En países latinoamericanos es considerado
un éxito periodístico algo tan básico como sentar en una misma mesa a referentes
de la oposición y del oficialismo. Apenas en algún canal es posible que se
encuentren, en la antesala de un estudio de televisión, referentes de los
bloques opuestos. Todo muy republicano, cuando se están cumpliendo dos siglos de
querer comenzar a serlo.
Venezuela es uno de estos casos. No es el único. Allí es casi
un milagro poder entrevistar un ministro o algún otro funcionario jerárquico del
Estado. Y el máximo premio, ése al que ya nadie aspira, consiste en participar
de una conferencia de prensa con el presidente Hugo Chávez.
Todos los ciudadanos pueden creer que duermen con Chávez. Se
acuestan y se levantan con el comandante en la televisión. Trabaja allí. Pero
sus entrevistas y conferencias de prensa están reservadas para los
corresponsales extranjeros (que saben poco) y para los periodistas oficialistas
(que preguntan poco). Los que saben y preguntan, que son los periodistas locales
de los medios no oficiales, sólo pueden verlo por televisión.
La vida política del periodismo en Venezuela siempre ha sido
intensa. La caída del último dictador, el general Marcos Pérez Jiménez en enero
de 1958, comenzó con una huelga de prensa. Durante las siguientes cuatro décadas
de vida democrática, hubo frondosas negociaciones entre partidos y grupos
mediáticos, que incluyeron hasta bancas parlamentarias.
El primer tramo de la vida pública de Chávez, desde su intento de golpe en 1992
hasta su victoria electoral en 1999, estuvo alentada por una creciente simpatía
de los medios. Pero durante su gobierno esa amistad terminó.
La última semana de julio fue un verdadero reventón contra
los medios privados. El 28 de mayo Chávez ordenó (por televisión) a la fiscal
general del Estado, Luisa Ortega Díaz, y al superpoderoso y posible delfín, el
ministro de Obras Públicas, Diosdado Cabello, para que "cumplan su obligación
ante el pueblo que para eso están ahí" contra los medios privados. Obedientes,
los funcionarios cumplieron.
La fiscal fue al Parlamento a presentar un proyecto de
delitos mediáticos que criminaliza la información sobre temas sensibles. El
gobierno tardó algunos días en negar el proyecto, pero la afinidad entre el
proyecto difundido y la presentación de la fiscal —que está en Youtube—
es difícil de desmentir.
La fiscal pidió legislar sobre las "nuevas formas de
criminalidad que han surgido como consecuencia del ejercicio abusivo de la
libertad de expresión e información" y castigar a quienes usan a los medios como
"instrumentos para la perpetración de delitos".
Estos funcionarios aplican el marco regulatorio con
arbitrariedad. No les preocupan los medios oficialistas, sólo los rotulados como
enemigos. La legalidad borrosa del capitalismo audiovisual latinoamericano les
ofrece una excelente coartada para castigar "con la ley" a sus críticos
mediáticos. De esa forma, no están mejorando el estado de derecho en el campo
mediático, como afirman desde el discurso oficial, sino que se actúa con el
mismo particularismo de siempre.
La historia de este tráfico de licencias, que fue el producto
de acuerdos entre elites políticas y mediáticas, impacta. Los marcos
regulatorios se han convertido en un tema central en la agenda pública. La
paradoja es que esto ocurre cuando la era de las licencias podría estar
muriendo, por la posibilidad creciente de utilizar Internet como una plataforma
libre de emisión de contenidos.
Es curioso, pero Venezuela es uno de los países que más
influyó en los años setenta y ochenta por un nuevo orden mundial en las
comunicaciones y por la comunicación para el desarrollo, y ahora varios de
aquellos impulsores tienen que enfrentarse al discurso antimediático del
gobierno bolivariano.
Ahora, el presidente Chávez sacó el "Correo del Orinoco", con
la misión de contrastar desde el Estado la información publicada y "decir la
verdad", sumándose a los países que también tienen un medio gráfico oficial,
como Chile, Perú, Bolivia, Ecuador y el derrocado presidente hondureño Manuel
Zelaya.
Para testear la coherencia del discurso de un gobierno sobre
la democratización de los medios hay dos mecanismos centrales: el uso que hace
de los medios estatales y la autonomía real con que cuentan los llamados medios
comunitarios. En ambos campos, la situación es deficitaria.
Varios de los principales medios estatales están al filo de
ser medios de guerra y cada vez que los funcionarios oficiales hacen un acto
para otorgar licencias o dar financiamiento para la compra de equipos a los
medios comunitarios les piden que los usen para dar la batalla mediática contra
los privados.
Por desgracia, ambos tipos de medios —que deberían servir
para ensanchar el parlamento audiovisual— pueden convertirse apenas en difusores
de un discurso blindado incapaz de contener las infinitas circunstancias que
tiene la vida pública en una sociedad abierta. Es una pena, pero los
bicentenarios encontrarán a algunos países caminando para atrás.
Fernando J. Ruiz
Profesor de Periodismo y Democracia de la Facultad
de Comunicación de la Universidad Austral