Él se pasea por el mundo, que le parece estrecho, como un coloso y nosotros, míseros mortales, debemos caminar bajo sus piernas enormes y atisbar por todas partes para hallar una tumba ignominiosa”, manifiesta Casio a Marco Junio Bruto, mientras la multitud aclama delirante al dictador en ciernes Julio César. Tres veces Marco Antonio le ofreció una corona de guirnaldas, y tres veces la había rechazado. Pero Casca, uno de los futuros conspiradores, advirtió que cada negativa era más débil que la anterior. Así se lo comentó luego a los nombrados Bruto y Casio; el primero de ellos ya rumiaba el plan para defenestrar al futuro monarca, mientras que el segundo no se decidía cómo actuar. Este contrapunto es el comienzo del drama shakesperiano Julio César, que con toda contundencia refleja el ascenso y caída de un tirano que se perdió a sí mismo.
“Cada esclavo tiene en su propia mano el poder para cancelar su autoridad”, dice Casca a Casio, mientras arrecia la tormenta en el cielo y en sus espíritus. “Y, entonces, ¿por qué ha de convertirse César en tirano? ¿Qué seca basura es Roma, qué deshecho, qué pedazos de corteza de árbol cuando sirve de baja materia para alumbrar una cosa tan vil como César?, contesta Casio, en el mismo instante que un trueno seguido de un fulminante relámpago rubrica sus palabras. Esto es suficiente para su interlocutor, quien enseguida le da la mano y sellan un pacto para acabar con los delirios de grandeza del conquistador de Galia y Egipto.
Si bien esta genialidad del bardo de Avon alude a un suceso histórico acontecido miles de años atrás, se puede trazar un paralelismo con la realidad política argentina actual. Sin imaginar al presidente Néstor Kirchner como un émulo de César, coronado de pámpanos tres veces por su amada esposa Cristina, bajo los aplausos de una parcialidad en el Congreso luego de anunciar el triunfo del canje de la deuda. Alejado también de las miradas airadas de los conspiradores del drama citado, porque seguramente será difícil hallar en tal recinto una caterva de hombres de honor. ¿Hombres honorables se habían juramentado para asesinar a César? Sin entrar en el eterno debate de la licitud del tiranicidio, aceptada hasta por Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica, es muy probable que ellos lo constituyeran en serio; más preocupados por salvar a la República romana que por sus mezquinos intereses personales.
Es que en el aniversario de este aniversario, la corporación política vernácula está demasiado preocupada en ventilar sus trapitos sucios sempiternamente y alabarse a sí misma, que romperse el lomo para bregar por el siempre postergado bienestar general.
A los pies de Pompeyo
“Si pudiera rebajarme a suplicar, los ruegos me conmoverían. Pero soy constante como la estrella polar, que por su fijeza e inmovilidad no tiene semejanza en el firmamento. Esmaltados están los cielos con incontables chispas, todas de fuego y todas resplandecientes. Pero entre ellas sólo una se manifiesta en su lugar. Así ocurre en el mundo; poblado está de hombres y los hombres se componen de carne y sangre. Y, sin embargo, sólo conozco uno que permanezca en su puesto inconmovible a la presión. Y qué ése soy yo, dejadme probarlo con una sencilla muestra: ¡firme he sido en que se destierre a Cimber, y firme soy en mantenerlo así!”, exclama César henchido de orgullo ante los arrodillados Casio, Bruto y Cimber. Este es el momento que esperaba Casca, quien adelantándose se abalanza sobre él gritando: “¡Hablen mis manos por mí!”. Y le asesta la primera puñalada detrás del cuello. Los demás hacen su parte, ante las miradas aterradas de un Senado impávido. El dictador termina cayendo a los pies de la estatua de su enemigo Cneo Pompeyo, mientras sus matadores se lavan las manos en su sangre proclamando “¡Paz, independencia y libertad!”. Mientras lo hacían, Casca reflexiona en voz alta: “¿Cuántos siglos verán representar esta sublime escena, en naciones que están por nacer y en lenguas aún desconocidas?” “¿Cuántas veces se verá sangrar a César en simulacro?. Y ahora yace a los pies de Pompeyo, no más preciado que el polvo”, le contesta con absoluta certeza su compañero Bruto. Uno de los simulacros bien puede ser el del presidente boliviano Mesa, quien ahora parece más apaciguado porque el Congreso le negó la renuncia y puede seguir en su puesto. También César sangra en simulacro virtual ante las sonadas derrotas de PJ en los recientes comicios, piedra de toque para un partido cada vez más al borde de la implosión.
El César de carnaval, o entresacado de un cómic (imaginarse a Homero Simpson en su papel), sangra también virtualmente en la persona patética de Aníbal Ibarra, más preocupado en conservar su cabeza que se haga justicia luego de la noche atroz de Cromañón. Pero ellos no tienen para nada en cuenta, como muchos de los que ahora pueblan cargos públicos, que “el mal que hacen los hombres perdura sobre su memoria, mientras que frecuentemente el bien queda sepultado con sus huesos” (Marco Antonio en el drama mencionado).
A pesar de los idus de marzo y las arenas del tiempo, la memoria de César aún se yergue a miles de años de la caída de su herencia, el I mperio Romano. Mientras tanto, el ex presidente a dedo Duhalde declara que no quiere que se expulse a los felipistas del peronismo bonaerense. Y no hay por ahí ninguna estatua de Pompeyo, ansiosamente requerida por los espectros de unos hombres honrados.