Pasaré ahora a una de las facetas más escabrosas y contradictorias de la naturaleza humana. Esto es, a la índole polifacética de la humanidad que se compone de individuos de carácter escabroso, tremebundo, a la par de seres exquisitos y virtuosos, verdaderos santos.
Esta es una cuestión que hay que tomar a dos puntas, dejando en medio a ciertos individuos ni buenos ni malos y, también, ni buenos del todo ni malos del todo. Estos últimos, como una “especie” que podemos definir como “el hombre y la bestia”.
Pregunto: ¿existen el bien y el mal como posibilidades escritas en el Cosmos? Es decir, si ficticiamente conociéramos a otras inteligencias de otras galaxias (como creían y aún creen muchos astrónomos que ignoran la ciencia biológica), ¿existiría también, y en cada una de ellas la antitesis amor-odio?
A mi juicio, aceptar esto último sería absurdo, porque, un hipotético ser extraterrestre inteligente, no tiene por qué transitar por la misma senda de la tortuosa evolución de la humanidad.
Luego a consecuencia de este razonamiento, debemos concluir en que, el bienaventurado bien y el mal aventurado y réprobo mal, son proyecciones del ser humano. No existen en el Cosmos, sino tan sólo dentro de la bóveda craneana del Homo sapiens.
Esto es filosofía mezclada con ciencia experimental, amigos lectores. Creo que a ningún filósofo de antaño le hubiese agradado leer estas líneas. Ni tampoco a los exobiólogos y “platillistas” (creyentes en los “platos voladores” y seres extraterrestres).
Alguien dijo: “Homo homini lupus”, expresión latina que se traduce: “El hombre es lobo para el hombre”. (Aunque no crea que sea tan así con respecto a estos animales que viven en manadas, porque se extinguirían para quedar un solo lobo con destino trunco también). Pero el sentido de la frase le sienta a las mil maravillas al hombre, capaz de autoextinguirse en una conflagración mundial con armas nucleares u otras tecnologías mortíferas.
Pero lo risible de todo este antropológico asunto resulta ser, cuando uno acude a la filosofía pretendiendo desasnarse para encontrarse allí frente a frente con ideas como que “el hombre es la imagen y semejanza de un Dios (con mayúscula)”. Esta patochada queda totalmente desvirtuada si la confrontamos con el concepto que posee la teología acerca de ese Dios, como un ser perfectísimo, sumamente bueno, puro amor por sus criaturas, entre un sinfín de cualidades exquisitas. En efecto, ¿cómo comparar a este perfectísimo ser inventado por la mente humana, con el polifacético Homo, que es un lobo para sí mismo?, ¿Que contiene en su naturaleza la dualidad del bien y del mal?, dejando de lado, por supuesto, el intento de explicación que pretende intercalar entre este Dios y el hombre, a un ente maligno que se denomina Diablo o Satán, y otros motes.
Pero… ¡por favor! ¡dejémonos de tonterías!
Si el hombre fuera el reflejo de un dios absoluto, entonces ¡vaya ser absoluto de suma perfección! Consistiría más bien en un ente abarrotado de una extraña mezcolanza de virtudes y defectos, “a años luz” de distancia de aquel Dios perfectísimo ¡paradójicamente ideado por su criatura” imperfecta! (Acordémonos al paso, que la teología es para los racionalistas “de raza” una mera pseudociencia).
Basta con leer una buena y completa historia universal del hombre, para enterarnos de todas las atrocidades cometidas por este huracán desatado, dueño del planeta, quien poco a poco va “tapizando” su superficie con miles de millones de habitantes, en millones de kilómetros cuadrados, y también vuela por el espacio aéreo y… a veces más allá.
Por mi parte, he leído cuatro historias universales de la humanidad en varios tomos de distintos autores, y no he hallado allí más que guerras intercaladas entre algunos transitorios periodos de paz, con civilización.
Las guerras siempre han existido, desde la más remota antigüedad de la cual se tenga documentación, hasta el presente. Tanto entre las civilizaciones antiguas como Egipto, Asiria, Babilonia, Persia, Grecia, Imperio Romano… como en la China, la India… y las protagonizadas por las huestes de los bárbaros, hunos, vándalos… y un sinfín de depredadores, amén de los afamados, y para el hombre pacífico, tristemente célebres conquistadores como el babilonio Nabucodonosor, los faraones egipcios; el pérsico Jerjes; el mogol Gengis Khan; el tártaro Timur (Tamerlán); quienes dejaron un tendal de muertos inocentes a su paso. Luego, el célebre discípulo de Aristóteles: Alejandro Magno, quien si bien repartió cultura, lo hizo mediante una masacre de pueblos entre cuyas víctimas inocentes, con toda seguridad, hubo niños de todas las edades, amén de personas adultas que en otras circunstancias podían haber sido ¡sus mejores amigos!
Y más modernamente, otra vez en el denominado “Viejo Mundo”: Europa, y otras áreas del Globo involucradas, tuvimos las tristemente célebres Primera y Segunda Guerras Mundiales, que dejaron un monstruoso tendal de muertos, heridos e inválidos (entre estos últimos, mi padre), cuyo horror, sobre todo el desatado por la última, fue una desgarrante muestra de lo que es capaz el agresivo Homo belicus (del latín que significa: “hombre belicoso”) en materia de luctuosos desatinos.
¡El horror clama a gritos! Y los pacifistas del mundo que se desgañitan gritando ¡paz!, quedan reducidos a una nada inoperante.
Incluso las conquistas europeas en América, suenan a masacres inhumanas realizadas por humanos (no valga el contrasentido).
¿Acaso los nativos de las Américas no eran dueños de sus tierras? ¿Por qué el hombre blanco masacró pueblos enteros y sometió a Incas, Mayas y Aztecas, para sentar sus reales en los territorios descubiertos?, diciendo desfachatada y salvajemente: ¡esto es nuestro! ¡Mueran los salvajes! Y por añadidura denominó a todo el territorio conquistado, América, en nombre de un marino italiano, un tal Américo Vespucio, quien comprobó que el continente descubierto por europeos no era Asia como creía Colón.
Luego, con prepotencia, se instaló el hombre blanco en estas tierras con sus virreinatos de la Nueva España, de Nueva Granada, del Perú, del Brasil y del Plata y… allá, por el norte, allá “arriba”, empujados los nativos, se asienta con prepotencia una Nueva Inglaterra y todo lo demás, para, con el correr de los años, ser una nueva y poderosa nación que todos denominamos: los Estados Unidos de América y que yo nombraría a mi antojo, o.. más acertadamente de Toro Sentado (Tokanta Yotanka, Sitting Bull) jefe sioux, quien venció y exterminó a las tropas del general Custer y se negó a establecerse en una reserva). (Un poco de chiste para ridiculizar al hombre blanco (Homo albus) en su faz prepotente, no viene mal).
Toda esa extensión de tierras desde el polo norte hasta Tierra del Fuego, pertenecía por derecho de primacía a otros subestimados Homo sapiens, subespecie americanensis (valga su reclasificación, siguiendo a Vespucio), que incluso recibieron la denominación impropia de indios (porque supuestamente se creía que eran habitantes de la India según Colón). Y para expandirse con sus armas superiores, el Homo europaeus (del latín, que significa hombre europeo) quitó la vida a infinidad de nativos a quienes despreciaba tratándolos de salvajes, e incluso el clero denominó como “hombres sin alma” endemoniados (sic) a los Aztecas, Mayas e Incaicos, cuando brillaban con sus culturas que mucho tiempo después fueron redescubiertas y valoradas por los antropólogos y arqueólogos.
Además, toda tribu fuera del ámbito de esas civilizaciones, como los navajos, cheroquis, mohicanos, chibchas, aimaras, quechuas, guaraníes, mapuches (o araucanos), patagones, fueguinos, pampas, etc., poseía, por su parte, su organización, lenguaje, creencias, leyendas, costumbres… y todas las cualidades propias de un ser humano, lejos del salvajismo de un yaguareté o de un puma. Claro está que, como en el caso del europeo, asiático, africano y todo habitante de cualquier punto del mundo eran también guerreros. Después de todo, ¡seres humanos!, pues a su vez estos habitantes del mal denominado Nuevo Mundo, tampoco se salvaron de la belicosidad de la “raza humana”, ya que entre ellos también hubo masacres, guerras a muerte. Para el caso, recordemos que los aztecas y los incas, “no hacían mas” que guerrear con sus vecinos y someter a otros pueblos. Y tampoco nos olvidemos de las luchas tribales entre pueblos atrasados de todo el orbe, amén de los actuales combates sin fin en distintas regiones del planeta para conseguir algún “soñado” “paraíso terrenal”.
Después de todo somos todos “¡seres humanos!”. (Muchos de ellos, no tan humanos), desperdigados en distintas razas provistos genéticamente de un fondo belicoso.
A esta altura de este “apocalíptico” escrito, pareciera ser que este “maldito” autor, tratara de espantar o aterrorizar lo más posible al lector, quitándole las ganas de continuar la lectura, al mismo tiempo que denigrar al género humano y dejarlo malparado; pero no desmaye el leyente, pues, ya vendrán “tiempos mejores” si la cordura se impone en el sentido de lograr una sociedad global más perfecta en todos los sentidos.
Ármese de coraje el lector y sigamos adelante prendidos de la mano (si no es que les repugna). Aparte de las contiendas bélicas, nos enteramos de día a día por los medios de información, como anda el mundo: crímenes, robos, secuestros, torturas, vejaciones, reyertas, extorsiones, terrorismo, abusos y un sinfín de lacras protagonizadas por el espécimen Homo sapiens (a pesar de que muchos individuos de esta especie, de sapiens (sabiduría) poseen poco o nada, a quienes yo más bien reclasificaría como Homo tremebundus (de tremebundo: espantable, horrendo, que hace temblar).
Ahora sí, creo que debo “aflojar” con esta, mi cruda misantropía y poner punto final a este escabroso asunto de corte antropológico.
Para suavizar este tema, propongo clasificar, como si se tratara de otra especie a la contrapartida del espécimen recientemente definido (y denostado), como Homo sublimis
(Hombre sublime), es decir subespecie noble que debe luchar constantemente frente a frente con esa otra “subespecie” ruin, ya definida con creces en este crítico escrito.
En efecto, no obstante todo el horror por mi descrito, y como contrapeso, tenemos las cualidades nobles del autodenominado “rey de la creación”, que compartimos con el perro y el caballo.
Entre otras cualidades elevadas que poseemos, podemos mencionar la compasión, el altruismo, la solidaridad, la caridad, la piedad, la generosidad, el desinterés, el sacrificio… y un larguísimo etcétera de virtudes. Y por esto y no otra cosa, estamos aquí soñando, haciendo cosas saludables… ¡sobreviviendo!
Esas cualidades constituyen auténticos factores de supervivencia que sirven de freno, almohadilla o contragolpe al huracán desatado (léase Homo tremebundus) en este puntito del Universo que es nuestro planeta, sin dios alguno que arregle el permanente desarreglo de este polifacético mundo.
Ladislao Vadas