Existe una regia frase existencialista, una magnífica definición exacta que me gusta al mismo tiempo que me apena y decepciona como ser viviente, y que reza así: “El hombre está yecto en el mundo”, es decir arrojado, abandonado, y yo apenado coincido en un todo con esta desgracia, como una barbaridad.
Aclaro que no soy existencialista, no me he nutrido en el existencialismo, pero acepto la frase porque se ajusta a mi óptica frente al drama humano.
El hombre al nacer, está como “tirado ahí”, enfrentado con el mundo; más aún, ¡a merced del mundo!, y… nadie, ni sus padres, ni la ciencia, ni la sociedad, pueden protegerlo en términos absolutos.
Todo dependerá de su suerte, y tarde o temprano deberá enfrentarse ante las situaciones límites de Jaspers, como sufrir, “enredarse en la culpa”, ser víctima de las falsas ciencias (pseudociencias), estar sometido al azar, luchar, morir y esto es lo ineluctable.
Una vez nacido el niño, tirado, desvalido, a la existencia sin habérselo pedido a nadie, sin haber sido su intención el pasar desde los estados de conjuntos de quarks, átomos, moléculas dispersas en la biosfera y de energía solar captada por los vegetales hacia el estado orgánico, se encuentra de pronto en el papel de viviente. Se halla en la existencia para trasponer el umbral del estado inconsciente inocente, hacia la conciencia, y verse como compelido, propulsado a seguir adelante, siempre adelante, porque detrás suyo se encuentra empujándolo el fuerte instinto de conservación y su futuro depende primordialmente de un aleatorio plan genético compuesto de dos planes anteriores.
¿Qué puede significar este galimatías?
Que una mitad de los genes contenidos en los 46 cromosomas humanos son paternos y la otra mitad maternos, los que van a determinar según su predominancia, la longevidad del futuro ser, su predisposición a determinadas enfermedades, su estatura, hermosura o fealdad, grado de inteligencia y capacidad, y múltiples otros detalles fenotípicos con los que va a enfrentar la vida.
A toda esta constitución o equipamiento básico, habrá que añadir luego un incierto destino, choques con el entorno físico y social, las circunstancias, vivencias, experiencias, oportunidades, frustraciones y otras eventualidades. Todo esto sumado a la dote genética va a hacer de la criatura nacida, una vez en uso de la razón y en su adultez, un “santo” o un criminal, un dechado de virtudes o un depravado; un idiota o un sabio; un doliente enfermo baldado de por vida o un hombre sano hasta su vejez, una persona cuerda o un psicótico, un ser feliz o un infortunado, un rico rodeado de opulencia o un mendigo sumido en la peor miseria, un hombre preclaro o un reo destinado a la cárcel, un ser querido hasta su ancianidad por toda su familia o un desdichado que pasa sus días de larga agonía en manos de extraños insensibles.
Como una prueba más de que estamos tirados, yectos, abandonados en el mundo, es el hecho de que una vez pasado el periodo útil para la reproducción, igual que a los animales, pueden sobrevenirnos toda clase de achaques psicosomáticos en la vejez avanzada, puesto que –podríamos decir- la descendencia ya ha sido asegurada. Así es como aparecen la disminución de la vista y de la audición, la caída de los dientes, debilidad cardiaca, inhibición de las glándulas endocrinas, menor respuesta inmunológica ante los agentes infecciosos, negatividad frente a la vida, alteraciones del carácter y hasta la misma pérdida de la inteligencia por reblandecimiento cerebral, que ya es como una premuerte (valga el neologismo).
Nuestro proceso viviente es como un aparato a pila lanzado a la acción, que se va debilitando en su impulso, deteriorando y trabándose sus piezas hasta la detención total, sin que nadie ni nada vele por su reparación.
A su vez, el lugar y circunstancias de nacimiento del viviente consciente, van a gravitar en su existencia. El que nace en el seno de una opulenta familia en pleno centro de una gran ciudad, tendrá “su propia suerte”; el que hace su aparición en el escenario de la existencia rodeado de la más mísera pobreza tendrá su desgracia; el que viene a la vida en el seno de una familia honesta, puede salir correcto; el que lo hace en un hogar de criminales, borrachos, neuróticos o psicóticos es muy probable que sea un desdichado.
La inocente criatura, el bebé, también viene al mundo sin importar su origen uterino, esto es, si fue engendrado durante una orgía, en el adulterio, la depravación sexual, en el estupro o la concepción legal. El está “ahí y ahora” como algo nuevo e inocente, ¡y basta!
Pero aquí, parece ser que nos hallamos como situados en un tiempo presente.
No hablemos sólo de casos enclavados en el “ahora”. Situemos también al ser en la escala del tiempo, en el pasado y en el futuro.
(Hago la aclaración que para mi el ser no existe, sino en este caso, un proceso viviente). Permítaseme no obstante, emplear en adelante el término “ser” aplicado al hombre en un sentido abstracto o metafórico.
No nos olvidemos entonces de los “seres” del pasado que ingresaron al mundo en estado viviente consciente, y obtuvieron dicha o desdicha, y pensemos en los que lo harán en el futuro, libres de atormentadoras enfermedades incurables que hoy afligen al hombre, pero quizás enfrentados con otras contrariedades desconocidas en nuestro tiempo, y las que surgen de “la mano” de las pseudociencias que inundan el mundo engañando a sus seguidores.
Si vamos hacia el pasado, el ser nacido hace 5000 años en Egipto, por ejemplo, tuvo “en suerte” o “en desgracia” determinadas circunstancias existenciales que lo rodearon, como el peso del ambiente de la época con todas sus exigencias, a veces duras e injustas, enfermedades en aquellos tiempos incurables por falta de técnicas y conocimientos médicos, y que por ende le acortaban la vida, prejuicios y supersticiones limitantes de la “libertad de pensamiento”, etc.
Muchos de los nacidos durante los tiempos de la civilización azteca en América, por ejemplo, tuvieron como funesto destino el hecho de ser enemigos tomados prisioneros y sacrificados a los dioses, según el sangriento ritual religioso del momento, que consistía en abrirles el pecho estando vivos para arrancarles el corazón palpitante y ofrecerlo a los dioses.
A su vez, los creyentes en la religión de Cristo nacidos en Roma en los tiempos del incipiente cristianismo, sufrieron el triste destino de convertirse en mártires crucificados, despedazados por las fieras en los anfiteatros a la vista del público, o quemados vivos, por causa de sus creencias religiosas disidentes.
En cambio muchos que nacieron después, también en Europa durante el famoso tribunal cristiano de la Inquisición, tuvieron como funesto destino las torturas de toda clase o ser también quemados vivos por causa de creencias supersticiosas sustentadas por su jueces inquisidores y verdugos.
A otros les tocó intervenir en las guerras, ser heridos, vivir como inválidos o quedar despedazados en los campos de batalla. A otros vivir los periodos de paz. Unos felices, otros atormentados por diversas causas.
¡Realmente! El ser que está por llegar al mundo, el inocente bebé, puede hallarse frente a todo.
¡Miremos a la criatura recién nacida! ¿Se merece todo eso?
Ladislao Vadas