Eran un poco más de las 16 del jueves 3 de marzo,
cuando el fiscal Gualtieri
ordenó desalojar a los camioneros que protestaban en la entrada del Centro de
Distribución de Coto,
ubicado en Esteban Echeverría, y les largó encima a la Guardia de
Así,
nuevamente las pantallas de la televisión vespertina se poblaron de imágenes
de uniformados ataviados como para la Guerra del Golfo
Otra
vez un gobierno justicialista recurre a la ley de la selva para obturar un
reclamo sindical, paradójicamente encuadrado dentro de la CGT oficialista,
mostrando patéticamente como las contradicciones permanentes siguen horadando
la coherencia gubernamental.
Pues
por un lado, el presidente Néstor Kirchner y su
ladero bonaerense el gobernador Felipe Solá se
autoproclaman los heraldos de la cultura del trabajo, mientras que en otro no
vacilan en apelar a otra muestra de brutalidad policial para acallar a los díscolos.
Se
dirá que esto cada vez forma peligrosamente parte del paisaje, cuya
aterradora semicotideaneidad evidencia,
además, el engrosamiento de la brecha que divide a la corporación política
con el resto de la sociedad civil.
Tarde de ira
Las cámaras de Canal
26 muestran como un manifestante recibió diez balazos de goma en
su cuerpo, mientras que otros veinte fueron brutalmente molidos a palos y uno
se hizo acreedor de una patada equina en su cabeza.
A
eso de las 16:57 todo había terminado, con los uniformados dueños de la
situación y la bronca a flor de piel de los camioneros que no salían de su
asombro; mientras que dolido por los golpes, el hijo de Hugo Moyano,
Pablo, anunció un inminente paro nacional de camioneros como contragolpe a
los palazos y balacera.
Asombro,
precisamente ésa es la sensación primordial de quien observa estas imágenes.
Las mismas remiten a otras jornadas luctuosas recientes, como las del 19-20 de
diciembre de 2001, o las del 26 de junio de 2002, cuando la sinrazón de la
fuerza provocó víctimas fatales y el día se tiñó de rojo.
Quien
escribe estas líneas, como muchos memoriosos, se toma la cabeza con sólo
pensar que sucedería si en alguna represión indiscriminada como la
puntualizada, hubiera uno o varios muertos. Pues siempre esas cuestiones se sabe
cómo empiezan, pero jamás cómo terminan. Por eso, las autoridades
nacionales y provinciales deben pensar dos veces antes de seguir apelando a la
sinrazón cavernaria.
Y
también, si pretenden seriamente recuperar un mínimo de coherencia, dejar de
lado la actitud esquizoide de mostrar una careta
amable ante las cámaras en discursos vacíos, ocultando en realidad la dura
faz de la represión permanente.
Fernando Paolella