida, a su barra querida. Ahí se estacionó como un molino de viento, con las aspas heridas, pero siempre en movimiento. Ya por esos días los fantasmas eran reales. La ciudad estaba sitiada. Los habitantes dormían con su Caballo de Troya. Ardía en fiebre delirante la desesperanza. El destino vestía una capa gris y en su bastón de mando, una calavera  se sonreía. La patria era un feroz desierto inhabitado. Era casi redundante intentar vivir. Teillier y sus discípulos, atrincherados en la emblemática y premonitoria calle New York 11, ya habían sobrevivido al bombardeo de  La Moneda, y se las ingeniaban para continuar por la orilla de la vida, juntar el aceite y el vinagre, en el pequeño Monte de los Olivos. Cada día una última cena. Chile se desayunaba en el terror. Galletitas crujientes, un té britisch, sin despeinarse, la república sangraba y reía de oreja a oreja el gran capataz.
    Dos épocas para el poeta del Lar. Un hombre que compartió  la sombra con su propia sombra. Detrás de la aparente fragilidad con que suelen adornarlo sus biógrafos y amigos, estaba la tenacidad en la hoja en blanco. Lector y poeta de desvelos. Trabajaba, más de lo que hacía ver, revisaba y corregía. Había en él una mezcla de Esenin/Trakl/Cadou/Fournier/ y desde luego del propio Teillier, que en su afición por los bares, se aproximó en la hermandad a Dylan Thomas. Un provinciano universal, armado de su ardiente paciencia.
   
Poeta del Lar, amigo, vecino, oriundo del Sur, como Neruda, Teillier “inventó” su propia Escuela de Poesía: la lárica. Fue fiel al origen, a sus nostalgias, a la edad dorada, infancia siempre añorada, al Sur, su gente auténtica y mitos, el tiempo irrecuperablemente perdido. Al poeta los días se le hacían sal y agua, fantasmas de un mismo cuerpo que se repetía, una nueva perspectiva del paisaje, detrás del reflejo, siempre la sombra.
  Poeta de la imagen, formado en la provincia universal de la palabra, Teillier no se separó de lo chileno ni de la tradición poética mundial, porque fue un lector insaciable, y trabajó el poema mucho más allá de esa aparente  frescura de su lenguaje, cada texto como recién escrito. Era su gracia, como la conversación, amena, sencilla, profunda, sin que el interlocutor lo notara. Había un juego y complicidad, entre él y el interlocutor. Sin embargo, su carta  en esta existencia, fue de desesperación, de marcado torbellino sus días, mientras  su poesía, -armada de incandescencias, fulgores, muertes y maravillas, de livianos atardeceres- emprendía el camino del  hacia algún andén o a la calle principal de su amado Lautaro. Ya era la puerta de escape a su verdadero mundo, o el que él imaginaba o creía imaginar.
  
Se cumplió poco más de medio siglo desde que Teillier llegó de Lautaro a Santiago, la capital, envuelto en hollín, sueños y poesía, en la Gare Central, él, descendiente de franceses. El poeta nunca se acomodó en la ciudad capital, la toleró en sus noches bañadas de vino, en los medios días con cerveza, en las pequeñas jornadas del ocaso donde se le imponía el tiempo, le asaltaban las dudas y los muros le rodeaban las horas. Con sus amigos en el segundo, o primer hogar, el Bar.
  
Sostenía que el poeta era un ser marginado, en un mundo en desintegración, un ente arcaico de una mundo irremediablemente perdido, en descomposición, desajustado, pero sin duda, con otro Norte, donde no existe el Sur.
  
Definió su poesía como una manera de ser y actuar, más que la acción del lenguaje, y siempre creyó que había escrito un solo poema, con la excepción de su libro Crónicas del Forastero, que lo calificó de acto fallido, porque no logró transformarse en el sujeto de la intrahistoria, en el médium entre una civilización perdida que debe transformarse. Dijo no estar preparado para un poema épico aún.
  
Sostuvo que luchaba contra  nuestro enemigo el tiempo, se refugiaba en una infancia no boba, porque allí conoció por primera vez la presencia real de la muerte, pero enfrentaba despiadadamente el presente.
  
Amaba los trenes, las revistas antiguas, el tango, la literatura juvenil clásica, los cuentos de hadas, el Sur, los mapuches, la tierra, las viejas canciones, los boxeadores, las conversaciones en los bares, y lo recuerdo en una imagen patética, con su viejo abrigo, libro como un colegial sobre el pecho, mirando hipnotizado  a un predicador que saltaba todo el día sin parar en la Plaza de Armas, con la Biblia en la mano, y gritaba aleluya al señor, con las cuerdas bucales a punto de estallar. Era amigo de los marginados, de los que no eran consultados ni por el viento. Después, los 13 millones de  chilenos no seríamos más consultados por el Dictador. Ni una hoja se movería sin saberlo, acuñaría el famoso verso, tiempo después del después, para la antología de la poesía chilena. Letras para el bronce del altar de nuestra poesía. El Dictador competía con los dioses y el tiempo. Sería declarado inmortal en su momento más difícil, cuando todo era niebla en Londres.
  
Teillier sostuvo que la poesía no tenía ideología y que a él “no se le daba” lo social en ella. Se comprometió con la poesía, aunque tuvo sus preferencias sociales y políticas, que además le venían de una familia con cargos públicos, como su padre que debió exiliarse. Ya Jorge Teillier vivía su exilio interno. Salvo algunas escapadas a Panamá, continuaría oscilando por las calles santiaguinas, algunos viajes a Lautaro y su último reposo en la terremoteada La Ligua. En la víspera de su muerte, hace  8 años (1935-1996), preparaba sus maletas para un viaje a Buenos Aires. Quedó en el aire de sus sueños e iría a morir en un hospital de Viña del Mar, bajo la voz de Carlos Gardel. Murió en sintonía con el morocho del abasto. Había nacido el día de su muerte en Medellín. Tocaba ya la campana de su último mediodía. Es inevitable, todos acudiremos a su llamado, algún día.

 

CUANDO TODOS SE VAYAN
A Eduardo Molina.

Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.

Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.

DESPEDIDA

...el caso no ofrece
ningún adorno para la diadema de las Musas.

Ezra Pound

Me despido de mi mano
que pudo mostrar el paso del rayo
o la quietud de las piedras
bajo las nieves de antaño.

Para que vuelvan a ser bosques y arenas
me despido del papel blanco y de la tinta azul
de donde surgían los ríos perezosos,
cerdos en las calles, molinos vacíos.

Me despido de los amigos
en quienes más he confiado:
los conejos y las polillas,
las nubes harapientas del verano,
mi sombra que solía hablarme en voz baja.

Me despido de las Virtudes y de las Gracias del planeta:
Los fracasados, las cajas de música,
los murciélagos que al atardecer se deshojan
de los bosques de casas de madera.

Me despido de los amigos silenciosos
a los que sólo les importa saber
dónde se puede beber algo de vino,
y para los cuales todos los días
no son sino un pretexto
para entonar canciones pasadas de moda.

Me despido de una muchacha
que sin preguntarme si la amaba o no la amaba
caminó conmigo y se acostó conmigo
cualquiera tarde de esas que se llenan
de humaredas de hojas quemándose en las acequias.
Me despido de una muchacha
cuyo rostro suelo ver en sueños
iluminado por la triste mirada
de trenes que parten bajo la lluvia.

Me despido de la memoria
y me despido de la nostalgia 
-la sal y el agua
de mis días sin objeto -

y me despido de estos poemas:
palabras, palabras -un poco de aire
movido por los labios- palabras
para ocultar quizás lo único verdadero:
que respiramos y dejamos de respirar.

 

LLUVIA INMÓVIL 

No importa que me hayas cortado siete espigas
yo he roto todos los espejos 
he cerrado todas las ventanas
y estoy condenado a permanecer
inmóvil en este pueblo
donde entre la lluvia y la vida hay que elegir la lluvia
donde el Hotel lo he bautizado Hotel Lluvia
donde los plateados élitros de la Televisión
relucen sobre tejados marchitos.

Tú me dices que todo se recupera
y que mi rostro aparecerá
en un río que he olvidado
y hay un camino para llegar a una casa nueva
creciendo en cualquier lugar del mundo
donde nos espera un niño huérfano
que no sabía éramos sus padres.

Pero a mí me han dicho que elija la lluvia
y mi nuevo nombre le pertenece
un nuevo nombre que no puede borrar ninguna mano
sino la de alguien que me conoce más que a mí mismo
y reemplaza mi rostro por un rostro enemigo.

 

PEQUEÑA CONFESIÓN

En memoria de Serguei Esenin

Si, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones.
Me amaron las doncellas y preferí a las putas.
Tal vez nunca debiera haber dejado
El país de techos de zinc y cercos de madera.

En medio del camino de la vida
Vago por las afueras del pueblo
Y ni siquiera aquí se oyen las carretas
Cuya música he amado desde niño.

Desperté con ganas de hacer un testamento
-ese deseo que le viene a todo el mundo-
pero preferí mirar una pistola
la única amiga que no nos abandona.

Todo lo que se diga de mí es verdadero
Y la verdad es que no me importa mucho.
Me importa soñar con caminos de barro
Y gastar mis codos en todos los mesones.

"Es mejor morir de vino que de tedio"
Sin pensar que pueda haber nuevas cosechas.
Da lo mismo que las amadas vayan de mano en mano
Cuando se gastan los codos en los mesones.

Tal vez nunca debí salir del pueblo
Donde cualquiera puede ser mi amigo.
Donde crecen mis iniciales grabadas
En el árbol de la tumba de mi hermana.

El aire de la mañana es siempre nuevo
Y lo saludo como un viejo conocido,
Pero aunque sea un boxeador golpeado
Voy a dar mis últimas peleas.

Y con el orgullo de siempre
Digo que las amadas pueden ir de mano en mano
Pues siempre fue mío el primer vino que ofrecieron
Y yo gasto mis codos en todos los mesones.

Como de costumbre volveré a la ciudad
Escuchando un perdido rechinar de carretas
Y soñaré techos de zinc y cercos de madera
Mientras gasto mis codos en todos los mesones.

NIEVE NOCTURNA

¿Es que puede existir algo antes de la nieve? 
Antes de esa pureza implacable,
implacable como el mensaje de un mundo 
que no amamos, pero al cual pertenecemos 
y que se adivina en ese sonido 
todavía hermano del silencio. 
¿Qué dedos te dejan caer, 
pulverizado esqueleto de pétalos?
Ceniza de un cielo antiguo
que hace quedar sólo frente al fuego
escuchando los pasos del amigo que se fué,
eco de palabras que no recordamos,
pero que nos duelen, como si las fuéramos a decir de nuevo.
¿Y puede existir algo después de la nieve?
Algo después
de la última mirada del ciego a la palidez del sol,
algo después
que el niño enfermo olvida mirar la nueva mañana, 
o mejor aún, después de haber dormido como un convaleciente 
con la cabeza sobre la falda 
de aquella a quien alguna vez se ama. 
¿Quién eres, nieve nocturna, 
fugaz, disuelta primavera que sobrevive en el cerezo? 
¿O qué importa quién eres?
Para mirar la nieve en la noche hay que cerrar los ojos, 
no recordar nada, no preguntar nada,
desaparecer, deslizarse como ella en el visible silencio

Rolando Gabrielli

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