Si bien por el momento el oficialismo parece haber levantado el pie del acelerador en su propuesta de reforma constitucional, todo parece indicar que, aun con el 66% de la gente en contra de dicha reforma, igual insistirán y harán lo imposible por llevar a cabo el proyecto de CFK for ever.
Parece haber dos grandes argumentos que esgrime el oficialismo para impulsar la reforma constitucional.
El primero es la re reelección de CFK porque para ellos es la única persona que puede llevar adelante el proyecto nacional y popular. Es decir, con este argumento reconocen dos cosas: a) que no tienen a nadie más dentro de las filas del kirchnerismo como para ganar una elección y b) que no creen en las instituciones como mecanismo de desarrollo de los países sino que creen en personajes providenciales, algo así como un dictador bueno que solo él está en condiciones de guiar a un pueblo descarriado y sin rumbo. Puesto en castellano básico, todos los argentinos somos una colección de tarados que no podemos encontrar a una persona que pueda hacer crecer el país y solo una sola, ella, es la tocada por la mano de Dios para salvar a la patria. Un verdadero pensamiento mesiánico, entendiendo por mesiánico “sujeto real o imaginario en cuyo advenimiento hay puesta confianza inmotivada o desmedida” según la Real Academia Española.
El tema de la posibilidad de reelegir a un presidente siempre fue tema de debate. Personalmente, creo que no debería haber reelección para que sean las instituciones y no las personas las que conduzcan a un país hacia la senda del crecimiento. Dicho de otra manera, con reglas de juego claras, las personas elegidas por el voto deberían limitarse a administrar la cosa pública por un corto período y luego le tocaría el turno a otro, quien, siempre subordinado al orden jurídico existente, administraría la cosa pública.
En todo caso, de haber alguna reforma debería ser para anular la relección del presidente y dejarle solo un mandato de cuatro años, a partir de los cuales se vuelve a su casa. De esta forma no solo imperarían las instituciones, sino que, además, llegar al poder dejaría de transformarse en un negocio personal por el cual los sátrapas se matan por alcanzarlo. Además, desestimularía el clientelismo y otras formas perversas de someter y denigrar a la gente.
El segundo argumento que esgrime el oficialismo es el de cambiar el espíritu de la Constitución para llevarnos a una especie de socialismo del siglo XXI al estilo Chávez.
Este segundo argumento francamente no lo entiendo, porque hoy el Gobierno ignora olímpicamente la Constitución Nacional. Por ejemplo, y sin defender a la ex Ciccone, el Ejecutivo la intervino por decreto cuando en realidad constitucionalmente es un juez el que debe dar la orden de intervención.
Más patético es que el presidente pueda firmar un DNU y que, con la aprobación de una sola cámara, ese DNU tenga fuerza de ley, cuando todos sabemos que un proyecto de ley para transformarse en ley necesita de la aprobación de ambas cámaras. Es decir, el presidente se ha transformado casi en un dictador.
Agreguemos a eso los superpoderes para manejar el presupuesto a su antojo, la aplicación de impuestos o modificaciones de las alícuotas sin pasar por el Congreso e infinidad de otras cuestiones como para advertir que hoy en día la Constitución es letra muerta.
Al respecto, tengo mi teoría. En rigor, nuestra Constitución de 1853 tuvo un espíritu liberal que fue el que le permitió al país dejar de ser un desierto para transformarse en una de las naciones más prósperas del mundo. Los inmigrantes no venían a morirse de hambre a la Argentina, sino que llegaban a estas tierras porque sabían que —con su esfuerzo y trabajo— tenían un futuro.
Por supuesto que hoy está de moda denostar a la generación del 80, pero la realidad histórica es que esa generación, con sus más y sus menos, construyó un país pujante. Sin embargo, en algún momento de la historia, fecha que da para el debate, se quebró el espíritu de la Constitución de 1853 y nos fuimos al diablo. Las ideas fascistas, el falso nacionalismo y el populismo tuvieron más peso en las ideas de la mayoría de la población que el espíritu de la Constitución de 1853.
Mi impresión es que esa Constitución que impulsó Juan Bautista Alberdi fue perfecta en los papeles, pero hubo una generación que no compartió los ideales plasmados en Las Bases, primero, y, luego, extensamente explicados en el Sistema Económico y Rentístico (el título del libro es más largo).
Dicho de otra manera, pareciera ser que la mayoría del pueblo argentino no comparte los ideales de Alberdi, sino que se ha inclinado más por el populismo, el fascismo y gobiernos poderosos, con lo cual la Constitución de 1853 tuvo un período muy corto de vigencia en nuestra historia. Sin embargo, en ese breve período demostró que si se seguían sus pasos podía ofrecerles a sus habitantes la libertad y el progreso económico.
Por eso muchas veces dudo de la fuerza que pueda tener una constitución escrita. Si las ideas que nutren a una constitución no son carne en la sociedad, esa constitución está destinada a ser ignorada.
Ahora bien, si a lo largo de nuestra historia del siglo XX y lo que va de este se ha vulnerado sistemáticamente la Constitución de 1853, y no solo en la parte en que se establece cómo se eligen las autoridades de la nación sino también en los derechos y garantías de los ciudadanos, la pregunta que surge es: ¿Para qué quiere el kirchnerismo cambiar la Constitución si igual no la respeta? ¿Para qué modificarla si de todas formas hace lo que se le canta?
Obviamente que la primera respuesta que surge es para que Cristina Fernández de Kirchner pueda perpetuarse en el poder. Otra respuesta posible es que, además, necesitan el poder para no sufrir un tsunami de juicios luego de perderlo. Sin embargo, también podría agregarse la idea de reformar la Constitución para darle “legalidad” a un gobierno autoritario.
En los 70, los grupos subversivos quisieron tomar el poder por las armas para establecer una dictadura al estilo cubano. Y bueno es aclarar que esa lucha armada la llevaron a cabo bajo un gobierno electo como fue el de Isabel Perón, que asumió la presidencia luego de la muerte de Juan Domingo Perón. Es decir, los muchachos idealistas de los 70 se alzaron en armas contra un gobierno constitucional para intentar establecer una dictadura. Si el golpe del 76 no se hubiese producido, se quedaban sin argumentos para continuar la lucha armada porque no podían argumentar que usaban las armas contra un gobierno constitucional. Necesitaban que los militares tomaran el poder para así “legitimar” sus acciones violentas.
Hoy día ese mecanismo sería rechazado por la sociedad y, por lo tanto, la reforma constitucional sería algo así como la frutilla del postre que le daría “legitimidad” a una dictadura limitando o anulando la libertad de expresión, el derecho de propiedad, de enseñar, de aprender y difundir las ideas sin censura previa. Digamos que la idea es mostrarle al mundo que esto no es una dictadura porque tiene una Constitución que avala los atropellos del gobierno contra los habitantes.
El gran interrogante es el siguiente: así como la mayoría de la gente no aceptó el espíritu liberal de la Constitución de 1853, habría que ver si en la mayoría de la población impera el espíritu de un gobierno dictatorial y eterno.
Mi impresión es que ese espíritu de un gobierno autoritario y eterno no impera en la sociedad argentina, sobre todo en la clase media, y por eso los continuos ataques del gobierno a ese sector de la sociedad. Tengo para mí que el continuo ataque a la clase media es un paso fundamental para poder avanzar hacia una reforma constitucional que “legitime” una dictadura. Destruirla para que no sea un obstáculo en su avance hacia el autoritarismo. Es por eso que no se aplican políticas que terminen con la pobreza. Por el contrario, el “negocio” político es crear más pobres, suponiendo que los pobres apoyarán un modelo autoritario. Igualar hacia abajo con unos pocos ricos que detenten el poder sería el objetivo.
Tal vez me equivoque, pero me parece que el espíritu de la reforma constitucional es, justamente, el de darle un aspecto de “legitimidad” a un sistema autoritario. En los 70 quisieron imponerlo por las armas y fracasaron. Ahora, intentan simular un proceso democrático para ver si consiguen lo que no lograron por la vía del terrorismo.
Roberto Cachanosky
Economía para Todos