Más allá de indagar sobre el pasado y el presente de los referentes de los organismos de derechos humanos como autor de “El negocio de los derechos humanos”, disponible en librerías, propongo dejar de lado los prejuicios del ayer y del presente.
De una forma teórica, “El negocio de los Derechos Humanos” nació desde la convicción de que escribir es escuchar, como decía el genial Rodolfo Walsh y también desde la creencia de que el periodismo es aquello que alguien no quiere que se sepa, como afirmaba el Horacio Verbitsky de “Robo para la Corona”, cuando la pasión por los documentos y la investigación eran utilizados con ese propósito y no como método de extorsión política.
En octubre del 2010, en la presentación de mi primer libro, “Relaciones Incestuosas. Los grandes medios y las privatizaciones” en el marco de la Feria del Libro Político y Social, propuse una odiosa comparación para los asistentes: ¿El sentido común que los grandes medios expresaron, con Bernardo Neustadt como símbolo, de que el Estado era un pésimo administrador y debía deshacerse de sus empresas podía discutirse como, tal vez un día, alguien se deberá animarse a cuestionar la supuesta grandeza de la política de derechos humanos durante el kirchnerismo que, pienso es una cuestión de marketing, una especie de fulbito para la tribuna?
Pablo Llonto, autor de “La Noble Ernestina”, invitado a la presentación, me miró de reojo desde la izquierda y Adriana Amado Suárez, periodista de la Revista Noticias, pareció interesada por el desvarío en medio de la charla en la pequeña aula con no más de 25 asistentes. 90 días después, una vieja conocida me llamó al celular consternada por la historia de Tere, una mujer que había perdido un ojo, acababa de ser madre por tercera vez y había sido despedida por esa razón. Teresa trabajaba en una obra de construcción de la Capital y su magro recibo de sueldo, por 1100 pesos, indicaba que su empleador era la Fundación Madres de Plaza de Mayo. Era un tema tabú como, luego del escándalo Schoklender, reconocería hasta el mismísimo Jorge Lanata: “Todos sabíamos algo pero nadie se quería meter”. Pero algunos colegas habían ido más allá e indagaron, preguntaron. En ese camino comenzó la historia de un libro que tomó un impulso inusitado cuando conocí a Ceferino Reato, una luz en medio de un pasillo oscuro en que las fuentes no se animaban a romper silencios y referentes de otros organismos no querían hablar de “ciertas cosas” para no “hacerle el juego a la derecha”. Siempre les decía lo mismo: “El que roba, el que engaña a los pobres, además de ser un cínico, es el que realmente le está haciendo el juego a eso que dicen es la derecha”. ¿Qué es “la derecha”? En todo caso, ¿usar a los pobres es progre?
La investigación fue compleja. La salida de Sergio y Pablo Schoklender de la Fundación, marcó otro punto de inflexión. La información, antes escondida, ahora salía como un caño quebrado que desbordaba agua a borbotones. Para millones de receptores, Schoklender fue el peor tipo del mundo que había estafado a las Madres de Plaza de Mayo. Para otros tantos millones de argentinos, eran todos chorros, incluso Hebe. Tanto a los integrados como a los apocalípticos, mucho no les importó y Cristina arrasó en las elecciones. El escándalo más grave de corrupción del kirchnerismo se tapó ante una sobredosis de información y ante el morbo de una relación simbiótica que se quebró entre cámaras, micrófonos y puteadas. Se habló de “Parricidas mediáticos” y hasta de hombres que eran capaces de “hacerle más daño a las Madres que los milicos”. Pero, para ese entonces, el combo del negocio de los derechos humanos ya era una realidad imposible de ocultar.
El negocio no es solo cuántos fondos recibieron, durante estos años, tal o cual organización sino también el del símbolo, el gesto, el mimo y “el sentirse” que ciertas personas eran escuchadas desde las altas esferas del poder. Influencias. Dinero. Cargos Públicos. Todo junto significó impunidad para hacer y decir cualquier cosa; para apoyar, sin peros, un proyecto nacional y popular que vaya a saber cuál sea, más allá de la permanencia en el poder. Así, la Hebe de Bonafini, intransigente del pasado, olvidó aquello de cuestionar al poder y la bonachona aunque guerrera, Estela de Carlotto, se convirtió en una “colocadora” profesional de cargos públicos para amigos, parientes e hijos. En un gobierno en el que parecer es hacer y en que el relato va más allá de la historia, el símbolo puede prevaler sobre el dinero o viceversa.
No fuimos los periodistas de investigación quienes ensuciamos la bandera de los derechos humanos ni a tal o cual organismo. Fueron sus referentes quienes arriaron esas velas para transformarlas en banderines del kirchnerismo de ayer o del más combativo, “Unidos y Organizados” cristinistas del 2012 que amaga por ir “por todo” pero que podría quedarse sin nada. Es estéril la discusión de si fue un gobierno el que cooptó a los organismos o si fueron ellos mismos que pusieron el cartel de liquidación. Ya es tarde. Es fundamental entender el pasado de los protagonistas, tanto de las luchadoras de antaño como de los funcionarios y dirigentes que ocupan la Casa Rosada desde hace casi 10 años como una casta que de revolucionaria solo tuvo su exponencial crecimiento patrimonial y la forma de encapsular el pensamiento de la mayoría inmensa de los argentinos durante tanto tiempo.
Si durante años creímos que el Estado argentino era parasitario, inútil, hueco, inservible y había que privatizarlo, sin preguntarnos realmente las causas y si había existido alguna especie de boicot interno o plan para que así fuera, la política de derechos humanos del kirchnerismo fue tomada, per se, como indiscutible en tanto como genialidad digna de Einstein o bondadosa como la santísima trinidad. ¿Qué fue y es esa política? En el libro, no teorizo ni indago en la apertura de juicios de lesa humanidad pues pienso que es una cuestión del ámbito judicial y que se hubiesen llevado a cabo inexorablemente más allá de quién ocupase el sillón de Rivadavia. Otra era la Argentina pos crisis del 2001. Los tiempos cambiaron luego del 19 y 20 de diciembres y esos aires de cambio, soplaron a favor de Néstor Kirchner quien se sumó a ellos. Lamentablemente, con la creencia de que “todo hombre tiene su precio” los llevó hacia un solo lugar. El suyo.
Retomando los dos axiomas iniciales de Walsh y de Verbitsky, pienso que el periodismo debería dejar de lado sus prejuicios, regresar a las preguntas más sencillas y cuestionar todo, aunque parezca certero, obvio, ya dicho y establecido. No hay verdaderas absolutas. 2 años pasaron para que este libro sea. Mucha agua pasó debajo del puente y miles de anécdotas e historias sucedieron. Algunas máscaras comenzaron a caer y las arrugas de los protagonistas empezaron a aparecer, a pesar de incontables capas de maquillaje. Sin embargo, aún se animan a creer que el show continúa como si nada, que siguen construyendo casas ficticias o que las víctimas de sus negocios jamás existieron.
El libro no es un compendio de ideas, sino una intensa investigación periodística que reúne más de 300 entrevistas, la búsqueda de información en los lugares en que se produjeron los hechos —desde el norte argentino, pasando por el conurbano olvidado hasta el subsuelo del Elefante Blanco, símbolo del olvido y la desidia, a pocos minutos del centro porteño—. Están las palabras de casi todos los protagonistas, no solo los que aparecen a diario en las portadas de los periódicos sino los que aguantaron el bofetón del poder sobre sus rostros, los que no tuvieron voz hasta el día en que esta obra llegue a sus manos. Después nadie será inocente. Para comprender la historia reciente de nuestro país, entre la construcción trucha de obra pública, la corrupción, el narcotráfico, el amiguismo y el clientelismo político, el juego de influencias, el rol de los medios, los aprietes y la muerte, las desapariciones en democracia y la pobreza e injusticia más extrema, considero que “El negocio de los derechos humanos” colaborará a echar un granito de arena a una Argentina que desea oxigenarse, respirar aire nuevo, sin los vicios que nos han llevado a una permanente rencilla que no nos lleva a ninguna parte. Espero que no sea poco, como suele concluir el director de este portal, sus sendas investigaciones.
Luis Gasulla
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