Una vez dada a luz la criatura humana, ésta comienza a incursionar en un mundo que no es el real.
Nunca pudo haber tenido razón el filósofo Hume cuando afirmaba que: “… nada está jamás presente en el espíritu excepto sus percepciones, o sea sus impresiones e ideas, y que los objetos externos sólo llegan a ser conocidos por nosotros por esas percepciones que ocasionan. Odiar, amar, pensar, sentir, ser: todo esto no es sino percibir”. Y “Nunca podemos concebir otra cosa que percepciones y, por consiguiente, todo deberá asemejárseles.” (Tratado de la naturaleza humana. (Acerca del entendimiento). Segunda Parte, Sección VI, y Cuarta Parte, Sección II).
Está claro que, al no existir para Hume el inconsciente y el subconsciente, las neuronas ni los quarks, todo quedaba a nivel sensitivo, y la interpretación de las impresiones era para él un misterio inexplicable.
No obstante, al parecer, algo ha logrado intuir según estas sus palabras: “Como todo razonamiento relativo a los hechos surge sólo de la costumbre y ésta sólo puede ser efecto de percepciones reiteradas, la extensión de la costumbre y el razonamiento más allá de las percepciones nunca puede ser el efecto natural de la repetición y conexión constantes, sino que debe surgir de la cooperación de de algún otro principio”. (Obra citada, cuarta parte, sección II.
El niño, en la medida en que va “chocando” con el mundo exterior, elabora nociones bien alejadas por cierto de la realidad.
Estas nociones son el producto de una trama cerebral preparada previamente por el desarrollo organogenético fetal, basado en un plan o código genético presente en el cigoto.
Esta masa cerebral, o más bien esencia del Universo (según mi óptica de ensayista), casi toda ella “vacío” según las dimensiones del átomo comparadas con sus elementos componentes: protones, neutrones y electrones, es la que queda estampada con las impresiones exteriores, aunque nunca como una tabula rasa, según expresión aplicada a la condición del “alma” antes de la adquisición de cualquier conocimiento. Platón, por ejemplo, comparó el alma con un bloque de cera sobre el cual se imprimen las sensaciones y los pensamientos que quedan en la memoria (Véase de este filósofo: Teeteto, 191).
A su vez Aristóteles comparó a la inteligencia en blanco, con ”una hoja donde no se ha escrito nada en realidad, en entelequia” (Tratado del alma, III. 4.).
Ambos pensadores estaban equivocados al igual que otros posteriores.
Lo cierto es que la inmersión en el mundo psíquico es paulatina. Día tras día, el niño va obteniendo “psiquizada” (valga el neologismo) la realidad, esto es “subjetivizada” (valga este otro neologismo), o tal vez “bañada o “coloreada” de psiquismo.
Existe una cierta acción dual, esto es: percepción-cerebro; y finalmente es el cerebro activo el que interpreta y elabora una versión del mundo, según mi óptica. Se va formando así en la mente del niño una noción turbia de la realidad, un seudomundo en donde no es posible discernir lo posible de lo imposible.
Es fácil entonces, engañar a una criatura haciéndole creer en “los reyes magos”, por ejemplo, o que si fallece su madre, ella quedará esperándolo transformada en una estrella allá arriba en el cielo, o que pasado un tiempo volverá a la vida; que los árboles pueden hablar; la Luna sonreír; el Sol ocultarse tras las nubes con movimiento propio; los animales pensar y conducirse cual personas.
En resumen, en el mundo del niño, todo es posible. Se trata de un entorno plástico, animado, fantástico… donde los seres más fabulosos pueden existir y los objetos físicos como ramas secas y rocas pueden pensar, querer, odiar, ser buenos o malos y provistos de voluntad, causar daño adrede.
Pero he aquí lo notable: ¡jamás se abandona totalmente la versión psiquizada del mundo del niño, una vez en la adultez!
Así es como el hombre se transforma en “la medida de todas las cosas”, como bien lo dijo Protágoras en Platón, Teeteto, 152 a) y de ahí es de dónde nacen las “mil y una” pseudociencias que inundan nuestro mundo, engañándonos desde niños, y en la adultez si es que no nos ilustramos suficientemente con las ciencias, este gran tesoro que poseemos y que muchos, la mayoría ignoran pagando a veces las consecuencias.
Ladislao Vadas