Con una oposición menos fragmentaria y enfrentada que la argentina, los tiempos serían mucho más difíciles para Cristina Fernández, muy lejos ya de la aprobación mayoritaria de sus compatriotas que reflejaban las encuestas de hace un año. Además de en los sondeos, los argentinos han comenzado a expresar en la calle su protesta contra unas políticas y su manera de ejecutarlas por parte de una presidenta progresivamente encerrada en una torre de marfil, apoyada en una joven camarilla en torno a su hijo Máximo y hostil tanto hacia cualquier discrepancia política como a todo periodismo que no sea servilmente laudatorio.
El parón en una sostenida bonanza económica, que durante los últimos años ha permitido a Argentina crecer más del 7% al aire de sus exportaciones agrícolas, no es el único argumento del malestar social, aunque sea importante en un país que necesita desesperadamente divisas para atender milmillonarios vencimientos de deuda. Los argentinos que han sacado sus cacerolas a la calle —una heterogénea clase media muy distante de la “élite antipatriótica” que pretende la propaganda oficial— lo han hecho no solo por el coste de la vida o los asfixiantes controles monetarios; también por la inseguridad urbana, la inoperancia de sus servicios públicos, el creciente sectarismo del poder (la utilización sin pudor de los mecanismos del Estado para perseguir a la oposición, ejemplarizada en el grupo mediático Clarín), o la mentira —sobre todo económica, pero no solo— elevada a arma de gobierno. Es imposible hacer creer a todo un país que la inflación anual es del 10% cuando la cuenta del supermercado apunta implacablemente hacia el 25%.
Mucho tendrá que cambiar Fernández hasta las legislativas de 2013 si aspira al refrendo de sus conciudadanos. Entre otras cosas porque la oposición a la reforma de la Constitución, que le permitiría en 2015 un tercer mandato, es uno de los claros mensajes de las protestas. La presidenta argentina no ha sacado a relucir públicamente esta posibilidad, para la que necesitaría una improbable mayoría de dos tercios en ambas cámaras, pero sí sus aliados políticos. Una posibilidad que abonan su gusto por el poder y su indulgencia manifiesta hacia otros líderes populistas regionales que se han atribuido la condición de redentores de sus pueblos y se apuntan a la reelección indefinida, se trate de Hugo Chávez, Rafael Correa o Evo Morales.