Más allá de sus justificables imprecisiones sobre cuestiones que hacen a la técnica económica, lo que demuestra que no tiene laderos que la asesoren correctamente, el largo discurso que hizo el miércoles 9 de febrero la presidenta de la Nación Argentina para negar una vez más, en nombre de su gobierno, la existencia de la inflación, ha resultado al menos desmesurado en sus conceptos sobre el rol de las empresas, pero además peligroso, en cuanto a que refleja posturas que ya, tras la experiencia de la Convertibilidad, parecían haber sido superadas por la política y por la sociedad.
De ese extenso discurso, lo que resulta particularmente dañino para el ya deteriorado clima de negocios de la Argentina de hoy no ha sido de ninguna forma la recurrente insistencia gubernamental sobre el rol de los formadores de precios y la crítica a su presunta irresponsabilidad, por preferir ajustar por precios para "apropiarse" de la rentabilidad y no por sumar inversiones que mejoren los volúmenes de oferta. En este punto, la Presidenta jamás reconocerá que la falta de reglas de juego estables y el desapego por el mundo, le ha restado a la Argentina de los últimos años parte de la corriente inversora que han disfrutado los países vecinos.
Pero lo más sensible de su exposición es que ella ha demostrado creer a rajatabla y con muchísimo orgullo en las bondades casi excluyentes de un modelo que se sustenta en el impulso a la demanda, “que sí es una política que depende del Estado”. Según la Presidenta, éste “tiene que garantizar la actividad económica, la Asignación Universal por Hijo, las políticas salariales… que han determinado un consumo como nunca se vio en la Argentina”, activismo que supone además que no debería traer ninguna consecuencia, aunque se trata casi de una novela que desafía no sólo las leyes de la economía, sino la memoria inflacionaria de los argentinos.
Cuando la Presidenta lamenta que los comerciantes y los empresarios se quejen porque aumentan los precios y porque luego le echan la culpa al Gobierno, se justifica diciendo: "yo no vendo nada, no produzco tomates, no vendo autos. No produzco acero, no produzco cemento...". Precisamente, esos mismos asesores que la dejan desguarnecida deberían explicarle que aquello que el Gobierno "vende" como un recurso monopólico resulta ser un insumo crítico para darle envión a la demanda agregada, la misma que defiende como el corazón del Plan: dinero.
Pero además, y como derivación de la cuestión inflacionaria estuvieron las manifestaciones referidas a la iniciativa de la CGT para avanzar sobre la distribución de las utilidades empresarias: “si la demanda salarial es una cuestión de carácter inflacionario, como pretenden algunos, vayamos a ver cómo está el tema de la rentabilidad de las ganancias, arreglamos por ese lado y no afectamos el tema de demanda salarial”, propuso la Presidenta, quizás porque un día antes el ministro de Trabajo, Carlos Tomada había señalado que no había margen para aumentar el mínimo no imponible del Impuesto a las Ganancias. Esta reivindicación de un tema que le interesa como bandera a Hugo Moyano, le da al dirigente gremial aire para reflotar en el Congreso el proyecto de su abogado, el diputado Héctor Recalde.
Casi como en una toma de posición a favor de los trabajadores, y después de haber ofrecido “discutir en serio” las cuestiones de la economía, la Presidenta rebobinó la apertura prometida, dejó en claro que escuchar a los empresarios o a las centrales empresarias pronunciarse acerca de los problemas de los precios le resultaba al menos “absurdo” y cerró su mensaje clausurando el debate con un “no estoy dispuesta a que los argentinos perdamos un solo minuto más en discusiones que ya deberían estar saldadas y que sin lugar a dudas las vamos a saldar democráticamente y como corresponde”.
El punto fatal de todo el problema, el que más parece irritar a la Presidenta, es que en todo este laberinto se nota con suma claridad que el fenómeno inflacionario resulta inherente al modelo, porque además de disciplinar a los beneficiarios de planes sociales, quienes quedan prisioneros de los ajustes, esencialmente licua los gastos del Estado. Admitir que la inflación existe, más allá de incendiar de inmediato a Guillermo Moreno y al sospechado INDEC y de sacar automáticamente a la superficie a millones de pobres, es consentir que no todo es un lecho de rosas, que la economía no está tan radiante como se pregona y que el modelo económico que tanto orgullo le produce a Cristina Fernández hace agua, al menos por un flanco esencial.
Al fin y al cabo, tan bueno no debe ser dicho modelo, porque ni Chile, ni Brasil ni Uruguay siguen sus reglas, mientras que sus gobiernos no le tienen miedo a un ajuste de tuercas cuando llega la ocasión.
(Fuente Cadal)
Redacción de Tribuna de Periodistas