Santiago no existe. Es una historia muy larga atravesada
en el Sur. Un río sin dueño, mendigo, y la
montaña blanca que hace de marco a parte
del paisaje. Todo lo demás fue un tiempo para el miedo. Ahora es una mancha
gris, un invento de la memoria, el festejo de mi infancia solitaria.
La tarde de la larga Alameda
con los bronquios rotos del invierno reflejada en un pedazo de escarcha,
o esa vieja desvencijada última primavera llena de retenes. Filmaba Fellini las 20
mil y una noches en el circo romano
del Tata.
Yo prefiero la ciudad herida, en La Quinta Normal rodeada de
Mapuches o detenida en la vieja Estación Central, queriendo arrancar para el
Sur un verano, y en esas calles dormidas
sobre hojas, un Otoño cualquiera.
La ciudad se fue o yo, pero alguien no está, en un libreto
gris que escribe el smog. La prefiero asaltada de claveles rojos y blancos al
llegar al Cementerio General, primariamente fea, olvidada, sin maquillaje,
en las inmediaciones del Parque Forestal, por aquí y por allá, sin un
itinerario fijado previamente. Arrastrada en el cuerpo del delito, en unos bares
sin nombre, acodados en el mesón, cargando las horas a un porvenir inexistente.
Son los minutos estrictamente desalojados del tiempo, la red que una atmósfera
casual lanza sin atrapar el pez.
La ciudad es una tía solterona desaliñada, que se avergüenza
de una noche que esperó en la carne juvenil y nunca llegó. Me gusta la ciudad
en movimiento con las doradas cicatrices
de pueblo, con sus ancas juveniles de profesora bien letrada. Cuando
siento su olor a lúcuma me recuerda unas largas piernas, donde
fui un pez. La ciudad siempre entra en el azar, la posibilidad, lo que
ocurrirá, tal vez. La jugamos a los dados y los marcamos detrás de
sus muslos adolescentes.
Yo si la recuerdo, en la Escuela 50, poco antes de Las Rejas,
con el silabario en la punta de la lengua, escribiendo en el
pizarrón su nombre, la palabra
Santiago.
La he descrito tres veces en 100 palabras. En hechos
capitales o que me han llamado la atención. Una ciudad no se ama en el olvido,
sino en el presente y en su pasado. No existe un peso exacto en la balanza, ni
una medida, para saberla nuestra. La ciudad, uno, las circunstancias, le corren
de sus plazas, a venidas y le llevan al aeropuerto.
De ahí ya no se sabe más de
lo que ha juntado la memoria. De
unas cuantas obsesiones, que ni la ciudad más discreta podrá impedir, caen las
palabras con su ordinario vacío o
extraordinario candor. Los sentimientos suelen
aflorar como un primer día de clases.
Rolando Gabrielli
Viaja a esa Neftalí
Delgado junco crepuscular, habitado en el Sur lluvioso, muelle desesperado, Carahue al alba: Marisol, Marisombra, serán de otros, como antes de mis besos. Astro azul titilante a lo lejos, viaja a esa, tren expreso Temuco, Estación Central, Santiago, 1921. Caerá en Maruri 513, como el pasto al rocío. Rangún, Madrid, D.F., Oh Maligna, Delia y Matilde. Tres Residencias en la Tierra en el país del largo pétalo: La Chascona, La Sebastiana e Isla Negra. Confesó que había vivido y se seguiría viviendo, antes de morir de tristeza y ver las calles ensangrentadas de Chile, un 11 de septiembre de 1973.
El palo ensebado
Chile es un largo y angosto palo y ensebado. Los españoles, ensebados, hace 500 años atravesaron a Caupolicán. Durante 17 años, el capitán General de Chile, se ensebó con la región antártica famosa, exenta, indómita, temida. Un juez español le ensebaría en Londres, durante 503 días. En el difuso, orate paisaje inglés, contemplaba una ardilla en los jardines de una clínica para enfermos mentales. Llegó a Chile, convertido en El Paciente Inglés. Lili Marlene entonaba sus himnos, sus seguidores le esperaban, se alzó en su silla de ruedas, como un loco, y dijo no recordar quien depositó en el Rigss.
El fantasma del WEB
La Mujer llega a una Estación del Metro. Se le ve volada. Ojos que son ventanas sin vidrio. Pajaritos. Está vacía, ella, y la Estación. El pelo le combina con el viento y su traje arrugado como una mano de guagua, cuando sale del agua fría. Se le acerca un Inspector. Alto, lleno de vida, parece que tiene los pies en la tierra.-El tren ya partió, Señora, -Cómo sabe que vine a subir al tren. Se sienta, abre su maletín y enchufa su laptop. Mira fijo al Inspector, y le dice, ahora voy a viajar.