La discusión que se ha disparado junto con los saqueos se basa en una disyuntiva simplista: o son organizados y se trata de una maniobra política que atenta contra el orden institucional, o bien son espontáneos y estamos como en diciembre de 2001. Lo cierto es que los hechos sociales en general, pero más aún episodios tan sorpresivos e inextricables, tienen causas complejas y no se pueden reducir a disparadores únicos.
Dicen que los saqueos tienen una metodología. Una o varias personas en moto pasean por el lugar y fichan un negocio. Después un grupo más amplio va a pedir comida y mientras discuten va llegando más gente. Se corre el rumor de que se va a saquear un determinado comercio y numerosos vecinos se agolpan hasta que todo estalla.
Esta metodología repetida una y otra vez hablaría, aunque sea, de una promoción de estos episodios por parte de algunos grupos de poder. Darían el puntapié inicial para incentivar y sostener estos hechos tan lamentables que tienen causas más complejas. Igualmente, esto tampoco es prueba de que haya una dirección centralizada.
Sin dudas que la Argentina no está como en diciembre de 2001, pero tampoco está en un “brillante período de paz social”, como se intenta instalar desde la administración Kirchner. La inflación come el salario o los exiguos ingresos por changas de los más pobres. La inseguridad es palpable y hay una fuerte sensación de impunidad y abandono.
Las inundaciones, la necesidad de muchas personas conjugada con una absoluta falta u olvido de los valores de respeto por el otro, la sensación de impunidad ante un poder público que sólo se limita a tratar de detener los saqueos en vez de sancionarlos y evitarlos y el aliciente de algunos punteros u organizaciones políticas que buscan sacar provecho de todo lo anterior, son sin dudas fuerzas que ayudan a la concreción de la locura que estamos viviendo.
En el fondo del problema hay un sistema político de excesiva concentración de poder, dependencia y verticalismo. Esto lleva a la inoperancia institucional y la pobreza estructural que padecemos, y al mismo tiempo a la prevalencia de una visión cortoplacista y mezquina de la política. La única forma de sortear esto es con participación ciudadana a través de partidos democráticos y transparentes que mantengan el poder distribuido.
Tanto desde el Gobierno, como desde por lo menos un sector de la oposición, se maneja la política a través de estructuras de poder abusivas que suelen desempeñar funciones negativas en este tipo de hechos. Probablemente son las mismas que en 2001 hicieron todo lo posible para que la protesta se transformara en violencia. Y la violencia, como siempre, termina favoreciendo a los más poderosos que se aprovechan de la división del pueblo y de su monopolio de la coerción.
Más allá de todo lo anterior, existe claramente en la Argentina un grave problema de valores. Es mentira que la necesidad pueda justificar la violencia. Seguramente todos conocen personas con necesidades básicas insatisfechas, o fuertes dificultades materiales, que siempre rechazaron la agresión al prójimo. Si todos los excluidos de la Argentina se volcaran a la violencia el país, desaparecería de un día para el otro.
Una cosa es comprender la desesperación de mucha gente y otra muy distinta justificar o aplaudir su canalización en contra de otros seres con los mismos derechos, incluso a veces igual o más pobres todavía.
Otro factor cultural que pudo haber dado lugar a los saqueos es, no sólo la falta de respeto al otro, sino la ausencia de una valorización de la función del emprendimiento y el trabajo en la sociedad. Las personas que ingresan al supermercado o minimercado del barrio seguramente no están considerando que si ese negocio desaparece disminuirá el suministro de mercaderías y, no sólo deberán trasladarse un mayor tramo para acceder a los bienes, sino que además deberán pagar un mayor precio por ellos.
No está instalada en la comunidad la idea de que el trabajo y la inversión en un marco de sana competencia no acaparan la riqueza, sino que la generan y facilitan su acceso. De ser así, por más dificultades que estas personas estuvieran atravesando, no actuarían en contra de sí mismas. La bronca debería estar dirigida contra una dirigencia que trastorna la libertad y la competencia en beneficio propio y utiliza el gasto público para fines políticos. Y debería encauzarse hacia la construcción y no hacia la destrucción. Claro que lo primero es mucho más difícil y lleva más tiempo.
Para concluir, cabe plantearse la responsabilidad de todos como miembros de una comunidad. No puede esperarse que las personas que no tienen un techo, ni saben si van a poder comer al día siguiente, o que tienen nula capacidad de ahorro y no conocen lo que es tener un proyecto de vida, de un día para el otro accedan al conocimiento y las expectativas necesarias para adoptar un comportamiento pacífico y productivo. ¿Acaso podría asegurarse que nosotros lo haríamos en su lugar?
Somos quienes tenemos oportunidades, quienes accedemos al conocimiento y la información y quienes podemos apartar un poco de nuestro tiempo y de nuestro dinero para ayudar a los demás y para mejorar nuestras instituciones los que cargamos con la primera responsabilidad de hacer lo que esté a nuestro alcance, por humilde que pueda parecernos, para que algún día todos podamos convivir en paz, con libertad y con justicia.
Rafael Micheletti
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