Existen pocos absurdos tan grandes como la creencia en un determinismo fatal, en una injusta predestinación absoluta, que según cierto presunto plan divino condena al suplicio eterno a unos malvados sin oportunidad para la enmienda, con el fin de que otros —que también pueden hacer las mil y una barrabasadas— una vez arrepentidos disfruten del paraíso celeste por toda la eternidad.
Millones de Hitlers pueden existir sin problema alguno (para ellos por supuesto) siempre que hayan sido predestinados al paraíso y se arrepientan hasta la médula, de sus genocidios.
Esto no es menos terrible que preguntarse uno: “¿Estaré predestinado a la condenación eterna para salvar a otros? ¿Seré yo uno de esos desdichados actores elegidos por mi dios para el mal como lo fue Judas Iscariote? (en el terreno bíblico). ¿Valdrá la pena entonces que intente transitar por la senda del bien? Intención vana si estoy condenado de antemano según la previsión divina, aún antes de haber nacido, pero quizás valga la pena intentarlo, por las dudas, por más que arrecien las tentaciones”.
¿Mi opinión sobre todo esto?: ¡Pamplinas inventadas por los protestantes! Si a los réprobos por decreto, sumamos el resto de la humanidad que desconoce estas cosas, porque aún siendo cristianos nunca oyeron hablar de ellas, o siendo budistas, judíos, hinduistas, sintoístas, confucianos, taoístas, islámicos, agnósticos, adoradores de la Pacha Mama o ateos, no les interesa, ¿qué valor puede tener entonces para el hombre a nivel planetario, la doctrina de la predestinación?
El “sabio” protestantismo predestinacionista (valga el neologismo), pretende salidas salomónicas para desatar este nudo gordiano y dice, por ejemplo: “Si queremos criticar esto, no debemos decir que es una simple contradicción entre la causalidad de Dios y la libertad humana. Ello resulta demasiado fácil pues los niveles son diferentes y no hay contradicción posible en niveles distintos. Una contradicción debe darse en el mismo nivel. Está el nivel de la acción divina, que es un misterio porque no se adecua a nuestras categorías, y el nivel de la acción humana, que es una combinación de la libertad y el destino…” (Según Paul Tillich: Pensamiento cristiano y cultura en Occidente, Editorial La Aurora, Buenos Aires, 1976, pág. 64 y sigs).
Vemos aquí cómo se trata de desviarlo todo hacia la zona del misterio para refugiarse allí; escondite mental para la mente (valga el juego de palabras) que a la postre es pura futilidad.
Más adelante se dice, para esquivar un podo más la sinrazón: “No hay que pensar en los reformadores, ni en ninguno de los grandes teólogos, en términos de un solo nivel de pensamiento. De lo contrario, uno se enfrenta con toda clase de afirmaciones imposibles que no sólo se contradicen sino que terminan por destruir nuestra mente, si por algún heroico intento, tratamos de aceptar la contradicción. En lugar de ello hay que pensar en términos de dos niveles. Se puede decir, por ejemplo: ‘No puedo eludir la categoría de la causalidad cuando hablo de la acción de Dios y al hacerlo, deduzco todo de Dios. Inclusive mi destino eterno’. Esto se parece a un determinismo mecánico. No es eso, sin embargo, lo que significa la predestinación. En el nivel divino, la causalidad se usa de manera simbólica para expresar que todo lo que nos acerca a Dios, deriva de Él.”
Si analizamos atentamente estos párrafos, pronto nos daremos cuenta de que ¡se está diciendo lo mismo! Es decir que de este modo no se avanza nada.¡Hay un determinismo teológico que se parangona exactamente con el determinismo mecánico¡ Los dos niveles no existen si no en la imaginación y todo deriva de un dios como causa única.
Esto nos lleva ¡a un absurdo total!, fruto de una cortedad de pensamiento. Un pensamiento que se desarrolla hasta cierto punto límite que exige dejarlo todo ahí: “en el umbral del misterio”, refugio fácil para todo teólogo o filósofo (ambos pseudocientíficos), acorralados paradójicamente en sus propias especulaciones que se tornan contrarias a la tesis inicial defendida. Pero recurso estéril al fin, que equivale a utilizar la política del avestruz que oculta la cabeza en la arena para no ver al enemigo y escapar ilusoriamente de él (según una creencia).
Pero resulta que esto no es todo amigos lectores, pues si nos ubicamos en el tema de la intemporalidad del dios de los teólogos que posee ciencia de visión, y por ende conoce absolutamente todas las cosas tanto del pasado, del presente, como del futuro, de modo que las conciencias humanas ya las conoce al dedillo desde siempre, desde toda la eternidad y todas aun antes de haber creado el mundo, nos aproximamos al concepto de la predestinación, y en virtud de este “fenómeno”, surge el metafísico interrogante: ¿para qué diablos creó este dios el mundo y al hombre, si ya sabía todo, absolutamente todo lo que iba a suceder de antemano; quién se iba a salvar y quién a condenar?
Entonces, da lo mismo decir (según el concepto protestante): Dios predetermina a los hombres al infierno o al cielo, que expresar (de acuerdo con la teología tomista, por ejemplo): Dios posee el atributo de la ciencia de visión, por cuanto conoce desde siempre, desde toda la eternidad pretérita, quien está predestinado al dulce cielo y quien al ardoroso infierno.
¡Oh “sabios” teólogos que dicen detentar una ciencia, la teología! ¡Una mera pseudociencia! ¡Qué desilusión me han causado, a mí que fui un católico práctico y ferviente en mi niñez y adolescencia! ¡Oh realidad del mundo que me ha apartado tan brutalmente de mis creencias en cuentos de hadas y de religión!
Pero no importa. Sólo me resta aconsejar: vivamos ética y desinteresadamente, sin causar daño a nadie, sin esperar premio alguno que jamás habrá de llegar una vez acaecido el óbito. Los demás seres buenos nos estarán “eternamente” agradecidos.
Ladislao Vadas