Entre las expresiones que se suelen emplear en materia de teología, se dice, por ejemplo, con una seguridad y confianza sólidas, que la existencia de las leyes naturales inmutables, universales y necesarias que rigen el dinamismo de los seres, sólo puede ser negada por quienes no quieran abrirse a una concepción metafísica de la naturaleza” (Ángel González Álvarez: Tratado de metafísica-teología natural; Madrid, Editorial Gredos, 1968, pág. 297. (La bastardilla es mía).
Si analizamos el contenido, comprobaremos de inmediato que existe una velada petición de principio, es decir que se da por sentado de antemano precisamente aquello que hay que demostrar primero: que las leyes naturales son inmutables, universales y necesarias, cuando dichas leyes no tienen por qué ser invariables, universales, ni por supuesto necesarias.
No obstante, los metafísicos van más allá y dicen: “… que el hombre en cierto modo, trae ya consigo una concepción naturalmente recibida; una impresión, un diseño de sus derechos fundamentales, cuyas leyes no son productos de la razón, puesto que ya vienen dadas entitativamente en su racionalidad…” (Tratado mencionado más arriba, pág. 299).
Es decir que, la moral como “ley natural” y por consiguiente eterna y universal como toda ley natural según la susodicha petición de principio, se halla fuera de la especie humana, como escrita en la eternidad aún fuera del perecedero mundo material, como enclavada en otro orden de cosas.
Esta suposición ha sido tomada por muchos, como un fuerte argumento a favor de la existencia de un “Gran Legislador”, y quién sino el filósofo Kant ha sido uno de los más altos exponentes de tal criterio.
¿Qué mejor prueba de la existencia de un “Ser” ético por excelencia que el argumento deontológico?
Sin embargo, podemos señalar con igual fuerza dos argumentos antimetafísicos. Natural uno, y nutrido de la propia metafísica el otro.
1) El argumento natural sustentado por las Ciencias Naturales, consiste en el hecho de la existencia de un código genético en todos los seres vivientes; que contiene no sólo las formas características de cada especie en su aspecto somático, sino también en el psíquico, que se traduce en el comportamiento específico.
La especie humana posee pautas de comportamiento primarias emanadas precisamente del código genético.
Si la Humanidad ha sobrevivido hasta el momento presente, ha sido porque en su acervo hereditario han aparecido pautas de comportamiento para con los demás congéneres, que han permitido la supervivencia de la especie.
Las leyes naturales, han aparecido en base a tendencias hacia conductas que no atentan sobre la supervivencia de la misma especie. Advinieron como nuestras manos para obrar y nuestros pies para caminar; como nuestro instinto sexual, como nuestro instinto de conservación y otras cosas que hacen a la supervivencia.
Esto lo ignoraba el filósofo Kant y todos aquellos que se devanaban los sesos tratando de explicarse el origen de lo ético. Ninguna metafísica puede explicar mejor que las Ciencias Naturales este fenómeno. Todo intento metafísico es vano, porque en los snips (elementos no hace mucho descubiertos en el genoma humano), en las mutaciones aleatorias a veces ventajosas que experimenta cada especie viviente “se halla el secreto”. No hay leyes morales universales. No existe un orden ético más allá de la Humanidad. Por el contrario es la especie humana la que ha “creado” sus propias leyes de conducta para sobrevivir y estas morirán algún día junto con la especie.
Quizás esté mal dicho que la especie haya “creado” sus propias leyes. Más exacto es decir que fueron las circunstancias naturales que se dieron cita en el sistema Tierra-Sol, las que formaron a los vivientes y sus conductas psíquicas.
Acudiendo a la zoología; si la rana sudamericana, por ejemplo, se transformara en especie inteligente conservando algunos de sus instintos, quizás debiera incluir en su código moral “el no comerse a sus hijos renacuajos” porque posee tendencia hacia ello.
El hombre necesita de la ley “no matarás” porque posee naturaleza agresiva y es capaz del asesinato.
El hombre requiere de la ley “no mentirás” porque es proclive a la falacia.
El hombre ha creado la ley “no asesinarás” porque su naturaleza psíquica puede traicionarlo.
Luego, todas las demás leyes que hacen a su conducta debida y que llenan gruesos volúmenes del Derecho, no son otra cosa, por supuesto, que creaciones efectuadas en la medida de sus necesidades.
Entonces las leyes del deber llamadas naturales, no difieren en su origen de las leyes de los códigos penales surgidas en la medida de su necesidad ante nuevas figuras del delito.
Las leyes morales fueron necesarias para preservar a la especie humana de su autodestrucción. Aparecen como primarias, porque primarios son también los instintos de agresión, del engaño, del egoísmo y otros, herencia de los animales precursores a nosotros.
Nuestro cerebro aun con dejos reptilianos, y aun más atrás, con resabios de las conductas de las formas más primitivas como los peces, es el responsable.
Si las reglas de conducta no hubiesen aparecido en su forma primitiva no escrita, no discutida, ni “ legalizada”, entonces el hombre, tiempo ha hubiese devorado al hombre.
Homo homini lupus, dice un refrán. (El hombre es lobo para el hombre). Y este ser peligroso para sí mismo como especie, es el único y genuino productor de la ética que nace de lo más profundo de su naturaleza psíquica dictado por los genes, los mismos genes que nos dan los conceptos matemáticos (por ejemplo).
Pero no es que los genes obren “milagros” como ladrillos o burdos cascotes capaces de emanar directamente leyes naturales. Esto es absurdo. Pero los genes son constructores. Guías para estructurar una construcción: nuestra rama cerebral. Allí es donde aparecen los resultados en virtud de las interrelaciones de las neuronas del tejido cerebral particularmente construido.
Las matemáticas, la lógica y las leyes morales, son el producto de una trama física particular que es nuestro cerebro diseñado por un código genético fruto de una selección natural de milenios.
No podemos comprender cómo el cerebro programado puede producir esto, porque se desconoce aún la microfísica en su profundidad, cuyas acciones ocurren en nuestra trama psicógena en nivel ángstrom, en nivel quark. Ahí se halla el secreto de todo, y esta ignorancia no nos autoriza a echar mano de un cierto principio espiritual para explicar el misterio de nuestro pensamiento porque en este caso estaríamos otra vez haciendo una petición de principio; es decir, aceptando de antemano algo que tenemos que demostrar. Yerra entonces la teología, con veleidades de ser una ciencia, cuando afirma que “la naturaleza humana constituye (tan sólo) el soporte de la ley natural, pero no su causa”. (Según Ángel Gonzáles Álvarez en su Tratado de metafísica-Teología natural. Madrid, Gredos, 1968, página 301).
Al principio de este artículo he anticipado dos argumentos antimetafísicos. Uno de ellos ya está expresado.
Con respecto al segundo, basta con expresar que con la supuesta creación de todo lo existente mediante el mecanismo de la evolución, se pone en tela de juicio la eticidad del supuesto autor de dicha creación, quien permite el error, el sufrimiento y la injusticia.
Ahora ha llegado el turno de hacer extensiva esta falta de ética al modelo divino que sostiene la teología clásica, aquel que, cual mago, hace surgir el universo de la nada.
Si la supuesta creación divina mediante la evolución –según aquellos que sostienen el creacionismo evolutivo- involucra el ciego tanteo al azar, el error, la injusticia y… un largo etc., no menos debe admitir todo esto la otra posición que sostiene el creacionismo fixista, a causa del estado actual de mundo.
En efecto, el mundo se halla plagado de brutalidad, crueldad sin límites e injusticias.
Esto significa, por si el lector no lo ha advertido, que el propio modelo (es decir, el creador) no puede ser ético, porque su naturaleza se adivina como una fenomenal falencia: ¡la permisión del mal en el mundo!
Con lo antedicho he rebatido el argumento a favor de la teodicea relativo a la moral, como prueba de la existencia de un “Gran Legislador”.
Ladislao Vadas