Se ha dicho, y con razón, que el Papa Francisco aglutina en su persona las mejores tradiciones y virtudes de la Iglesia Católica. Debe ser así para que haya inaugurado tantas enumeraciones: primer Papa jesuita, primer Papa no europeo, primer Papa Francisco, y así podría seguirse.
En este marco, su formación jesuita no debe pasarse por alto, ya que podría pensarse que esta Compañía, de casi 500 años, ha desarrollado dentro de la Iglesia Católica una revolución silenciosa, en cámara lenta, cuya culminación es una de las fuerzas más poderosas que ha trabajado a favor del fenómeno Francisco.
La Compañía de Jesús fue fundada en 1540, en plena época de la reforma protestante. Seguramente su impulso original estuvo imbuido de las ideas y el clima de época. Por ésta y otras razones, podría hacerse un paralelo entre los protestantes más enérgicos, llamados “puritanos”, y la Compañía de Jesús.
Los puritanos deben su nombre a su fervor por “purificar” una Iglesia corrompida, que vendía indulgencias, estafaba y expoliaba a la población, caía sistemáticamente en excesos y se enfocaba en intereses terrenales como el poder político y las riquezas. Los puritanos rompieron cabalmente con todo esto, edificando una nueva Iglesia democrática centrada en el pueblo, en la premisa de construir el paraíso en la Tierra, en el compromiso diario con la humanidad, en la austeridad y la sencillez; básicamente, en la búsqueda de la perfección, de la “pureza”, inspirándose en el “cristianismo primitivo”.
La búsqueda de la perfección por parte de los puritanos fue muchas veces tildada de soberbia e hipócrita por sus detractores, generalmente hombres poderosos que se veían amenazados por la inquietud puritana. Sin embargo, la verdad es que la cultura puritana (que derivó en numerosas y variadas vertientes religiosas) acabó demostrando que la búsqueda de la perfección llevaba, por el contrario, a una mayor apertura mental, a estar pendiente de los errores y a asumir con humildad que siempre se puede mejorar y que en última instancia la misión es maximizar el bien que se haga durante el paso por este mundo.
Muchos intelectuales de renombre, como Alexis de Tocqueville y Max Weber, hallaron una conexión entre este espíritu “puritano” o “asceta” y el desarrollo democrático y social prematuro de países como Inglaterra, Estados Unidos y Suiza, entre otros.
En el contexto de la reforma protestante, la reacción de la Iglesia Católica fue la de inmunizarse contra los cambios. Se estableció la Inquisición, se creó una lista de libros prohibidos y se fortaleció la autoridad papal. Así es cómo los cambios hacia la modernidad, como la libertad de conciencia, la democracia y el desarrollo industrial, tardaron en llegar a los países católicos unos cuantos años más que a los países dominados por el puritanismo (que no es lo mismo que el protestantismo).
En este marco, aquellos católicos que creían que muchas de las ideas y reformas puritanas estaban en lo correcto, debían tener una precaución suprema a la hora de intentar promover esos ideales. Es probable que esta situación haya ayudado a darle forma y contenido a la Compañía de Jesús. Ésta proclamaba como finalidad “la salvación y perfección de los prójimos” y la búsqueda de la “perfección evangélica”, conectando lo divino con lo terrenal, igual que los puritanos. También reconocía un “vínculo especial de amor y servicio” hacia el Papa y un cuarto voto adicional de “obediencia”, acaso para convencer a las autoridades eclesiásticas que su existencia bajo ningún aspecto amenazaría su poder. Después de todo, ¿qué idea más peligrosa puede existir para quienes pretenden ejercer un poder arbitrario que aquella que afirma un deber moral de hacer todo lo que esté al alcance para edificar el paraíso en la Tierra?
En 1540 la Compañía de Jesús fue aprobada oficialmente por el Papa Pablo III. Entre otros, se cuentan como logros tempranos de la orden la fundación de Colegios, la reforma de monasterios y el diálogo con los protestantes. A partir de la aprobación papal comenzó un proceso de expansión numérica que en muchos casos llegó a sacudir a la Iglesia desde adentro. Por ejemplo, las reducciones jesuitas en la América colonial alcanzaron un desarrollo agro-industrial tal y llegaron a ser tan exitosas a la hora de despertar la conciencia y exigir el respeto por los aborígenes que la orden sería expulsada de América en 1767 y luego suprimida en 1773. Cuarenta años después sería restaurada, pero continuaría sufriendo expulsiones y proscripciones en diversos países.
Quizás no del todo por casualidad, los jesuitas terminaron hallando refugio en el mismo lugar que los puritanos. Hacia el final de los años 30, los jesuitas de Estados Unidos formaban el grupo regional más grande, con más de 8.000 integrantes. Hoy en día, año 2013, es la orden más numerosa de la Iglesia Católica que, sin embargo, contó en el último cónclave con un solo representante, el cual fue sorpresivamente ungido Papa.
En unos pocos días, Francisco ha sorprendido a todos por su sencillez, austeridad y humildad, así como también por la claridad de su pensamiento, su carisma y sus predicaciones movilizadoras. En las primeras horas como pontífice, se negó a viajar en la limusina del Vaticano, rechazó el oro, fue él mismo a pagar la cuenta del albergue en el que se había alojado y no quiso saludar a los cardenales sentado en el trono; instó a los prelados, con su discurso y con su ejemplo, a vivir de manera “irreprochable”.
La de Francisco es una revolución que, por su sentido práctico, racionalidad y espiritualidad, y salvando las distancias históricas, parece hacer alusión a la revolución puritana de los siglos XVI y XVII. Acaso, como todo lo que llega más tarde y lleva más tiempo, esta revolución venga recargada y mejorada, con aprendizajes históricos incorporados que aquellos primeros puritanos no podían considerar. No pocos han señalado la sorprendente combinación de racionalidad y espiritualidad jesuíticas con renunciamiento y austeridad franciscanas que se percibe en el Papa.
“No podemos ser peregrinos del cielo, si vivimos como fugitivos de la ciudad terrena”, sintetizó en 2001 el entonces cardenal Bergoglio, preanunciando su vocación reformadora, la que se haría presente en su discurso en el Cónclave: “La vanidad del poder es un pecado para la Iglesia”. “Hay que pasar de una Iglesia reguladora de la fe a una Iglesia que facilita y transmite la fe”, agregó. Luego, en su primera misa, salida del corazón, sin leer texto alguno, trazó el programa de su papado: volver a los fundamentos esenciales, a la forma original más pura de la Iglesia: “Caminar, edificar, confesar, llevando la cruz de Cristo”.
Para avanzar en desarrollo económico y social, las sociedades humanas deben transformar y mejorar sus instituciones políticas y sociales. Y para ello es indispensable un cambio espiritual que predisponga al compromiso y al sacrificio. Si el parangón entre la revolución jesuítica y la puritana es acertado, y si la revolución iniciada por Francisco lo trasciende, quizás estemos ante un nuevo impulso espiritual de la Iglesia Católica, que por su magnitud y alcance a nivel mundial bien podría catalizar un cambio hacia un mundo más armonioso, equilibrado y justo.
Rafael Micheletti
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