La
literatura no tiene camisa de fuerzas. La
obra no admite la paja en el ojo ajeno. Nunca vi a Juan Rulfo, Julio Cortázar,
Alejo Carpentier, al propio Jorge Luis Borges, Pablo Neruda,
preocupado por la obra del vecino. Prefirieron escribir, enfrentar su página
personal: hacer la obra. Es ridículo ese anuncio en la feria del libro de
Santiago de Chile, de unos narradores que sostienen que América latina
abandonó el realismo mágico del mago de Aracataca. La literatura como una
venda en los ojos, un vaso de agua, o la cañería que se deja correr sin
imaginación.
Qué trompo están haciendo bailar en la uña, estos
infantes terribles de la prosa. Roberto Bolaño, enfrentó a Gabriel García Márquez,
Mario Vargas Llosa, como era de esperar, y con su obra, además de sus críticas
ácidas. Es lo más natural en un escritor que querer ser cima y no valle de
los caídos. El tiempo dirá si pudo con Cien años de Soledad, El Coronel
no tiene quien le escriba, El amor en tiempos de cólera,
La Ciudad y los Perros, Los cachorros, Los jefes. Es una necesidad
tribal cortarle la cabeza al jefe. Pero de ahí a lanzar postulados
dudosos cuando aún no se ve nada nuevo en el horizonte, ni bajo el sol, es
bastante chistoso.
La literatura estará siempre influida por el pasado,
contaminada por el presente y abierta al
futuro, en su búsqueda, aventura permanente. Borges
es el ejemplo del escritor sumergible, bajo las aguas de los clásicos,
como el Quijote, y en otras lenguas, del pasado, con su carga universal, de
todos los tiempos, sin perder su argentinidad, su sello borgiano,
aunque se viera en el otro
Borges. La literatura tiene su propio hígado y un narrador o poeta, debe
buscar o pintar sus propias mariposas amarillas. La moda produce miopía y el
abuso de la imitación, castración, y en las mujeres desvaginamiento crónico.
Se cae la matriz de la literatura personal, íntima.
El boom fue un verdadero cañonazo en la literatura
castellana y latinoamericana, y más
allá de todo espejismo y manejo publicitario, hubo obras que
respaldaron ese peculiar movimiento. No estuvieron todos los que debían
estar, eso es otra cosa. Pero hay una masa literaria que aún pesa de México
a Chile. Juan Carlos Onetti, debe estar entre ellos, y poco se le menciona,
inclusive estos jóvenes urbanos, de lengua destemplada aparentemente post
modernistas.
Se puede ser terriblemente provinciano, y vivir en una gran
ciudad. Y desde un pequeño pueblo, levantar la memoria de un universo nuevo.
En todas estas declaraciones de feria, hay un poco de pose, política y
oportunismo. Una manera de intentar ubicarse en el ruedo.
Manifiestos a estas alturas. Palabras sobre el agua,
palabras para compartir con el viento, palabras de este a oeste, y no les veo
norte. La literatura no requiere de tanta retórica a su alrededor. Dejar que
el gusano personal haga fiesta
con el propio cadáver. Todo está escrito de alguna manera. Lo que interesa
es la mirada personal de cada escritor en su tiempo. Con los ojos del pasado,
presente y futuro. Lo otro, es ficción. ¿Cien años de soledad es una
literatura precaria y bananera?, como algunos se preguntan. América latina es
precaria y bananera. Pero su literatura tiene muchas esquinas, matices,
padres, abuelos, es rica, variada, diversa, y responde a miradas que no
siempre son homogéneas, como corresponde a la realidad y a la ficción que le
anima.
La novela se adeuda así misma como todo lo que tenga que
ver con palabras, el Arte, el pensamiento humano. Habría que investigar de
donde nació la nada, para saber en que esquina se reúne para seguir siendo
nada.
El
espacio es inmenso, infinito. Los manifiestos son un principio del dogma, la
reafirmación de la nada, una especie de peste de cristal, enfermedad
adolescente que llega la cara de espinillas (acné). Son otros tiempos, Rulfo
ingresó y se fue silenciosamente. Nunca pensó en la moda. En pasarela. No sé
quien puede disputarle la noche a Rulfo en México, porque en el día los
gatos van a un mismo basurero. Hay deudas con José Donoso en Chile y José
Lezama Lima en varios puntos de la geografía narrativa. Se pisan la cola y no
les duele.
Los manifiestos son una camisa de fuerza. No tienen
raíz. Patinan, no aterrizan. Terminan siendo un feroz monólogo, de un solo
rostro, un espejo que no admite más caras. La novela es un género camaleónico.
Se ha quedado huérfana con tantos padres. Discípulos díscolos de la
realidad, hijos de la ficción, nietos de la aventura, todos caben en un mismo
viaje. El tiempo y el lector seguirán teniendo la palabra. Los tiempos y las
palabras van cambiando.
Un escritor debe mirar hacia todos los lados, pero el
lugar más importante es dentro
de si mismo. Todas las huellas están dentro de uno. La infancia crece todos
los días. La adolescencia rompe espejos y la madurez deja que las hojas sigan
su curso. Ningún rincón es indiferente
para el narrador. La mejor página quizás sea la que no se escribe, pero hay
que intentarlo. La realidad es mágica y es el deber del escritor y el poeta,
descubrirla y rescribirla. Las palabras mágicas son las que aún no se han
escrito. Las que el lector piensan que la obra le ha dicho directamente a él.
Son las palabras únicas, irrepetibles, las que convocan la imaginación y
quedan en la memoria. Hay palabras para cada tiempo. Épocas con su propio
silencio.
Un narrador
debe cuidar que las suyas no se las lleve el viento. O sean
el fuego fatuo de unas pasarelas que cierran a medianoche. No importan
que provengan de la aldea o de la gran ciudad. Siempre habrá una última
palabra en el lector. Lo nuevo gana
su espacio sin ninguna autorización. Las novelas son como las ciudades,
avasalladas por una infinita y totalitaria contaminación humana. A veces las
piernas de sus páginas caen lentamente, como carnes sin espíritu, ni
demonio, simplemente para ser empaquetadas. No hay principio ni fin, cuando
uno sabe que va a llegar a algún lado..
La literatura, el arte, la poesía, ignoran los decretos.
Un espacio abierto no sueña con paredes. Un cuarto conoce sus secretos y
limitaciones. Una cama aspira a algo más que al silencio. Una receta de
cocina debe responder al paladar. La diana lo hace al amanecer. Tú, el primer
corneta, serás reemplazado mañana. La rosa caerá sin cabeza una de estas mañanas.
Un libro, tiene la opción de no ser abierto, pero una vez que alguien entra
en la primera página, ya no hay marcha atrás, aunque se pueda naufragar en
él.
Rolando Gabrielli